miércoles, 14 de septiembre de 2011

Capítulo XIII

En el silencio del pasillo, el eco repetía hasta extinguirse el sonido de un piano. Aquella melodía, que llegaba a todos los recovecos del corredor, a veces se veía detenida de repente; la brusca pausa venía de la mano de palabras malsonantes, algunas de ellas en francés.

Álvaro, en su despacho, se había pasado toda la tarde adecuando, perfilando y tratando de adaptar la partitura de la parte en que doña Inés cantaba. Haciendo una serie de anotaciones, tachando lo tachado y corrigiendo la corrección, se vio interrumpido por unos golpes en la puerta que pedían permiso para entrar. El profesor se sintió sumamente molesto, ya que no le agradaba que lo molestasen en una de sus explosiones creativas, aunque dudaba que aquello se pudiese llamar de manera tan presuntuosa. No obstante, alzó la voz y dijo: “Adelante”, de una manera resignada, ya que pensaba que quien entraría sería Ángel para preguntarle por enésima vez el por qué de tal comentario o tal crítica en alguna de sus ediciones como editor de algún clásico de la literatura. El que un joven encontrase su trabajo fascinante y no quitase en todo el día la vista de alguna de sus críticas, alimentaba a su vanidad, pero el chico había terminado siendo tan pesado que Álvaro había acabado renegando hasta de su Convergencias de los Tenorios sevillano y vetustense, obra que consideraba cumbre en su labor investigadora.

Su mente se embebió con un escalofrío en el pensamiento de aquella tediosa tarde en la que Ángel, con una libreta en una mano y La Regenta, El burlador de Sevilla y el Don Juan Tenorio en la otra, llegó a su despacho y le hizo una disertación acerca de la dudosa moralidad de los dos primeros Tenorios y el final noble y trágico del último, sosteniendo la tesis de que, dada la clara bifurcación, que se establecía en la línea de acciones de estos tres personajes, debería hablarse de divergencia y no de convergencia. No obstante, fue la cabeza de Juan la que se asomó por la puerta y no la de su temido -por lo pesado- alumno.

-Adelante- dijo Álvaro, resignado. En cambio, fue su hermano quien apareció tras la puerta.

-¿Es que no vas a saludar a tu hermano?

Álvaro levantó la vista y no pudo evitar mostrar una sincera sonrisa. Se puso en pie y los dos hermanos se abrazaron.

-Se te oye por todo el pasillo, Alvarito.

-¿Y suena bien?

-¿El qué? ¿El piano o los improperios?

-Vaya, ¿tanto se oye? Es que llevo aquí toda la tarde.

-Pensé que te apasionaba la música.

-¡Y lo hace! Me encanta, ya lo sabes. Lo que pasa es que a veces me desespero.

-Por eso mismo he venido a buscarte. ¿Por qué no nos vamos? Seguro que te viene bien despejarte.

-Sí, claro. Pero mira, Juan –dijo volviéndose hacia el piano- escucha esto, a ver qué te parece.

-¿Vas a tocar el piano para mí?-preguntó bromeando.

-¿No te parece romántico?- contestó Álvaro, siguiéndole el juego, a la vez que le lanzaba una coqueta mirada, acompañada de un batir incesante de pestañas.

-Cuando éramos niños me hacías escuchar tus cuentos; de adolescente, tus poemas y tu música. ¡Y parece que vamos por el mismo camino!

-Bueno, pues no te toco-dijo dándole la vuelta a las partituras, algo molesto.

-¡No has cambiado nada! Eso mismo hacías cuando te ponía impedimentos. Venga, soy todo oídos.

Álvaro sonrió y sacudió la cabeza. Mientras éste buscaba entre sus papeles, Juan se sentó en el sillón de su hermano y echó un ojo al escritorio, bastante ordenado para como Álvaro acostumbraba a tener las cosas. Si bien eso le había impresionado, lo que llamó su atención fue un libro que descansaba sobre la mesa. Juan tomó el ejemplar y lo examinó. Las tapas estaban forradas de tela granate, casi roja. En la portada se leía en letras doradas y caracteres en cursiva “Don Juan Tenorio. José Zorrilla”. Los bordes estaban como enmarcados por unas grecas de ataurique, también doradas.

Abrió las primeras páginas y vio que Álvaro había comenzado a escribir “Para Helena…”. En ese momento, su hermano le arrebató el libro.

-¿Qué haces? –preguntó encogiéndose de hombros y denotando indignación- ¡Eres incorregible! ¡Siempre cotilleando entre mis cosas!

-Bueno, bueno... Creí que estábamos rememorando viejos tiempos-comentó Juan con desenfado, mas luego su gesto se tornó pícaro y miró a su hermano con una media sonrisa que dejaba al descubierto uno de sus colmillos, que eran algo más largos de lo habitual-. ¿Quién es esa tal Helena, eh, Alvarito?

-¿Qué más te da?

-No puede ser una fulana cualquiera puesto que es un clásico... Va, ¿quién es?

-Es sólo un regalo, ¿vale? No tiene nada de importancia.

-En ese caso, no tendrías inconveniente en decirme para quién es.

-Estás hecho un metomentodo.

-Y tú un profesional de las evasivas.

-Cada uno en su línea-masculló Álvaro con irritación-. Bueno, qué, ¿nos vamos?

-¡Claro! Eres tú el que se empeña en tocar el piano.

-Y luego ni me escuchas.

-¡Pero si estaba aquí!-soltó una risotada- ¿cómo no iba a escucharte? A mí me ha gustado, pero no entiendo de música como para poder decirte algo inteligente.

Álvaro negó con la cabeza, divertido, y suspiró profundamente. Su hermano y él nunca se habían entendido en temas musicales... Aunque en temas literarios tampoco. Después, se dirigió a su escritorio, abrió su cartera y metió algunos papeles. Por último, cogió el ejemplar del Tenorio con una media sonrisa y también lo guardó. Se puso su largo abrigo y la bufanda e invitó a Juan a salir en primer lugar.

-Después de usted, señor marqués.

Los dos hermanos salieron de allí y echaron a andar por el pasillo, hablando animadamente. Al torcer una esquina para bajar las escaleras, se cruzaron con alguien al que parecieron no ver.

-¡Señor Márquez!

Ambos hermanos se giraron ante el apelativo.

-Hola, Ángel. No te había visto. ¿Querías algo antes de que me vaya?

-No, qué va. Sólo pasaba por aquí…

-¿Has realizado ya lo que te encargué para la obra?

-Estoy en ello, señor. ¿Usted ha encontrado ya la inspiración para la pieza de piano?

-Bueno… más o menos. Justo hace un momento se la estaba enseñando a mi hermano. –Se dio cuenta de que no los había presentado- por cierto, él es Ángel; dice ser gran estudioso de mis trabajos. Ángel, éste es mi hermano Juan.

Ambos se dieron la mano.

-Encantado, señor Márquez.

-De modo que estudia las ediciones, tesis y demás cosas de mi hermano… creo que va a ser el estudio más corto del mundo –bromeó.

-Eres muy gracioso, ¿no crees?-preguntó Álvaro de forma irónica.

-A mí me parece admirable-contestó el joven, algo sonrojado.

Álvaro trató de esconder un escéptico gesto y Juan hinchó el pecho, como si de una gallina se tratase.

-Bueno, Ángel, me temo que tenemos que dejarte. Si te surge cualquier duda, no te inquietes. La resolveremos conforme vayamos avanzando en los ensayos.

-De acuerdo. Gracias otra vez y encantado, señor Márquez.

-El placer es mío, joven.

Ambos hermanos bajaron las escaleras. Ángel, no obstante, se quedó parado en medio del pasillo, observando cómo los dos hombres desaparecían hablando animadamente. Su mentón descendió ligeramente, pegándose la barbilla al cuello, y la luz vespertina que se colaba por entre las viejas, y no del todo pulcras ventanas, formó una sombra en el contorno de los ojos.

-¿Cuánto hace que no coges un autobús?- le preguntó Álvaro a su hermano con un matiz de reproche.

-Ni idea… ¡y más tiempo que voy a estar sin cogerlo!

-¿Y cómo quieres que vayamos si no?

-Te lo diré en una palabra: chauffeur.

-¡No eres tú listo ni nada!

Anduvieron hasta un moderno Ford Mustang del 67, de elegante color negro, con los tiradores de las puertas plateados.

-¿Qué te parece, Alvarito? Recién importado de los Estados Unidos.

-Qué bien te cuidas.

-Buenas tardes, Sebastián- saludó a su chófer cuando entraron en el coche.

-¿Cómo está, señor Márquez?

