domingo, 12 de diciembre de 2010

Capítulo III

Tras el pertinente viaje en metro y autobús, llegó por fin a su barrio: Serrano. Aquel lugar se consideraba un “barrio de bien”. Estaba frecuentado por parejas cogidas del brazo, familias con niños y ocupados hombres trabajadores. Anduvo por la calle hasta detenerse para buscar las llaves en su bolso ante un gran bloque de pisos de apariencia tan magna e ilustre que se podría tachar de palacete.
Buscando las llaves cada vez con más insistencia, rozando el pensamiento de haberlas perdido, dejó que cayera el libro de Bécquer. Casi no se había dado cuenta, cuando una mano conocida lo cogió del suelo.
-Hola, padre-dijo levantando la vista.
-Gustavo Adolfo Bécquer. ¿Ahora os hacen leer esta porquería en la universidad?-dijo con desdén, enarcando una ceja. Helena lo cogió sin decir nada-. Aún no entiendo qué haces estudiando-Helena se encogió de hombros-. ¿Tienes llaves?
-Creo que me las he dejado en casa...
-Con tanto Bécquer y con tanta tontería te vas a dejar la cabeza por ahí.
-¿Tiene usted o llamo a la portera?
-Calla, calla, no armes jaleo-respondió su padre abriendo la puerta y dejándola pasar en primer lugar.
Aquel sitio poseía no pocos vestigios del carácter adinerado de sus habitantes. Las puertas de roble perfectamente barnizadas se situaban de dos en dos las unas frente a las otras, de modo que había cuatro en cada planta. El pasillo, por ser uno de los mejores bloques de la zona, no solo poseía escaleras sino también un ascensor con las últimas tecnologías. Las letras que indicaban cada casa habían sido cuidadosamente talladas en mármol y colocadas sobre los marcos de todas las puertas. Finalmente, llegaron al tercer piso. Abrieron una de las puertas y en seguida el olor a deliciosa comida invadió el rellano.
-Tu hermana se queda a comer, ¿qué apuestas?-comentó su padre.
-Seguro...-Helena ya veía venir las comparaciones odiosas que habría de soportar horas más tarde. En ese momento apareció su madre en el vestíbulo de entrada, con un delantal puesto, para darles la bienvenida-Hola, madre-la saludó Helena dándole un beso en la mejilla.
-¡María Helena! Qué bien que hayas llegado. Ven, hija, que te voy a enseñar a hacer carne guisada, que ya es hora de que aprendas.
-Ya, bueno... Es que tengo bastante que hacer, madre. Tengo que acabar unos ejercicios de Gramática para mañana y...
Entonecs, el padre de Helena, que había entrado en una habitación contigua al vestíbulo para dejar su maletín, apareció por el marco de la puerta y miró a la muchacha con el ceño fruncido.
-Siempre te será más útil aprender cocina que eso que aprendes en la Gramática esa. Vamos, ve a ayudar a tu madre.
Helena caminó con la cabeza gacha hasta la cocina, se puso un mandil, se lavó las manos y se unió a su madre. No es que Helena no apreciara el campo culinario, ya que no solía rechazar ningún tipo de cultura, pero no podía evitar pensar en todo lo que tenía que hacer en cuanto a la facultad.
Tras un par de horas de trucos de cocina, recetas y cazuelas, sonó el timbre. Unos cortos y rápidos pasos se oyeron cada vez con más intensidad, hasta que se detuvieron cerca de la cocina y sonó el crujido que emitía la puerta principal al abrirse. Varias voces saludaron: una de niña, otra de mujer y la última de hombre; y en la lejanía, desde la parte más profunda de la casa, se elevó la voz del padre. En ese momento, la hermana mayor de Helena entró en la cocina con su hijo en brazos.
-¡Pero si Helena está cocinando!-exclamó con sorpresa-José María, ¡ven a verlo!
Su marido entró en la cocina y miró a Helena, y, acariciándose el bigote, esbozó una sonrisa maliciosa.
-Hombre, Helenita, ¿por fin decidiste centrarte en lo que debes y dejar tantos estudios y bobadas?
