viernes, 10 de diciembre de 2010

Capítulo II

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y, otra vez, con el ala a sus cristales
jugando llamarán;
pero aquéllas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres...
ésas... ¡no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde, aun más hermosas,
sus flores se abrirán;
pero aquéllas, cuajadas de rocío,
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer, como lágrimas del día...
ésas... ¡no volverán!

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón, de su profundo sueño
tal vez despertará;
pero mudo y absorto y de rodillas,
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido..., desengáñate:
¡así no te querrán!


Helena llegó al final del poema con un suspiro, y sintió cómo un débil temblor apresaba sus manos y sus labios. Aquella era una de esas facetas de sí que nadie conocía. Era perfectamente consciente de la imagen que daba: la de una chica completamente segura de sí misma que no necesitaba de una autoridad paterna o marital que la guiase.
Las cosas estaban cambiando para las mujeres -quizás de forma muy paulatina- y ella era una firme defensora del feminismo. Ésta era una de las pocas cosas que le hacían discutir con su padre en la sobremesa de los días festivos.
Sabía que su carácter era el gran motivo por el que los hombres no insistían en segundas citas, lo que le hacía sentir sumamente orgullosa de sí misma. Sin embargo, llevaba tiempo echando en falta a alguien con quien compartir cada uno de sus pensamientos, alguien que la comprendiera sólo con la mirada, que la abrazara, pero no como la gente decía que tenía que ser, no. Ella quería algo sincero, al margen de todas esas reglas impuestas y no escritas a dos jóvenes que se quieren. Eso le había creado un vacío que ni siquiera Victoria, su mejor amiga, había logrado llenar.
Cuando aquella clase de pensamientos la asaltaba, los apartaba rápidamente consolándose en su juventud. Tan solo tenía diecinueve años y la mayoría de las chicas comenzaba a preocuparse por una pareja estable a partir de los veintiuno. Además, su ardiente feminismo hacía que se reprendiese ante meditaciones de índole tan romántica, pero cuando leía poemas tan bellos como aquel, era incapaz de no desear con fervor que alguien la amase tanto como para crear algo tan hermoso. Le era sumamente fácil meterse en la piel de aquellos personajes femeninos, objeto de deseo y pasión, imagen inalcanzable y, por qué no, destino funesto.
Volvió a pasear la mirada por los versos, deteniéndose en aquellos que le hacían estremecer, hasta que una sombra a su izquierda hizo que alzase la vista.
Enarcó las cejas con sorpresa al encontrar a su profesor de gramática en pie, junto a ella, vestido con un largo y viejo abrigo negro y una bufanda de cuadros.
-Buenos días, señor Márquez-dijo haciendo ademán de ponerse en pie.
El profesor posó una mano sobre su hombro para impedírselo.
-Buenos días, María Helena-respondió con una cálida sonrisa. Después detuvo la mirada sobre el viejo y usado libro que Helena tenía sobre una de las amplias mesas de la universidad-. Bécquer...
El profesor se aclaró la voz y después clavó su grisáceos ojos en los oscuros iris de Helena, quien se sintió atrapada por la intensidad de su mirada. Entonces, Álvaro comenzó a recitar con voz cálida:

¿De dónde vengo?... El más horrible y áspero
de los senderos busca;
las huellas de unos pies ensangrentados
sobre la roca dura;
los despojos de un alma hecha jirones
en las zarzas agudas,
te dirán el camino
que conduce a mi cuna.

¿Adónde voy? El más sombrío y triste
de los páramos cruza,
valle de eternas nieves y de eternas
melancólicas brumas;
en donde esté una piedra solitaria
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.