-Muy bien, gracias. Sebastián, a la calle Arenal, por favor.

Comenzaron el trayecto en silencio hasta que reanudaron la conversación.

-¿Y qué te traes entre manos con tanto piano y tanta música?

-Estoy preparando una obra.

-¿El Tenorio?

-Sí, sí, ésa. -contestó notando que se le encogía el estómago; siempre que pensaba en la obra y lo que le iba a costar hacerla sentía algo semejante. Era una mezcla entre nervios ante tamaño proyecto y ganas por verlo realizado y culminado sobre el escenario.

-¿Y qué tal? ¿Ya tienes actores? ¿Montaje?

-Fue duro… pero sí. Había cada uno… ¡no te imaginas!

-Pero, por lo que parece, alguien tiene que cantar, ¿no?

-Sí, claro. De ahí lo del piano. Fue complicado encontrar a doña Inés, pero ya la tengo.

-¿Qué tal canta?

-Francamente bien. Ya te digo que fue muy difícil encontrar una buena candidata, pero María Helena lo hace muy bien.

-¡Así que es para ella el libro!-exclamó Juan, mostrando una sonrisa ya que, al fin y al cabo, después de tanto cuestionario le sonsacó la información que tanta curiosidad le suscitaba. Álvaro sólo gesticuló indignado. -¿Es, entonces, una de tus alumnas esa tal Helena?

-Es un regalo sin importancia, ¿vale?

-Sí, sí. Yo no digo nada. Álvaro, sólo ándate con cuidado, que eso de meterte en problemas se te da de perlas.

-Lo aprendí en el Doctorado-bromeó. Luego carraspeó, pensando rápidamente en una manera de cambiar de tema-. Dime, ¿por qué insistías tanto en ir a casa?

-Paciencia, que enseguida lo ves.

Las calles de Madrid se sucedieron en una vorágine de despejadas carreteras y atestadas aceras, no obstante, Juan se quejó en alguna que otra ocasión con Sebastián del crecimiento del número de coches en los últimos años. Finalmente, cuando el tráfico rozaba su culmen, llegaron al callejón de San Ginés.

-Aparque por ahí, Sebastián. O, si lo prefiere, puede ir a dar una vuelta.

El chófer asintió con la cabeza y los dos hermanos salieron del automóvil. Pasaron por delante del antiguo puesto de libros de segunda mano, que parecían mirarles fijamente en un eterno letargo de papel amarillento; Álvaro saludó al hombre que se encargaba de velar por el sueño de los mismos y atravesó con su hermano el callejón de San Ginés, dejando atrás la chocolatería y llegando a la plaza del mismo nombre. Llegaron al portón de madera verde que guardaba el portal de Álvaro y subieron las viejas escaleras de madera que se quejaban rechinando bajo sus pies, hasta llegar a su casa, la cual estaba tan desordenada como de costumbre, sólo que esta vez varias montañas de panfletos ilegales estaban distribuidas por la mesa.

-No me acostumbro a ver todo esto. ¿No crees que te estás excediendo?-preguntó Juan con cara de preocupación, dejando sus cosas en el sofá.

-Se me han juntado muchos últimamente. Pronto los del partido vendrán por ellos y no tendrás de qué preocuparte-trató de tranquilizarlo sonriendo al finalizar su réplica- ¿quieres beber algo?

Juan torció el gesto y una de sus comisuras hizo juego con su ceño fruncido, mas negó con la cabeza, suspiró como si su hermano se tratase de un caso perdido y se sentó junto a él en el sofá, contestando a su animada charla y tomando en la mano el vaso de whiskey que le ofrecía, los dos hermanos se acomodaron y comenzaron a charlar animadamente.

Tras un rato de conversación sobre nada en particular, Álvaro recordó por qué estaban allí, se encendió un cigarro con una cerrilla que, tras consumirse, tiró sobre la mesa del salón, y volvió el cuerpo completamente hacia su hermano, subiendo una de sus rodillas al sofá.

-Bueno, ¿y qué querías enseñarme?

-Mira-contestó Juan abriendo un maletín de piel negro y con broches dorados que siempre llevaba y del que ni siquiera Álvaro había visto su interior, y sacando un sobre de papel amarillento y rasgado. Se lo tendió y esperó a ver su reacción. Poco tiempo después, la expresión de Álvaro tornó a sorpresa. Abrió los ojos y se acercó aquel papel para cerciorarse de lo que veía.

-¡Son madre y padre! –exclamó con un brillo de añoranza en los ojos.

-¿Qué te parecen?

-¡Nunca las había visto! Míralos… ¿y éste quién es? –miró fijamente la figura impresa en el papel durante unos segundos- Espera… ¡Es Federico!

Álvaro pasaba las fotos, unas en blanco y negro y otras en sepia, con una amplia sonrisa.

-Aún no me has dicho qué te parecen.

-¿Qué me van a parecer, Juan? Es tan emocionante…

-¡Cómo sois los artistas! ¿Estás llorando?- preguntó Juan con un asomo pícaro de sonrisa.

-Sólo emocionado. Estas imágenes me traen muy buenos recuerdos. Viendo esto… ¿te acuerdas de lo que nos recitaba Federico cuando no éramos más que unos críos?

-Sí, algo de la luna…

-La luna vino a la fragua / con su polisón de nardos –comenzó a recitar Álvaro – el niño la mira mira / el niño la está mirando.

-Y los gitanos… ¿y la canción que cantaba? Tengo una choza en el campo –cantó recordando con esfuerzo- el aire la vela, vela / el aire la está velando.

Estuvieron un rato en silencio, cada uno rememorando en su cabeza situaciones vividas o personas que aparecían en las fotos. Dejaron de ser dos en la estancia para pasar a ser ellos, las personas de las fotos, los recuerdos y la nostalgia.

-¡Éste eres tú! Vaya cabezón tenías, ¿eh?

-Pues anda que tus paletos… -replicó Álvaro.

Juan rio y añadió, cambiando a un tono de repentina seriedad que siempre les salía al hablar de su familia

-Hace poco estuve en casa de maman y encontré estas fotos, y dado que los artistas tenéis esa irritante melancolía…

Álvaro miró de reojo a su hermano fingiendo enfado, aunque sabía de sobra que Juan lo había hecho con todo su cariño.

En ese momento, el teléfono sonó produciendo un eco metálico en toda la casa. Juan esperó a que su hermano lo cogiera, pero se sorprendió al ver que no lo hacía.

-¿Por qué no lo coges?

-¿Eh? … ¡ah! Sí, nada… bueno, no te preocupes.

Juan arqueó una ceja.

-¿Álvaro?

-Ay, Juan, es que, verás…

El semblante de Juan se ensombreció.

-Álvaro, ¿en qué estás metido?

-¡No, no! Tranquilo, tan solo es Jacqueline.

-¡Ah, Jacqueline!

Ante aquellas palabras, se levantó a coger el teléfono. Álvaro, alarmado, lo siguió con la mano alzada para detenerlo, pero no llegó a tiempo.

-¿Si? –Contestó Juan acercándose el aparato a la oreja- ah, non, Jaqueline! C’est Juan, le frère d’Álvaro … oui, oui, très bien. Il fait du temps que je ne sais rien de toi … ah, bon? T’es à Madrid? ... mais bien sûr! On se verra ... n’importe quoi, Jaqueline, je ferai quelque chose pour te voir. Avec Álvaro? Bien sûr!

Álvaro le hacía señas para que colgara, pero Juan lo mandaba callar con la mano.

-Jacqueline, creo que voy a acabar destrozando tu idioma más de lo que ya he podido hacer con mi horrible acento español. ¡Claro que vamos a vernos! Y Álvaro también vendrá, por supuesto.

-¿Perdona?-Álvaro le susurraba y negaba efusivamente con el dedo-¡yo no voy a ninguna parte!

-Sí, seguro que él está encantado … ¿Que no te coge el teléfono? Venga ya, mujer. Ya sabes cómo es: se pasa el día entero con sus libros –su hermano enarcó una ceja con escepticismo- claro. Cenaremos en el Palace … ¡y tanto! … ¿Llevarás compañía para mí? Estupendo, el sábado, sí. … ¿Que qué día es? … sí, sí, diecinueve. ¿Volverás a Francia por navidad? … No, qué va, me quedo por aquí.

-¡¿Quieres dejar de darle conversación?! –Álvaro insistía.

-Bueno, Jacqueline, tengo que dejarte, que mi hermano se está poniendo pesado … no te preocupes … hasta el sábado, ma Belle. Je t’embrasse!

-¿Pero estás tonto?-preguntó Álvaro encogiéndose de hombros.