-No, sigo en la universidad y me va muy bien, gracias-contestó Helena con un tono helado. En ese momento entró en la cocina una niña de unos trece años, de rasgos muy parecidos a los de Helena y su hermana mayor-. Aunque supongo que como a ti, ¿no? Que te colocó mi padre pero que muy bien colocado.
-¡María Helena! ¡Por favor!-su madre se situó frente a ella, quedando en medio de los dos- ¡No se te ocurra contestar de esa forma!
-Menuda niña más desvergonzada-murmuró la hermana mayor.
-No se preocupe, Doña Remedios-repuso José María con una sonrisa despreocupada-, es lo que le enseñan en la universidad. No es más que un coladero de rojos.
-¡No es verdad!-exclamó Helena, furibunda.
-¡María Helena! Ve a poner la mesa. Anita, ve a ayudar a tu hermana.
La niña que acababa de entrar en la cocina cogió los platos que le tendían y siguió a Helena, quien salió de la cocina dando muestras de enojo y furor ante la socarrona mirada de su cuñado.
-A mí tampoco me cae bien José María-murmuró Anita.
-Ya... Ahora entiendo por qué no hay gente así en la Universidad-masculló Helena.
Entraron en el comedor, donde su padre, sentado ante su lujosa televisión en blanco y negro, leía el ABC.
-Y Helena, ¿qué son exactamente los rojos?-preguntó la niña- Porque he oído hablar de ellos pero en realidad...
-¿Rojos?-preguntó su padre apartando la mirada del periódico, sin dar tiempo a que Anita terminase de formular su pregunta ni a que Helena respondiese-¡Los rojos! ¡Una panda de sucios cerdos! Vagos, maleantes, homosexuales, ¡comunistas rastreros!
Ante tal alboroto, los que estaban en la cocina se unieron.
-¿Qué pasa, señor Palacios?-cuestionó José María.
-¡Preguntaba Anita que qué son los rojos!-respondió el padre con la cara encendida por la ira.
-¡Ja! Unos retrasados que creen que votando todos podríamos seguir adelante. ¡Libertades!
-Tanto libertinaje no acabaría nada bien, nada bien... Además, ¡van por ahí quemando conventos!-añadió María Teresa, la hermana mayor de Helena, apoyando a su marido.
José cogió a su nieto en brazos y lo acercó a una foto de Franco que tenían colgada en el salón.
-Paquito, fijate en este hombre por quien ahora estamos tan bien. Mira, hay que hacer así-levantó el brazo derecho con la palma de la mano abierta mirando hacia abajo. El pequeño lo imitó, cosa que todos aplaudieron, menos Helena y Anita, quien miraba a la primera, esperando una reacción. Sin embargo, Helena no dijo nada. Nunca había estado en contra de la forma de pensar de su padre, en cambio, estaba aprendiendo a no ser tan extremista.
Cuando todos los varones hubieron estado acomodados en la mesa, las mujeres terminaron de servir el resto de la cena y se sentaron a comer.
-Teresa-dijo la madre tendiéndole un plato de sopa a José-, te mandé el otro día una carta con unas recetas familiares, ¿la has recibido?
-No, aún no. En cualquier caso, la veré el domingo en la iglesia, madre, y le diré si la he recibido.
-¿Ves? Eso es ser una buena mujer-felicitó José a su hija.
-Gracias, padre.
-Además, esta sopa está exquisita, Remedios. ¿Has visto, María Helena? No es tan difícil ser una buena mujer, esposa responsable...
-¿Serías capaz, Helenita?-dijo el cuñado, con retintín.
Helena se mordió la lengua para no ser soez con su cuñado, pero después dijo:
-Prefiero intentar llegar a ser algo en la vida.
Sus palabras hicieron que estallase una risa generalizada.
-¿Llegar a ser algo?-se burló su hermana-. Esfuérzate por limpiar y cocinar bien y date con un canto en los dientes.
-Eso lo decís ahora, pero ya veréis cómo...
-¿Cómo qué? ¿No ves que..?-siguió Teresa, pero el padre las interrumpió.
-¡Vale ya! Que parecéis un gallinero, por dios. Teresa, deja a tu hermana que sueñe con lo que quiera. Ya se dará el golpe ella sola, ¿verdad, María Helena?
Ésta bajó la mirada hacia su plato de sopa y no dijo nada.