Los últimos versos se quedaron suspendidos en el tiempo, meciéndose con la fuerza que les había dado la pasión de Álvaro en el estático aire con olor a saber. Helena siguió observando al hombre, con la barbilla alzada en su dirección y los ojos entrecerrados, como a punto de caer presa de un dulce sueño.
-Es tan romántico-añadió ella, con la voz perdida-. Bueno... no, eh... quiero decir romántico en cuanto al Romanticismo del siglo XIX.
El profesor rió y se sentó a su lado.
-¿Le gusta la poesía? ¿Qué clase de lectora poética es?
-Mmm-le daba vueltas a su pregunta mas no llegaba a entender a qué se refería-. Supongo que no estoy segura... No, no lo sé.
-Pues yo sí creo intuir qué clase de lectora es. No me malentienda, María Helena. Quiero decir que la forma de interpretar la literatura condiciona la forma de ser de una persona. ¿Tiene prisa?
-No, ya no tengo más clases.
-¿Me permite?-cogió el libro y buscó la rima que acababa de recitar- ¿Qué me diría de esta rima?
-Que tiene que ver mucho con el momento en el que vivió el autor.
-Estoy seguro de que puede exponerlo mucho mejor.
Helena observó la rima que le tendía el profesor y, señalando con un dedo el comienzo del verso, dijo con voz trémula:
-Ya... quería decir que Bécquer trata en la rima uno de los temas propios del Romanticismo, el sinsentido de la vida. Mmm... Siempre creí que para los románticos la vida era una especie de drama-Álvaro sonrió al oír esto-. El inicio de la vida tan difícil... Y el paso por ella tan plagado de...
-Espinas-comentó el profesor.
-Sí. Y luego... ¿para qué tanto sufrimiento? Pues a la hora de morir tan solo queda el olvido-Helena aspiró una gran cantidad de aire para aliviar la tensión que había acumulado al decirle todo aquello a su profesor-. Es de lo que habla esta rima. Y lo indican los últimos versos: “donde habite el olvido/ allí estará mi tumba”.
Álvaro se encorvó ligeramente, apoyando la barbilla en la mano izquierda, y el codo correspondiente en la rodilla y, observando a Helena con atención, inquirió:
-¿Cree que el poema es actual?
-Bueno... supongo que siempre habrá personas que sientan la vida como algo vacuo, como algo vacío... vacío que solo podrían llenar con la literatura.
Álvaro le respondió con una media sonrisa que dejó a Helena con la sensación de que los gestos de su profesor escondían más de lo que decían las palabras.
-Sí, siempre habrá alguna que otra persona perdida en este mundo. ¿No cree?
La muchacha sonrió tímidamente.
Pasaron el tiempo analizando la rima, hablando de literatura y, sin obviar la distancia y supuesta frialdad que habría de haber entre un profesor y un alumno, más en este caso siendo la alumna una mujer, llegaron a tener un cálido momento de complicidad, aún sin conocerse, compartiendo opiniones literarias. En ningún momento se les pasó por la cabeza que podrían dar de qué hablar entre el resto de personas que se encontraban en la biblioteca en aquel momento; ni se dieron cuenta de cómo algunos alumnos cuchicheaban y se reían.
-Interesante forma de ver las cosas, María Helena. ¿Me permite que le recomiende un libro? Ignoro si le será fácil encontrarlo, ya sabe cómo están las cosas... En cualquier caso, el libro es La muerte enamorada, de Théophile Gautier.
-Suena más a siglo XIX.
-Voilà. Ahora, si me disculpa, me temo que debo dejarla. No olvide hacer los deberes para mañana. Tenga una buena tarde. Hasta mañana.
-Igualmente. Hasta mañana, profesor.
María Helena vio cómo aquel hombre se alejaba, con el antiguo abrigo ondeando tras él, sombrero en mano, hasta desaparecer por la puerta. Reflexionando sobre lo que acababa de pasar, le pareció algo extraño. Sin embargo, no podía decir que aquello le disgustase, más bien todo lo contario. A pesar de que su profesor hacía ya varios segundos que había desaparecido tras la vieja puerta de madera oscura, no podía dejar de mirar en aquella dirección, abstraída, pensando en que jamás había podido mantener una conversación semejante con nadie, y aquélla le había parecido tan deliciosa que deseaba que la situación se repitiese en alguna otra ocasión.
Suspiró y cerró los ojos durante un instante. Después los abrió y volvió a la realidad. Miró a su alrededor y descubrió a varias personas con la mirada fija en ella, pero la desviaron en cuanto ésta se hubo dado cuenta. Enarcó una ceja con confusión, pero ignoró el gesto. Miró su reloj y se sorprendió al darse cuenta de lo tarde que se había hecho. Recogió sus cosas y, llevando el libro de Bécquer en la mano, acarició el título con el dedo, compuso una ligera sonrisa y se dispuso a salir de allí.

3 comentarios:

  1. Enhorabuena!!!!!!!
    Marina Von Aschenbach, ¡vaya estilazo! :)
    La historia está muy bien ambientada y los personajes, muy caracterizados, así que, aquí tendrás a un fiel lector, tuyo y de tu compi... x)

    Lo que me he podido reir con los dos personajes...
    jajajajajajjajaa

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  2. ¡Muchas gracias, Sergio! Los ánimos siempre son de agradecer :) ¡Y también los lectores fieles!
    ¡Ah! Por cierto, creo que no lo hemos aclarado bien en ninguna de las entradas. Ambas escribimos en todo lo que colgamos, cabeza con cabeza, así que esta entrada le debe tanto a Claudette como a mí.
    Un beso muy fuerte y de nuevo gracias por leernos, pues si a nadie le entusiasmase, nada de esto tendría sentido.

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  3. va súper interesante la historia, me hizo retroceder a mis épocas de estudiante.

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