-¿Qué más te da? Si te lo vas a pasar bien. Además, una canita al aire nunca está de más.

-¡Pero qué canita ni qué canita!

-Álvaro-le puso una mano en el hombro- me has dejado claro que lo de la tal Helena no es nada, ¿no? –se quedó mirándolo unos segundos, en silencio, con los ojos entrecerrados y una media sonrisa en la cara- ¡algo tendrás que hacer!

-¿Pero qué más te da si no salgo con nadie?

-¡Pues que se te va a pasar el arroz! Además, otro día prepararé algo con un buen por de suecas… ¡pero esta vez es Jacqueline! Pasaríamos a buscarte sí o sí.

Álvaro comenzó a dar golpecitos en la mesa con un bolígrafo. Respiró hondo y los dejó caer.

-Vale, vale. ¡Pero sólo esta vez! Ya sabes que no quiero quedar con esa mujer, aunque os empeñéis en que nos veamos.

-Estupendo. Bueno, hermanito, me voy a ir marchando.

-¿Ya te vas?-se levantó.

-Sí. Aún tengo cosillas por hacer.

Los dos se abrazaron.

-Nos vemos dentro de poco… -dijo con resignación.

-¡Claro que sí! –le dio una palmada en la espalda- y anímate, hombre.

Ambos se despidieron en la puerta. Una vez cerrada, Álvaro se dirigió a su escritorio y sacó de su cartera el ejemplar del Tenorio que iba a regalarle a su alumna. Volvió a abrirlo y se quedó contemplando las palabras escasas que había escrito antes con esmerada caligrafía.

Había decidido darle el papel a Helena porque era la más indicada para ello. Si bien era cierto que nunca había actuado, su naturalidad y su maravillosa voz la hacían perfecta para ese personaje. Tratando de escribir una dedicatoria que pudiera resultar amable y cortés, no pudo evitar que le vinieran a la cabeza las imágenes de la joven sobre el escenario. Se había sorprendido enormemente ante aquella desconocida faceta suya. Ya había recordado esta imagen cuando escribía a mano el nombre de los actores que realizarían cada papel y lo colgaba en uno de los corchos del tercer piso, en el ala de los pares. Rememoraba también cómo los alumnos agolpados ante aquella hoja reían, celebraban que habían sido escogidos, se quejaban… aunque aún podía ver como si hubiesen pasado escasos minutos, era la reacción de su alumna. “¡Eh, que eres don Juan!”, le había informado Helena a Ángel con entusiasmo. “Vaya… yo… voy a ser doña Inés”, había seguido, aparentemente emocionada y hasta sorprendida. Ambos jóvenes se habían mirado un momento, sin saber qué hacer o cómo expresar su alegría, hasta que espontáneamente se abrazaron. ¡Delante de todos! Se habían abrazado delante de todos. Seguro que eran amigos, sólo eso. De esta forma Álvaro intentaba convencerse, aunque no sabía muy bien por qué.

Trató de quitar esa imagen de su cabeza y esa rara sensación para que, a cambio, se le viniera otra, la de aquella clase de principios de curso en la que ella misma, cuando todavía era una alumna anónima, había explicado con la claridad que podían haber empleado Chomsky, Bello o Rodolfo Lenz en sus primeros años la estructura argumental de cualquier verbo que aparecía en la casuística y que Álvaro había lanzado al aire como pregunta. Con la misma tierna sonrisa que le producía el recordar, cogió la pluma resuelto a escribir algo sincero.

