miércoles, 15 de diciembre de 2010

Capítulo V

-Helena, ¿me estás escuchando?
-¿Eh?
Helena alzó la cabeza y se encontró con la expectante mirada de su amiga Victoria. Fue entonces cuando se dio cuenta de que ésta llevaba hablándole un buen rato y ella no le había prestado atención. Llevaba toda la mañana dándole vueltas al hecho de que no había podido terminar los deberes que su profesor de Gramática les había mandado el día anterior: un total de veinte frases para analizar. Había conseguido a duras penas terminar seis en el trayecto de su casa a la Facultad, mientras iba sentada en el metro, pero finalmente se había dado por vencida al llegar a la universidad con tan solo cuarto de hora de antelación y al haberse encontrado con su dicharachera amiga Victoria. Podría haberle dicho que estaba ocupada y que tenía que acabar los deberes, pero sabía más que de sobra que ésta habría empezado a hacer preguntas, tremendamente sorprendida. Y lo cierto es que no le apetecía en absoluto intentar explicarle por qué no había tenido tiempo el día anterior, ya que, en ciertos temas, Victoria era demasiado tradicional.
Su amiga frunció el ceño con enfado.
-¿No has oído nada de lo que te he dicho?
-Claro que sí-replicó Helena, pero lo cierto es que tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para rescatar alguna información de la cháchara que sólo recordaba a medias-. Me estabas hablando del chico de tercero.
-¿Y qué pasa con él?-preguntó Victoria, inquisitiva.
-Pues... pues no sé-tuvo que admitir al fin Helena.
Victoria puso los ojos en blanco.
-O sea, ¿que yo te cuento que he encontrado al hombre de mi vida y ese es el caso que me haces?
-Bueno, Vico, si me estuvieses contando que vas a recibir el premio Nobel, probablemente te prestaría más atención.
Victoria abrió la boca para contestar, pero pareció no encontrar palabras. Frunció el entrecejo formando un exagerado gesto de ofensa y le dio la espalda a Helena, cruzándose de brazos frente a la cerrada puerta del aula de Gramática.
-Está bien-masculló secamente.
Durante un momento, Helena se sintió aliviada porque su amiga hubiese cesado la charla que había apresado su mente en un runrún permanente, sin embargo, la culpabilidad se hizo pronto presa de ella.
-Vico...-dijo con voz conciliadora- Perdóname, anda. No he tenido una buena mañana. Lo siento.
Victoria no se volvió, tan solo se limitó a murmurar:
-Aún así no te parece interesante lo que te cuento.
-¡Claro que sí!-exclamó Helena con fingido entusiasmo- ¿Cómo no me va a interesar ese chico? Cuéntame, anda.
Victoria se volvió con una sonrisa que iluminó su mirada, pero trató de parecer afectada.
-Pero no me vuelvas a ignorar, ¿eh?-dijo, y Helena asintió con la cabeza-. Bueno, pues lo que te decía era que iba en el autobús leyendo La malquerida, cuando he oído una voz preciosa de chico que me decía: “Vaya, ¿te gusta Jacinto Benavente?”. Ay... era tan guapo-añadió la chica con una sonrisa embelesada-. Luego me preguntó que adónde iba, y me dijo que él también estudiaba Filología y que estaba en tercero... Y me recomendó una obra de Eduardo Marquina: En Flandes se ha puesto el sol.
En cuanto oyó aquello, Helena catalogó a aquel chico como el interlocutor perfecto para su padre o José María. Victoria suspiró.
-Ojalá vuelva a verle...
-Es muy probable-dijo Helena-. Este edificio es pequeño.
-Ay... Marcial... Es tan apuesto...
Helena esbozó una media sonrisa socarrona.
-Acabas de conocerle, Vico. No empieces con la lista de bodas todavía.
Victoria la fulminó con la mirada.
-Eso lo dices porque todavía no has encontrado al hombre ideal para ti.
Helena rio pero no contestó. Esas eran la clase de cosas en las que no cuadraba con Victoria. A veces le molestaba que las mayores preocupaciones de su amiga fuesen la ropa que se pondría al día siguiente o el sitio en el que celebraría el banquete de su boda. Pero lo cierto es que Victoria la comprendía más que cualquier persona que ella conociese, y por ello la apreciaba. Después pensó que quizás su amiga no era la persona que mejor la comprendía, y la imagen de su profesor de Gramática hablando con ella de literatura volvió a su mente. Entonces no pudo evitar esbozar una pequeña sonrisa.
Al cabo de un rato se dio cuenta de que había dejado de prestar atención a Victoria de nuevo, así que trató de volver a la conversación.
-Ya verás cuando te enamores... No vas a dejar de darme la lata en todo el día.
Helena arqueó una ceja con escepticismo, pero no respondió nada, ya que en ese preciso instante se abrió la puerta del aula y comenzó a salir un tropel de estudiantes. Cuando la sala se vació, la clase de Helena comenzó a entrar. Victoria y ella se unieron a sus compañeros y tomaron asiento en sus sitios de siempre.
Helena sacó sus hojas y trató de terminar una frase más, pero el barullo la desconcentraba y tuvo que tachar varias veces. Intentó recordar cómo había de marcar los cuantificadores léxicos, pero se vio obligada a echar mano de sus apuntes, por lo que perdió más tiempo del que había previsto. En ese momento, el ruido de la clase comenzó a extinguirse y la puerta se cerró. Alzó la cabeza desesperada y vio cómo su profesor de Gramática cruzaba la tarima hasta dirigirse hacia su mesa.
-Buenos días-dijo.
-Buenos días, profesor-respondieron los alumnos, todos a una.
Helena dejó a un lado su pluma, rindiéndose al fin, y miró a su profesor, buscando inconscientemente que sus miradas se cruzasen, pero no ocurrió.