-Bueno, no va por mal camino-intervino la madre para suavizar la situación-. Seguro que haría las delicias de su marido con las clases de canto que recibe.
-Algo femenino, al menos-saltó su padre.
-¡Esta navidad podrás cantar villancicos!-propuso su hermana en la misma línea burlona.
-¡O en el coro de la iglesia!-añadió Anita, con inocente y sincero entusiasmo.
Helena la miró de reojo, ordenando que se callara, apretando los labios. La pequeña se encogió en su sitio, sin comprender muy bien por qué sus palabras habían herido la sensibilidad de su hermana. Acto seguido, Helena se sintió mal por haber reprendido gestualmente a Anita, pues pensaba que era su único apoyo en aquella familia de retrógrados.
-Helenita, cántanos algo-pidió su cuñado, con una sonrisa burlona.
Helena lo fulminó con la mirada.
-No, lo siento. Y preferiría que me llamases María Helena, si no te importa.
Su cuñado resopló al borde de la risa.
-¡Bueno, bueno!-exclamó-¡Cómo están los humos hoy! ¿Qué te han hecho en ese hervidero de comunistas al que llamas facultad?
-¡María Helena!-la reprendió su madre con las mejillas encendidas por el enfado- ¿Cuántas veces voy a tener que repetírtelo? ¡José María es un cabeza de familia y merece respeto!
-Yo también merezco respeto, madre-replicó Helena.
-¿Qué vas a merecer tú?-dijo el padre levantando su atronadora voz por encima de todas las demás-. Eres una niña todavía, y como tal, tienes que aprender a cerrar la boca y a hacer lo que te piden tus mayores. Así que cántanos algo ahora mismo.
Helena sintió cómo las lágrimas de frustración subían a sus ojos, pero trató de impedirlo con todas sus fuerzas. Lo último que le faltaba era ponerse a llorar delante de todos ellos.
-No puedo-murmuró.
-¿Y por qué, a ver?
-Porque me duele un poco la garganta.
-¡Pero si no estás afónica!
-Pero...
-Es verdad-dijo entonces Anita. Todos los comensales se volvieron hacia ella con sorpresa, desacostumbrados a que la pequeña hablase dirigiéndose a todo el mundo a menos que se lo pidiesen, debido a su carácter vergonzoso. Anita miró a todos nerviosamente, pero añadió-: Esta mañana se levantó diciendo que tenía carraspera.
Helena se sintió sumamente agradecida con su hermana, y estuvo a punto de darle un beso, pero se contuvo. Su hermana nunca mentía, pero lo había hecho por ella.
-En fin... Pues nada, nos quedamos sin oír al prodigio-masculló el padre.
Siguieron cenando tranquilamente, Remedios y Teresa intercambiando consejos de cocina y José y José María hablando de política, mientras que Helena y Anita terminaban su sopa sin levantar la vista del plato. Helena trató de prestar atención a aquello que decían su padre y su cuñado, pero al cabo de un rato no pudo evitar enervarse por ciertos comentarios machistas, así que prestó oídos a la conversación de su madre y su hermana. Al oír la vacua charla de ambas mujeres, Helena no pudo evitar recordar la maravillosa tarde que había pasado hablando de literatura con su profesor de gramática, y deseó fervientemente que alguien de su familia fuese como él. Entonces recordó que no podría tener los deberes hechos para el día siguiente, y la invadió la furia.
“Tenga una buena tarde” le había dicho su profesor.
“Ojalá” se dijo Helena con tristeza para sí.

2 comentarios:

  1. Enhorabuena por este blog chicas!
    Por fin me decidí a leerlo y conociéndoos no esperaba menos de vosotras. Aun así he de decir que me ha sorprendido gratamente la historia que estáis escribiendo.
    Tiene muy buena pinta y quí tenéis a otra seguidora más :)
    Un saludo y un abrazo.

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  2. sigue súper bien la historía, dan ganas de sacar a Maria Helena de esta guarida de ignorantes, jajaaja.

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