jueves, 21 de abril de 2011

Capítulo XII

-¡Siguiente!
Volvió la vista hacia sus papeles para tachar, una vez más aquella tarde, otro nombre en la lista de los candidatos al papel de don Juan. Cuando dirigió la mirada al escenario, vio que lo ocupaba un chico de aspecto enclenque al que los nervios traicionaban.
-¿Su nombre?-preguntó el profesor.
-Pedro Montero.
-Señor Montero, adelante.
La boca del joven comenzó a moverse, pero ningún sonido salía de ella.
-Tranquilícese, puede hacerlo-el chico respiró hondo y apretó los puños, aún temblorosos- No, vos debéis empezar-le dio Álvaro pie recitando los versos anteriores.
-Co-como gustéis, igual es… eh… que nunca me hago espe-esperar. Pues, señor, desde… No… yo desde aquí…
-Está bien, señor Montero. Gracias por su participación.
El chico bajó del escenario, que enseguida fue ocupado de nuevo por un chico algo corpulento de pelo rizado.
-Jaime Roldán, señor.
-Muy bien, señor Roldán. “No, vos debéis empezar”.
-”Como gustéis, igual es, que nunca me hago esperar, pues, señor, yo desde aquí... desde aquí... -el chico alzó la mirada varias veces en un claro intento de recordar las palabras que tenía que decir, pero no pasó mucho tiempo hasta que bajó los hombros como signo de derrota-. Lo siento, señor, no recuerdo el texto.
Álvaro respiró hondo, notando que su paciencia se desvanecía.
-¡Hay que traer el texto aprendido, señores! ¿Quieres el libreto? Toma-se levantó y se acercó al escenario, tendiéndoselo.
-No... ya da igual, gracias-respondió el chico, rehuyendo la mirada de Álvaro mientras bajaba del escenario con las orejas encendidas.
Álvaro, que aún tenía el brazo extendido con el libreto en el aire, se volvió a su asiento, dejando el texto de mala manera en la silla de al lado, apretando los dientes con fuerza.
-¡Siguiente!
Un muchacho de unos veinticuatro años se levantó de las butacas. Era alto, esbelto y de rasgos bien proporcionados: nariz aguileña, sonrisa generosa, ojos claros y el cabello ligeramente más largo de lo habitual, castaño, brillante y con un ligero rizo en las puntas.
Los cuatro jóvenes que lo acompañaban lo vitorearon y éste, recibiendo las alabanzas, les animó gesticulando exageradamente con los brazos para que continuaran.
-¿Va a salir ya o tenemos que esperar mucho más a que su ego siga creciendo?-inquirió Álvaro con una voz que sonó más mordaz de que lo que había pretendido.
El grupo, cortado ante aquellas tajantes palabras, cesó los vítores de golpe. El chico dudó unos segundos, pero enseguida se repuso, volviendo a mostrar una actitud prepotente.
-¿Cómo se llama?
-Pablo Fernández-respondió el chico proyectando la voz con ayuda de su presuntuosidad.
-Está bien, señor Fernández. Proceda.
Álvaro se recostó en su asiento y se cruzó de brazos. Bajo aquel semblante serio y la mirada crítica ante aquel esperpento, las ideas pasaban a toda velocidad por su cabeza. Este chico tiene cualidades para ser don Juan... pero no tiene su seguridad, pensaba. Para seguridad... para seguridad la de Ángel, ayer, en la cafetería. ¡Y parecía tímido! Pero, en realidad, ¿a ti qué más te da? Tanto trabajo va a acabar contigo. Y ahora vas y te metes en la obra. Siempre igual.
Miró un momento de reojo y vio a Ángel, mirándolo y apartando la vista cuando lo vio. ¿Y éste, ahora? Será todo un halago, sí... pero detrás de mí durante tanto tiempo, a casi todas horas, por los pasillos, en la biblioteca...
Cuando volvió a la realidad, oyó cómo el chico, al igual que los anteriores, titubeaba y trataba de encontrar el texto.
-... Fijé, entre... entre hostil, sí, y amatorio este cartel.... digo, en mi puerta este cartel...
-¡Aquí está don Juan Tenorio para quien quiera algo de él!-terminó Álvaro, gritando, creando el silencio en el Paraninfo, solamente roto por el eco.
Helena, que entraba en ese momento, se extrañó al ver así a su profesor, al que consideraba el paradigma de la paciencia. Entre las butacas, vio que alguien la saludada con la mano. Correspondió con una sonrisa y se acercó adonde estaba Ángel.
-¿Qué ha pasado?- preguntó la chica.
-Creo que ha perdido la paciencia. Normal, no has visto qué gente hay...
-Vaya, pobre. Supongo que significará mucho para él, siendo su versión.
Enfrascados en la conversación, no se percataron de cómo Álvaro se había girado y los había observado durante unos segundos.
-Te importa mucho cómo esté, ¿no?-inquirió Ángel.
-Simplemente aprecio su trabajo. Ha debido de pasar mucho tiempo preparándolo.
Ángel pareció querer decir algo más, pero tan solo apretó los labios y le dirigió una breve sonrisa a Helena antes de volver a prestarle atención a las audiciones. Álvaro, que se había quedado callado durante unos instantes mirando un punto inconcreto de su mano tan solo por no mirarlos a ellos, desfrunció el ceño, borró su mirada amarga y, tras un suspiro, tomó la lista de los candidatos mientras Pablo Fernández bajaba del escenario visiblemente avergonzado.
-Chicos... Tenéis que traer el papel preparado-dijo dirigiéndose al Paraninfo- Es algo serio, no podéis llegar aquí e improvisar... Veamos-murmuró para sí-. El siguiente es...-cuando vio el nombre, se quedó helado y su lengua se negó a pronunciarlo. Alzó la mirada y vio a aquella especie de discípulo suyo, levantándose de su butaca, dejándole a Helena su carpeta, quien la recibió con una sonrisa-: Ángel Hurtado.
-Sí, señor-dijo el joven con alegría, subiendo al escenario como si aquello fuese lo más natural para él.
-Pero...
-¿Ocurre algo, don Álvaro?-preguntó Ángel.
-¿Cuándo has incluido tu nombre?
-Antes de darle la lista.
-Pero... ¿pero desde cuándo te gusta actuar?
-Desde siempre, señor. Pertenecía a un grupo de teatro en mi universidad. Hice de don Juan en A secreto agravio, secreta venganza. De don Álvaro en Don Álvaro o la fuerza del sino. De...
-Vale, vale-lo cortó Álvaro, sintiéndose irritado de manera inexplicable-. Tienes experiencia. Bien... Adelante-acabó sentándose en su asiento y cruzándose de brazos con una expresión que se volvía más adusta por momentos. Por el rabillo del ojo vio cómo Helena le dedicaba un gesto de ánimo a Ángel. A mí no me trata con tanta confianza, pensó, ¿por qué a este sí? ¡Por dios, Álvaro! ¡Es tu alumna! Si te tratase como a un compañero, te molestaría, ¿no?
Sus pensamientos acabaron con una vaga incertidumbre, pero no pudo meditar sobre ello durante mucho tiempo, ya que el chico tímido al que estaba acostumbrado a ver, se había desvanecido entre palabras gallardas, allí, sobre el escenario, y su voz, a veces aguda, otras demasiado grave, ahora se proyectaba a la perfección por el Paraninfo, suave pero firme, aterciopelada pero fuerte. En fin... la voz de todo un caballero.
Álvaro asistió maravillado a aquella representación, repitiendo para sí de manera inconsciente los versos que en boca de Ángel hacían que don Juan cobrase vida.
-Por dondequiera que fui / la razón atropellé, / la virtud escarnecí, / a la justicia burlé, / y a las mujeres vendí-decía Ángel con una voz cargada de grandeza, potencia y un atractivo deje socarrón-. Yo a las cabañas bajé, / a los palacios subí, / yo los claustros escalé / y en todas partes dejé / memoria amarga de mí.
¿Era posible que aquel hombre aniñado, inseguro, tímido hasta el extremo, pudiese estar interpretando a don Juan de manera tan convincente? ¡Don Juan! Ni más ni menos que un burlador, asesino y conquistador.
Ángel ya estaba acabando el monólogo y no se había trabado ni una sola vez. Se sabía el papel a la perfección.
-A esto don Juan se arrojó, / y lo que él aquí escribió / está mantenido por él.
El Paraninfo se llenó de un silencio vacío, pesado, casi doloroso cuando Ángel terminó. Después prorrumpió en entusiastas aplausos por parte de los buenos perdedores y aquellos que no optaban al papel de don Juan. Estaba claro, todo el mundo lo sabía: Ángel era el candidato idóneo para hacer de don Juan. Sin embargo, el orgullo de Álvaro se resistía fieramente a dejar en sus manos al protagonista de la obra.
-Bueno, bueno-dijo levantándose y alzando las manos para cesar el aplauso-. Veo que te sabes bien el papel.
-Sí, señor. Me gusta mucho el Tenorio.
-Ya... Mas se acercan. ¿Quién va allá?
Ángel se quedó callado un momento, sorprendido por la prueba que le ponía, pero después esbozó una media sonrisa que le hizo adoptar un gesto más propio de don Juan que de él.
-Quien va-respondió con seguridad.
-De quien va así, ¿qué se infiere?
-Que quiere.
-¿Ver si la lengua le arranco?
-El paso franco.
-Guardado está.
-¿Y soy yo manco?
-Pidiéraislo en cortesía-esta frase la pronunció Álvaro con un disgusto que pareció trascender del papel.
-¿Y a quién?
-A don Luis Mejía.
-Quien va quiere el paso franco.
Álvaro frunció el entrecejo. No necesitaba más. Era obvio que Ángel había estudiado el papel con detenimiento. Y no sabía por qué, el que el chico no fallara ni una sola frase le desagradaba.
-¿Alguna vez has hecho el papel?
-No, hice de Mejía, pero me aprendí también el papel de don Juan. Pensé en presentarme al papel de don Luis, pero creí que era bueno cambiar.