-Ayer les mandé que analizaran unas frases. Mi deseo era corregirlas hoy aquí, pero andamos algo apretados con el temario, así que prefiero que me las entreguen y así ver personalmente cómo les va. Por lo que hoy continuaremos con las clases de manera normal.
Hubo un murmullo de asentimiento y Helena sintió que se le caía el alma a los pies. Miró sus hojas y vio que sus deberes, además de incompletos, estaban sucios y llenos de numerosos tachones y borrones, además de que su caligrafía, temblorosa por los vaivenes del metro, dejaba mucho que desear.
A su lado, Victoria le estaba poniendo el nombre a los suyos, pero ella, con la pluma alzada, no se atrevía a entregar aquello.
-Vamos, Helena-la apremió su amiga con el taco de folios de las filas de detrás en una mano, esperando a que Helena le entregase los suyos.
Helena dejó caer la pluma y trazó su nombre como si se tratase de la firma de su propia sentencia de muerte y, junto a éste, la fecha: 2 de octubre de 1971. Tras esto, entregó las hojas a Victoria. Después enterró la cara en las manos sintiendo cómo las mejillas se le teñían por la vergüenza.
La clase se pasó tal y como les había dicho su profesor antes, con la explicación del temario, pero en un determinado momento, Álvaro les mandó analizar sintácticamente una frase. Se pusieron manos a la obra mientras él, sentado en la butaca del profesor, ordenaba las hojas de los deberes que le habían dado.
Helena terminó pronto la frase, ya que, hasta la tarde anterior, había llevado siempre al día la Gramática. Así que repasó lo que había puesto y luego levantó la mirada. Observó cómo Álvaro pasaba las hojas una a una, pero sin detenerse en ninguna, hasta que, con el ceño levemente fruncido, pareció interesarse por una hoja en concreto. La alzó ligeramente y Helena pudo ver con desolación su espantosa caligrafía. En ese momento, el joven profesor apartó los ojos del folio y miró hacia el frente, encontrándose con la mirada de la joven.
Ésta se sonrojó instantáneamente y redirigió su atención hacia el pupitre de nuevo. Cogió su pluma y comenzó a darle vueltas nerviosamente, consciente de que la mirada de su profesor seguía clavada en ella.
Álvaro no tardó en corregir la frase que había mandado y volvió a reanudar su explicación.
Cuando la clase terminó, Helena trató de darse prisa en recoger sus cosas para no tener que quedarse a solas con Álvaro, sin embargo, la voz de este se alzó por encima del barullo de la gente al recoger.
-Señorita Palacios, quédese un momento, por favor.
Helena miró a Álvaro, y vio que éste le dedicaba una mirada inescrutable. Intercambió unas rápidas palabras con Victoria, quien estaba desconcertada, y se dirigió hacia la mesa del profesor, preguntándose qué querría decirle y cómo podría excusarse.
-¿Ocurre algo?-preguntó Helena al llegar a ésta.
Álvaro no respondió inmediatamente, sino que comenzó a recoger su material, al parecer dispuesto a dejar que el aula se vaciara. Cuando la última persona se hubo ido, clavó los ojos en Helena y la habló con voz suave.
-He visto sus deberes.
Helena tragó saliva.
-¿Sí?
-Sí. No me parecen propios de usted.
-Ya... Bueno... Es que no pude terminarlos ayer y los he tenido que hacer hoy en malas condiciones-alegó la muchacha con los nervios encogiéndole el estómago.
-¿Le pasó algo?-preguntó Álvaro.
Helena analizó su mirada y se sorprendió al ver preocupación.
-No... eh... bueno, sí... Tan solo... No pude terminarlos y... Pero no pasó nada. No es que no quisiese hacerlos, de verdad. Me siento muy culpable por no haberlos traído hoy. Es la primera vez que me pasa, se lo aseguro. Yo...
-Tranquilícese. No es obligatorio hacer los deberes, tan solo es una guía para saber qué tal van con mi asignatura-dijo Álvaro cálidamente.
-Ya, pero... Lo siento mucho.
-No se disculpe más, no hay nada por lo que deba preocuparse-Álvaro la escrutó con la mirada durante unos instantes y luego añadió-: Dígame, ¿su familia apoya el que venga a la universidad?
Helena parpadeó, perpleja, atónita porque el profesor hubiese acertado a la primera.
-Mmm... Bueno... Digamos que... lo ven como una especie de pasatiempo.
Le costó sobremanera decir estas palabras, pero una vez dichas se sintió sumamente aliviada. Álvaro se acarició la perilla en gesto pensativo, después tomó una hoja que tenía sobre la mesa y se la tendió a Helena, quien la cogió dándose cuenta de que se trataba de sus deberes.
-Tome. Estaré en la biblioteca a eso de las cinco... Si quiere hablar sobre Bécquer, o Molière, o cualquier otra cosa y entregarme las frases, analizadas como sólo usted sabe hacer, pásese por allí.
Helena se quedó boquiabierta un instante, tratando de expresar su gratitud. Al fin las palabras volvieron a su boca.
-Gracias... Muchísimas gracias-dijo, presa de la alegría.
-No tiene por qué dármelas-respondió Álvaro con una sonrisa-. Dese prisa-añadió-, o llegará tarde a su próxima clase.
Helena volvió a su pupitre y guardó todas sus cosas. Se colgó el bolso en el hombro, cogió el abrigo y se dirigió a la puerta. Una vez allí se volvió de nuevo hacia su profesor.
-Muchas gracias-volvió a decir-. Le veo a las cinco.
Álvaro asintió sonriendo sinceramente. Helena salió del aula y se dirigió a su siguiente clase con una sonrisa que nada hubiese tenido que envidiar a la de Victoria.

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