El profesor asintió y bajó la mirada al papel, casi con disgusto. Ángel volvió a su asiento y Álvaro aprovechó para masajearse las sienes. Aquella tarde estaba siendo insospechadamente dura. Así que Ángel sabía actuar... Era toda una caja de sorpresas aquel chico. Una incómoda y enervante caja de sorpresas, pensó Álvaro mientras miraba discretamente hacia el asiento de su ayudante y veía cómo Helena lo felicitaba de manera entusiasta.
Estaba siendo injusto con el chico. Era muy servicial y lo había ayudado muchísimo en las dos últimas semanas, primero con sus investigaciones y luego con el trabajo de la obra. Hacía varios días, incluso, se había ofrecido a ayudarle a ordenar su despacho, ayuda que Álvaro no desechó, teniendo en cuenta la enorme cantidad de papeles que tenía desordenados sobre la mesa porque no le cabían en ningún otro sitio.
Debería sentirse aliviado porque un actor como Ángel se fuese a ocupar de su protagonista. Con Ángel haciendo de don Juan, don Pedro Grandes, profesor de literatura en la Complutense y un gran colega suyo, haciendo de comendador, y quizás metiendo en cintura a Pablo Fernández y dándole el papel de Mejía... solo le faltaba una doña Inés competente para salvar su obra.
Pero esa era otra... doña Inés. Era el último papel por dar, y el más complicado, sin duda. No porque la actriz en cuestión tuviese un texto más largo o más difícil de memorizar, ni porque el papel requiriese de unas dotes interpretativas mayores, no. Era tan solo que la actriz que hiciese de doña Inés, además de actuar, había de saber cantar.
Se le había ocurrido la idea de eliminar el primer soliloquio de Inés y representarlo por medio de una canción que ésta le cantaría a una paloma que tendría encerrada en una bella jaula, en su habitación. Para Álvaro, la música estaba a la par que la literatura en lo que a artes se refiere. A veces, incluso, se sorprendía pensando que la primera era muy superior a la otra. Si no había consagrado su vida a la música, era por el sencillo motivo de que pensaba que la música no lo había elegido a él. Siempre decía que la vida le había dado manos torpes y un oído no del todo ágil, así que, como mucho, podía llamarse pianista impostor. Aun así, disfrutaba sobremanera gastando sus tardes frente a las teclas de su viejo y poderoso instrumento, rememorando viejas melodías y armonías, y viendo nacer otras nuevas.
Por aquel sentimiento de amor desmedido hacia la música, había decidido Álvaro incluir aquella canción en su obra. Había querido crear una doña Inés bella, mucho más bella que la de Zorrilla. Una doña Inés que fuese algo tan cercano a un ángel que el espectador se enamorase de ella nada más verla y oírla. Y si para él la música era tanto, la pulsión que lograba que su cuerpo anhelase la vida, los instrumentos constituían entonces los objetos materiales más bellos y necesarios de este mundo. Por lo tanto, ¿qué mujer podría haber más hermosa que la que es un instrumento en sí?
Al cabo de estas vacilaciones, se dio cuenta de que había pasado un tiempo considerable desde que Ángel había bajado del escenario, así que, tras un breve masaje de sienes más, tomó la lista que su ayudante le había pasado antes de las candidatas al papel de doña Inés y le echó un vistazo sin leerlo. Se sorprendió al ver tanto nombre apuntado, y a pesar de que tardarían una eternidad en acabar, se animó, pues tendría más posibilidades de encontrar a su Inés.
-Ana Martín-llamó.
Una chica mona y desenvuelta se subió al escenario de una manera que dejó claro que ya lo había hecho otras veces. Saludó con una graciosa genuflexión, en imitación a las formas que habían de representarse en la época del marco de la obra. Álvaro sonrió y dijo:
-Adelante.
El semblante de la chica cambió de inmediato. Se tornó triste y casi pareció adquirir un color desvaído.
-Ya se fue. / No sé qué tengo, ¡ay de mí!, / que en tumultuoso tropel / mil encontradas ideas / me combaten a la vez.
Su voz comenzó en un susurro tan bien proyectado que se oyó hasta la última fila. No equivocó ni una sola vez el texto del soliloquio, y lo cierto es que estuvo brillante. Sin embargo, Álvaro no pudo cantar victoria tan pronto, ya que, tras acabar el recital, Álvaro le pidió que cantase algo y así descubrió que su oído era duro como una piedra.
Una pena, una auténtica pena, pero si no encontraba a una doña Inés mejor, con todo el pesar de su alma, recortaría la canción y le daría el papel a aquella chica.
-¡Siguiente!
Las aspirantes a doña Inés se fueron sucediendo, pero ninguna era capaz de superar el listón que había puesto la primera. O actuaban bien pero cantaban mal, o actuaban mal pero cantaban bien, o hacían las dos cosas de manera pasable o no sabían hacer nada.
Al final, Álvaro tenía claro que tendría que eliminar la canción. Le desagradaba la idea, pero si lo hacía, sus preocupaciones respecto a los papeles se acabarían, ya que tenía todos los papeles femeninos adjudicados.
La penúltima chica no lo había hecho mal, aunque no tenía una voz bonita. Bajó del escenario mientras Álvaro pensaba que le daría el papel de Lucía. Tomó la hoja una vez más y buscó el último nombre, deseoso de acabar ya con todo aquello.
Si cuando había visto el nombre de su ayudante se había sorprendido, en ese momento se sumió en una especie de parálisis mental. Se volvió lentamente, ya que sintió aquel par de ojos marrones, enormes, clavados en su espalda, y así era. Ambos se quedaron callados, mirándose fijamente, y no supo si era un efecto de la escasa luz del paraninfo sumado a la distancia, pero hubiese jurado que las mejillas de la chica se coloreaban.
-María Helena-dijo Álvaro-. Es usted la última.
La chica se levantó y dejó su bolso al cuidado de Ángel. Éste le acarició la mano para infundirle ánimos de una forma que, según Álvaro, daba lugar a malas interpretaciones. Observó cómo la joven bajaba las escaleras cabizbaja, sin mirar a ninguna de las personas que ahora estaban pendientes de ella. Sin embargo, al pasar al lado de Álvaro, éste la llamó con un susurro.
-¿Desde cuándo sabe lo de la obra?-inquirió.
-Desde ayer-respondió su alumna-. Me lo dijo Ángel, y pensé que estaría bien participar-dijo como excusándose.
Álvaro seguía perplejo, pero le indicó que subiese al escenario. Una vez lo hubo hecho, la chica miró a uno y otro lados y carraspeó débilmente, aunque pareció reprenderse mentalmente por ello, lo que hizo que Álvaro sonriese interiormente, aunque no supo con seguridad si su alumna se amonestaba por haber hecho algo malo para la voz o por algún otro motivo.
-Adelante-le dijo con una voz inconscientemente más cálida que la que había empleado con el resto de los participantes.
Helena asintió, respiró profundamente, movió ligeramente los hombros y comenzó a recitar. Álvaro se dio cuenta a la perfección de que aquella era la primera vez que Helena subía a un escenario, ya que comenzó su recitación de manera nerviosa e insegura, y en algunas ocasiones no entonaba el texto como debía. Álvaro fue imaginando cómo se vería Helena vestida con un hábito de novicia, y aquello, unido al pequeño deje de inseguridad, hizo que su alumna se le representase como el mayor ejemplo de dulzura. No supo cómo, pero en un determinado momento de la recitación, Álvaro sintió que Helena no había conseguido convertirse en Inés, como el resto de candidatas, sino que había hecho que Inés se convirtiese en ella, lo que de pronto se le presentó como una posibilidad muy interesante.
-Y hoy la echo de menos... acaso / porque la voy a perder-recitaba Helena. En ese momento miró a Álvaro, quien la observaba fijamente, sin perderse detalle de sus gestos y palabras. Éste no pudo evitar acompañar con el movimiento de sus labios las palabras que dijo ella a continuación-: que en profesando es preciso / renunciar a cuanto amé...
Helena se quedó callada, y Álvaro sintió cómo el momento se suspendía durante instantes... durante eternidades. Pero la chica desvió la mirada, rompiendo aquel extraño momento y acabó el soliloquio en tres versos más.
Álvaro respiró hondo mientras Helena volvía a recuperar su expresión habitual, aunque parecía incapaz de desprenderse de aquel halo de ángel o, al menos, eso le pareció a él. Tragó saliva y tosió levemente, aunque solo para ganar tiempo.
-Muy bien-dijo con voz débil- ¿Podría cantar ahora?
Helena asintió lentamente con al cabeza, cerró los ojos durante un instante y cogió aire profundamente un par de veces. Después se vació al completo y tomó solo el que le hacía falta. A estos breves preparativos asistió Álvaro lleno de curiosidad. Jamás habría pensado que algún día oiría cantar a su alumna. Si bien es cierto que se había fijado en que tenía una voz dulce, ni demasiado grave ni demasiado aguda. Entonces, tras escasos segundos, Helena comenzó a cantar.
Fue algo que Álvaro no había esperado. Recordó a su alumna, analizando frases como una profesional con soltura, cuando estaban en clase, y no pudo encontrarla en la joven que estaba sobre el escenario. La vio bella, poderosa y, a la vez, frágil, como su voz. No pudo entender cómo algo así había pasado desapercibido ante sus ojos durante tanto tiempo. Ella era... era Inés, se dijo. Estaba tan sumamente sorprendido y extasiado porque había encontrado a la persona para la que había escrito el papel, sí.
Había encontrado a su Inés.

domingo, 10 de abril de 2011

Capítulo XI

Las navidades se acercaban y, aunque en su casa se respiraba un marcado ambiente festivo, ella se sentía cada vez más agobiada. No sabía por qué, pero repentinamente le parecía que los profesores impartían demasiado contenido en cada clase y que mandaban ejercicios en exceso. En literatura, el profesor les mandaba leer cada día libros más extensos en menos tiempo, y aunque Helena había dejado a un lado la lectura crítica para dar paso al devorar insensato de cientos y cientos de páginas, no podía abarcar con tanto. Era incapaz de comprender cómo sus compañeros podían seguir tranquilos, como Victoria, que hacía dos semanas que no abría un libro.
Si bien ella misma ya se exigía demasiado a la hora de estudiar, los comentarios que escuchaba continuamente en la universidad y en su casa no hacían sino desbordarla. “Helena, por favor, deja los libros un rato y sal conmigo a dar una vuelta”, “¿no crees que estudias demasiado? Si vas a aprobar de todas formas…”, “Helena, un manual no es la extensión de tu cuerpo, ¿por qué no lo dejas un rato?”, “¿No crees que te estás obsesionando?” No había día que no se librara de aquellas sentencias por cortesía de su amiga Victoria. Por otro lado, lo que más hacía que colapsara, se enfadara por el bloqueo y, por ello, volviera a colapsar, eran los comentarios caseros:
-Helena, hija, no sé qué es lo que tienes que hacer tanto. Si, total, tienes todas las navidades.
Y, efectivamente, tenía las navidades. Pero las tenía para amargarse, no para estudiar. Ya lo estaba viendo. Siempre fue así, estudiara lo que estudiase, y la universidad no iba a ser menos. “Helenita, tráeme las granadas”, “Helena, los pimientos”, “Helenita, baja a comprar musgo para el Belén”, “¿Por qué no estás ayudando a Anita a colocar el Nacimiento?”, “¡María Helena! ¡Déjate de tanto estudio y tanta tontería, que van a venir los invitados!”. Y así se resumían sus días de vacaciones, de la mañana a la noche... Odiaba tener que ir a comprar los regalos aquellas tardes que se hacían eternas a causa de la indecisión de su madre, soportando frases como “¿no es muy atrevido? Casi se le ve la rodilla”, ¿por qué no te pruebas esto? ¿Y eso otro?”, “con ese estarías guapísima para la próxima vez que quedaras con Ernesto”, “María Helena, por dios, quita esa cara, que parece que te están matando”. Si su amiga Victoria le pedía que la acompañara, muy a su pesar no podía negarse. A Victoria le gustaba tanto ir de compras como a Helena leer, por lo que sabía que, si quedaba con su amiga, perdería toda la tarde. A pesar de todo aquello, lo peor sin duda era tener que ir a los ritos religiosos propios de las fechas. Además, como siempre, a la salida de la iglesia tenía que soportar los comentarios de las señoras mayores que se acercaban a charlar con sus padres. ¿Y los villancicos? Eso era superior a ella. “¡Pues que beban los peces en el río, a ver si se ahogan este año!”, pensaba estando ya saturada de tanto espíritu navideño.
Quizá era por su madre. Era una fanática de toda fiesta que conllevase reuniones familiares. Ya fuesen cumpleaños, funerales o santos, todo lo aprovechaba la buena señora para desempolvar su viejo y enorme puchero y cocinar unas gachas que hubieran resucitado a un muerto. ¡Sí! Porque Remedios no era una de esas señoras de hoy en día que se pasaban el día en la peluquería, cotilleando sobre las nuevas minifaldas que venían de París. ¡No! Remedios era una mujer de las de antes. ¡Mujer! Y con todas las letras: buena madre, fiel esposa e infatigable ama de casa, ¡ea! Que tal y como estaban los tiempos, había que demostrarle a las generaciones venideras que un hogar solo se levantaba bajo la firme mano del padre y el amor desmedido de la madre.
El caso era, que las navidades eran un duro trago para Helena, desde siempre. Bueno, al menos desde que los regalos que le hacían le dejaron de hacer ilusión. ¿Para qué quería ella tanta ropa? Le gustaba ir bien vestida, sí, era algo que su madre había logrado inculcarle. Pero el hecho de tener que dejar siete pares de zapatos debajo de la cama porque en el armario ya no cabía ni un clavel, le parecía excesivo. ¿Por qué no le regalaban libros? Ella era feliz con el olor del papel recién impreso, con los lomos duros que necesitaban ser domados con el paso del tiempo. Incluso un libro ajado, viejo, pero lleno de historia, le hubiese resultado el regalo más magnífico. Sin embargo, parecía ser que un libro no era lo suficientemente digno como para ser regalado el día de Reyes.
Y además de los regalos, la familia... En navidades, Teresa y el estúpido de su maridito iban a comer todos los días a casa de los padres de Helena. Después se quedaban allí toda la tarde y, por supuesto, también cenaban con ellos. Metían un barullo insoportable, o eso era lo que le parecía a Helena. No sabía por qué, pero el tonito de rata que se gastaba José María se hacía más chillón después de las comidas. Quizá fuese por los Riojas.
Aquellas navidades, además, se presentaban especialmente desagradables. Había un factor con el que no había contado: los Ramos. ¿En qué hora había accedido ella a acompañar a Victoria en su cita con Marcial? Ahora, los tíos de Ernesto y sus propios padres parecían locos por emparejarla con tan abominable ser. ¿Es que no se daban cuenta de que no lo soportaba? Cierto era que trataba de no ser descortés delante de todo el mundo, pero las miradas que le dirigía a Ernesto no pecaban, precisamente, de calidez. Aunque el muy gañán no colaboraba y, a pesar de que cuando estaban a solas Helena no se molestaba por ocultar su profunda aversión, Ernesto la trataba con unas confianzas desmedidas.
En todo esto estaba meditando Helena, frente a unos apuntes del Cid, cuando una sombra tapó la luz que provenía de las lámparas de la biblioteca. Alzó la mirada pensando inconscientemente que se encontraría a Álvaro, mirándola con una sonrisa enorme, sincera, y que haría desaparecer todas sus preocupaciones, por lo que sintió una ligera decepción al encontrarse con aquel chico alto, espigado, con pantalones de pana y camisa, esta vez, de rayas.
-Oh... Hola-murmuró la chica, sorprendida.
El joven abrió la boca y trató de decir algo, pero las palabras parecieron trabársele en el último momento. Helena dirigió una discreta mirada a sus manos justo en el momento en el que se las metía dentro de los bolsillos del pantalón marrón con gesto nervioso.
-Buenas tardes, María Helena-consiguió articular.
-Buenas tardes, Ángel-correspondió Helena al educado saludo tras recordar, no sin un pequeño esfuerzo, el nombre de su interlocutor.
Aunque al principio se había sentido decepcionada porque no hubiese sido su profesor quien estuviese estado esperando allí, de pie, en esos momentos sentía una ligera curiosidad ante aquella extraña figura.
Ángel volvió a abrir la boca, aunque pareció volver a arrepentirse. Lo cierto era que a Helena todo aquel vaivén de de labios le hacía imaginarse a un besugo tratando de chapotear en la arena de la playa. Al final, el chico pareció fijarse en los apuntes de Helena y, con evidente alivio, explotó esa salida.
-Vaya... Veo que te gusta la navidad.
-¿Cómo?-preguntó Helena sumamente desconcertada.
Volvió la mirada hacia la mesa y se sorprendió al encontrarse un Belén dibujado en una hoja en sucio. Lo tachó rápidamente con dos furiosos trazos de su pluma y murmuró:
-Ah... No, en absoluto.
Esta reacción pareció acabar con todos los recursos que Ángel había elaborado para entablar conversación, así que se quedó allí plantado, sin saber qué decir, con las manos en los bolsillos y el cuello de la camisa descolocado.
-Bueno... ¿qué tal va el trabajo de investigación?-inquirió Helena con cortesía.
-Viento en popa-respondió Ángel, al parecer contento porque fuese la propia Helena quien iniciase la conversación-. Don Álvaro estuvo el otro día desembalando viejas tesis de él y alguno de sus colegas, y me presentó a los bibliotecarios. Así que ahora puedo acceder a la mayor parte de los libros en poco tiempo.
-Me alegro-sonrió Helena.
-Don Álvaro es muy amable, y muy sabio-continuó Ángel-. Debe de ser toda una suerte asistir a sus clases.
-Suerte es poco. Es un honor-replicó Helena con vehemencia. Después sintió cómo las orejas comenzaban a arderle ante la perpleja mirada de Ángel-. Es un magnífico profesor, ya sabe...-acabó como queriéndose disculpar.
Ángel sonrió tímidamente.
-Sí, al menos eso parece. ¿Puedo sentarme aquí contigo?
-Por supuesto.
Helena apartó sus libros y las mil hojas de papel que había desperdigado en la mesa, para hacerle un hueco a Ángel. Este se sentó a su lado y, ocupando un espacio mínimo, abrió un pesado libro y comenzó a leer tras dirigirle una breve y azorada sonrisa a Helena.
Ambos estuvieron así, callados, estudiando cada uno lo suyo durante al menos tres horas. Al final, Helena arrojó un par de hojas sobre la mesa, se recostó en su respaldo, se llevó las manos a los ojos y suspiró con un cansancio extremo. Para Ángel, estos gestos no pasaron desapercibidos, y se volvió hacia Helena con mirada amable.
-¿Estás cansada?
-Muchísimo-murmuró la chica con agotamiento.
-Vaya... Veo que os mandan mucho trabajo-comentó Ángel observando el grueso taco de folios que componían los apuntes de literatura de Helena.
-Sí... Bueno, o quizás soy yo, que he estado añadiendo cosas de diversos manuales...
Ángel pareció sorprendido.
-¿En serio?
-Sí... ¿es muy raro?
-No... Simplemente, yo era uno de los pocos que lo hacían.
Helena lo evaluó con la mirada, pues no sabía muy bien si se estaba riendo de ella.
-¿Tú también completabas tus apuntes?
-¡Claro! No mucha gente lo hacía. Se conformaban con lo que nos decía el profesor en clase o, como mucho, se compraban el manual que recomendaba. Pero nunca investigaban y corroboraban que lo que decía uno venía en otro...
-¿Es que cómo vamos a aprender si no?
-Exacto. El deber del estudiante es el de investigar y profundizar por su cuenta en el temario que se le da en clase, ¿no crees?
-¡Claro! Los conocimientos que un profesor es capaz de abarcar en clase son insuficientes. Creo que jamás dejaré de estudiar...
Ángel sonrió, por primera vez con completa sinceridad y tranquilidad.
-No, no lo harás. Te lo aseguro-miró su reloj al darse cuenta de que comenzaba a anochecer y después se volvió de nuevo hacia Helena-. Oye, ¿te apetece que vayamos a tomar algo a la cafetería?
-¿Tú y yo?-inquirió Helena con enorme sorpresa.
-Eh... Sí-asintió Ángel, cohibido ante la evidente extrañeza de Helena-. Has estudiado mucho esta tarde. Deberías tomarte un descanso... un café. Y charlar con alguien que pueda entenderte-terminó con una sonrisa que no le salió del todo bien por la turbación.
Helena lo miró durante unos instantes, perpleja, mientras meditaba la propuesta. Aquel chico le parecía sumamente raro. Era tan vergonzoso... y, sin embargo, le había propuesto ir a tomar un café. Una curiosa contradicción que despertó en la chica una sana curiosidad. Al final sonrió y dijo:
-Está bien. Iré a tomar un café contigo.
Bajaron hasta la cafetería charlando animadamente sobre literatura. Ángel hablaba sin parar, evidentemente alentado por que Helena no hubiese rechazado su invitación. Una vez allí tomaron asiento en una apartada mesa y pidieron ambos un café bien caliente.
Ángel le contó que estudió Filología Hispánica en la universidad de Salamanca y que se licenció cum laude varios años atrás. Desde entonces, había estado impartiendo clases de lengua en colegios privados hasta que había decidido comenzar el doctorado, por lo que había venido a la Universidad Complutense, ya que su doctorado versaba sobre varios temas que había tratado Álvaro en sus trabajos de investigación.
-Vaya... Tienes una carrera impecable.
-Bueno... No tanto... Ojalá no hubiese perdido el tiempo dando clases en colegios privados. Si lo hubiese empezado nada más acabar la carrera, ya tendría mi doctorado.
-Pero siempre es experiencia.
-Sí, sí... Eso no me lo quita nadie.
Los minutos se pasaron tan rápido como Helena solo había conocido en compañía de Álvaro. Aquel joven tenía un raro magnetismo que en un principio podía repeler pero que, tras algo de trato, acababa atrayendo con fuerza. Era inteligente y sabía infinidad de cosas de diversos temas, ya estuviesen hablando de literatura, de historia, de filosofía o incluso de ciencia. Además, cuando cogía algo de confianza, sus ademanes torpes y excesivamente vergonzosos iban desapareciendo, dejando paso a un chico de mirada clara, segura y magnética. En un momento de la conversación, Helena se sorprendió pensando que tal vez aquel era la clase de chico que su madre querría para ella. Estuvo a punto de abrir los ojos con desmesura, pero se contuvo, y trató de apartar aquellos pensamientos incoherentes de su cabeza y retomar el hilo de lo que el joven estaba contando.
-Oye, María Helena, don Álvaro y tú os lleváis muy bien, ¿no?
-Bueno, Ángel… tenemos una buena relación de profesor y alumna. Además, esa impresión tuya es solo porque me intereso por su asignatura.
-No lo pongo en duda-concedió Ángel, aunque no pareció rendirse-. Sin embargo, don Álvaro no se lleva igual de bien con todos sus alumnos como contigo. Tú eres... como una especie de alumna predilecta.
-No diría tanto-murmuró Helena con un contradictorio sentimiento de ilusión e incomodidad.
-¿Cómo que no? Os veo muchas veces hablando en la biblioteca, comentando libros. Muchísimas.
-Tampoco estamos tanto en la biblioteca...
-Casi todas las tardes.
Helena frunció el entrecejo y bajó la mirada hacia su café, sintiendo una profunda desazón. No sabía por qué, pero que alguien supiese cuánto conversaban Álvaro y ella, hacía que se sintiese inquieta. A veces tenía la sensación -aunque le parecía estúpida- de que aquellas largas tardes en la biblioteca con su profesor no eran lo correcto.
Ángel pareció notar la incomodidad de Helena, así que se apresuró por arreglarlo.
-Sin duda, si yo fuese tu profesor, también serías mi favorita. Y lo que me extraña es que no lo seas de todos tus profesores. Eres muy madura y te interesas realmente por la filología. Esto es tu vida.
Helena alzó la cabeza y miró a Ángel con sorpresa ante sus palabras, recordando, sobre todo, la última frase. Su vida... Sí, estaba segura de que aquel era su lugar.
Sonrió sin saber muy bien qué decir.
-Ángel... No hagas que me sonroje, anda. Además, ¡yo no soy una cum laude como tú!
Ángel rio.
-Algún día lo serás, lo sé.
En ese momento, el joven miró hacia algún punto detrás de Helena y alzó una mano, como para llamar a alguien, pero se detuvo a medio camino. La chica se volvió y vio la espalda de Álvaro, con la bufanda colgando despreocupadamente sobre sus hombros, desapareciendo por la puerta de la cafetería.
-Vaya...-murmuró Ángel-. No me ha visto.
-Oh...
Helena no despegó la mirada de la figura de Álvaro hasta que la última punta de su bufanda quedó oculta tras la pared, y luego una pesada losa se instaló en su pecho. Lo estaba pasando bien con Ángel, pero no sabía por qué, necesitaba conversar con su profesor. Tenía una manera de hablarla que la tranquilizaba.
-Pobre-oyó que decía Ángel. Se volvió hacia él-. Últimamente trabaja en exceso.
-Sí... Lo cierto es que se le nota cansado. En clase, digo-se apresuró a añadir Helena.
-Lo cierto es que lo que ha hecho, merece una ovación.
-¿Qué ha hecho?-preguntó la chica con una repentina e impetuosa curiosidad.
-Ha hecho una versión del Tenorio en menos de cuatro días y ha movido la creación de un nuevo grupo de teatro que él mismo dirigirá.
Helena se quedó boquiabierta.
-¿¡En serio!?
-Sí, sí.
-¿Un grupo de teatro? ¿Aquí, en la facultad?
-Sí. Su idea es representar clásicos versionados por él mismo. He leído algunas páginas del manuscrito, y puedo decirte que es muy bueno.
-Vaya...
-Ahora está algo irritable porque las audiciones para los papeles son mañana.
-¿Todavía no tiene actores?
-No... A mí me gustaría presentarme para hacer de don Juan. Siempre me pareció un personaje magnífico.
La sorpresa de Helena aumentó.
-¿Vas a actuar?
Ángel sonrió modestamente.
-Sí. En Salamanca pertenecía a un grupo de teatro y... bueno... Siempre hacía el papel protagonista.
-Vaya... De qué cosas se entera una-rio Helena, casi sin poder creer que aquel tímido chico fuese capaz de ponerse ante un público para representar una obra.
-¿Sabes? El gran problema a la hora de elegir a los actores va a ser doña Inés.
-¿Doña Inés? Pues, precisamente, no es un personaje muy complicado.
-¿Tú crees?
-No podría ser más plano.
-Sí... Tienes razón. El problema es que Álvaro ha incluido una pieza musical que él mismo ha compuesto, y la tiene que cantar la actriz que haga de doña Inés. Así que hay que buscar chicas jóvenes, que actúen bien y que encima sepan cantar.
-Vaya...-murmuró Helena- Sí, lo cierto es que va a ser complicado.
Ángel comenzó a hablarle de los pormenores de la obra y de los problemas que habían tenido para conseguir que les dejasen usar el Paraninfo para los ensayos. También le contó que Álvaro lo había nombrado su ayudante. Sin embargo, Helena ya no le prestaba toda su atención, puesto que una vaga idea comenzaba a tomar forma en su mente.

martes, 5 de abril de 2011

Capítulo X

Helena salió a la débil luz de la mañana invernal tras poco más de media hora de viaje en las profundidades madrileñas. A su lado, varios grupos de estudiantes, algunos más alegres que otros, tomaban el camino hacia su facultad. Iba leyendo, absorta, Fortunata y Jacinta. No podía comprender cómo había gente que no había abierto más libro en su vida que uno de recetas de cocina. Ella, a pesar de ir caminando por la calle, había sido incapaz de apartar la mirada de las ajadas páginas de su libro, y casi podía notar el sonido de las monedas cayendo en bandejas metálicas al son de unos agudos cánticos de niñas diciendo: “¡Un cuartito para la Cruz de Mayo!”. Tan embebida estaba en la historia de Barbarita, que llegó a su facultad, subió las escaleras de piedra y entró al recibidor como una verdadera autómata, todo ello sin despegar la ávida mirada lectora de su libro. Se sabía los pasos de memoria. Un, dos, tres, cuatro, cinco hacia el frente. Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis hacia la derecha y... no había contado con que alguien estaría esperándola, por lo que se chocó contra un torso y el pesado volumen se le cayó al suelo. -Oh, discul... ah, eres tú -dijo al levantar la vista y ver que era Ernesto quien obstaculizaba su camino. -Hola, Helena. Yo también me alegro de verte. Helena refunfuñó y se agachó para recoger el libro, pero el joven se adelantó a ella y, con ademanes caballerescos que nada hubiesen tenido que envidiar a los de Amadís, recogió el libro del suelo. La chica lo tomó de las serviles manos de Ernesto y carraspeó con desagrado. -Ya... bueno-murmuró-, tengo algo de prisa. Ya nos vemos. ¡Hasta luego!-acabó con una entusiasta despedida cargada de sarcasmo que no dejaba lugar a más conversación. -No, no, espera, no tan rápido. Venía a hablar contigo. -¿Si? -dijo sin hacerle caso, haciendo ademán de irse, pero Ernesto la cogió del brazo. -Te estoy diciendo que tengo que hablar contigo-dijo con un semblante repentinamente serio. -Y yo te digo que tengo prisa-intentó desasirse, pero el chico no le dejó. -Creo que me debes una disculpa. -¿Una qué...? -Ya lo has oído. Debes disculparte por lo del otro día. -¿Qué del otro día? -¡Deja de hacerte la idiota! ¡Sabes perfectamente que me refiero a lo del vaso de agua! -Ah, eso. Ya, bueno, yo creo que no te debo nada. -Eres tú muy lista, ¿no crees? Helena le sonrió de forma cínica. Tan solo le faltó sacarle la lengua y estirarse el párpado inferior de un ojo para completar la estampa. Ernesto frunció el entrecejo con furia, pero tras unos instantes pareció tranquilizarse. Suspiró y alzó la cabeza con una media sonrisa que inquietó a Helena. -Casi me gusta que seas así. -¿Cómo?-inquirió Helena, desconcertada ante el repentino cambio de humor de Ernesto. -Te hace más... no sé. El chico comenzó a acercarse más. La joven, que quería apartarse, se vio acorralada entre la pared y Ernesto. -¿Por qué no me dejas en paz? -Vamos, no te asustes, nena -dijo jugando con su pelo-. Si no me pides disculpas, tendré que perdonarte de otra forma... ¿no crees? Helena, con los ojos desmesuradamente abiertos, trató de empujarlo para que se apartara, pero el chico insistía -¡Ernesto, por favor! El joven deslizó una mano por la mejilla de Helena y la tomó de la nuca, acercando la boca de ésta a sus labios con fuerza. -Creo que no es el lugar más adecuado para hacer este tipo de cosas-dijo una voz firme detrás de ellos. Ambos se volvieron rápidamente, Helena azorada y Ernesto con una expresión cargada de furia, hacia el lugar del que había salido la voz, y se encontraron con Álvaro, cruzado de brazos frente a ellos. Ernesto soltó una risotada irónica. -Buenos días, profesor-saludó con media sonrisa burlona. -Buenos días, señor Castillo. Álvaro miró a Helena, pero ésta agachó la cabeza rápidamente sin poder evitar un calor inmenso ante el profundo sonrojo que se había apoderado de sus mejillas. -Quería advertirles que es mejor que hagan esas cosas en privado, señores. Yo no diré nada, pero estoy seguro de que otros profesores no harían lo mismo. -Estoy seguro, señor. Es una suerte que haya sido usted-dijo Ernesto con voz socarrona. -Sí, claro -afirmó Álvaro sin hacerle mucho caso-. Será mejor que se vayan ya. -Tiene razón. Será lo mejor. Ya nos vemos, Helena- la chica, que seguía con la cabeza gacha, levantó un segundo la mirada, sentenciándolo, pero no dijo nada-. Gracias otra vez, “profesor”. Cuando Ernesto se hubo marchado, Helena se agachó a recoger Fortunata y Jacinta de nuevo, pues se le había vuelto a caer cuando Ernesto la había acercado a él, pero Álvaro, con una pose que no pretendía caballerosidad sino amabilidad, se adelantó, recogió el tomo y se lo tendió a Helena, incorporándose. -Yo no quería, señor- le dijo a Álvaro con voz suplicante, cogiendo el libro. -No se preocupe, todos hemos sido jóvenes. -Pero... -De verdad, tranquilícese. No voy a ser yo quien diga nada. -En serio, es que yo no... -No insista, María Helena, no pasa nada- Álvaro cambió de tema al ver que la joven denotaba incomodidad- Pasaba por aquí... ¿quiere acompañarme? -después de lo acontecido, la chica se mostraba dudosa-. No sea tímida. -De acuerdo... Echaron a andar, en silencio, hasta que Álvaro lo cortó. -Dígame, ¿qué tal lo pasaron en la cena? -Bien... estuvo bien. -No ha quedado muy convincente. Puede sincerarse, si así lo desea. -Terrible -se apresuró a decir la joven- fue terrible. Toda la noche soportando impertinencias y comentarios fuera de lugar... ¡son una panda de machistas retrógrados! Que si menos estudiar y más limpiar, que si buena esposa, buena madre, Helenita esto, Helenita lo otro. -Vaya, jamás imaginé verla así. Sí que lo pasó bien, sí- dijo, irónico a la par que divertido ante el evidente mal humor de Helena. -Disculpe si he perdido las formas... ¡es que me encienden todas estas cosas! -Está bien ese feminismo tan marcado, María Helena-dijo Álvaro, sonriendo, aunque bajó el tono-, pero creo que en algún momento podría traerle problemas. Ya sabe el complejo de rebaño que tiene este país... todos a una. -Me da la sensación, si me permite decirlo, de que usted lo sabe bien-comentó Helena con aire confidente, sintiendo que repentinamente estaba adentrándose en un terreno demasiado escabroso. Álvaro siguió caminando, meditabundo, pero al final esbozó una sonrisa triste y dijo: -Digamos que me es cercano. Plantéeselo así: del mismo modo que a usted le enciende la causa feminista, a mí me produce cierto resquemor que la gente no pueda manifestarse libremente, que a un alzamiento de brazo acudan como borregos... mire, estando en Sudamérica, visitando a mi hermano, me presentó a un hombre muy interesante con el que aún mantengo el contacto. Pues bien, Mario, que así se llama, hablando una tarde de la situación en España, me dijo lo siguiente: "obedecer a ciegas deja / ciego, crecemos / solamente en la osadía". ¿No le parece muy cierto? En cualquier caso, María Helena, no deberíamos hablar de estas cosas muy alto. Volvemos a lo mismo... Helena, que ya sospechaba el bando político de su profesor, supo que estaba en lo cierto, así que no insistió. Sin embargo, una cálida sensación anidó en su pecho, al darse cuenta del tremendo acto de confianza que acaba de llevar a cabo Álvaro con ella. -¡Señor Márquez! ¡Álvaro! -una voz llamó al profesor tras ellos. Se giraron y vieron al decano, sacando la cabeza por una puerta. Los dos se acercaron, quedándose Helena un poco más atrás, por cortesía y timidez. -Señor dos Santos, siempre es una alegría verle. -¿Todo bien? -Sí, todo bien. Señor, ella es María Helena Palacios, una de mis alumnas más brillantes de Gramática de Primero. María Helena, te presento a don Sabino dos Santos, decano y antiguo profesor mío. -Encantada, señor. -El placer es mío, señorita. De modo que usted es alumna de Álvaro... ¡vaya elemento fue en su tiempo! Por lo que sé, no ha cambiado demasiado, ¿eh? -dijo en tono jocoso, codeando a Álvaro de forma amistosa. -Me mantengo en mi línea, señor-respondió Álvaro con una sonrisa mientras le lanzaba una divertida mirada a Helena. Un carraspeo hizo que se giraran hacia el interior del despacho. Allí estaba, sentado y vuelto hacia la puerta, un joven de pelo oscuro, ojos claros y expresión aniñada. El pelo engominado hacia atrás lo hacía parecer algo mayor. Vestía con un jersey marrón de rombos más claros y unos pantalones de pana marrones. -¡Disculpen mi despiste! Siempre se me va el santo al cielo rememorando tiempos de otrora. Pasen, pasen, por favor -invitó a pasar a Álvaro y a Helena- Este es Ángel Hurtado. Ellos son don Álvaro Márquez Cortázar, profesor titular -le estrechó la mano- y la joven es María Helena, una futura gramática -la muchacha, sonrojada, dejó que Ángel le besara la mano, extrañada por tanta caballerosidad anticuada. El decano siguió con su parrafada- Justo de usted estábamos hablando, Álvaro. Ángel estudia sus investigaciones y sigue muy de cerca su trabajo. -Soy todo un admirador suyo, señor Márquez. Para mí, es un auténtico honor estar hablando con usted aquí. -Le ruego que no continúe así; de otra forma, acabaré por creérmelo-todos rieron. -El señor Hurtado viene para formar parte del personal investigador-dijo el decano. -Sí, bueno. De hecho, me resultará mucho más fácil seguir mi línea de estudio teniéndolo cerca a usted, señor Márquez. -Álvaro es muy generoso y un gran profesional... quizá hasta podría asistir a alguna de sus clases.-intervino el decano. -Vaya, ¿en serio? -preguntó el chico, emocionado. -Por qué no-dijo Álvaro con una cordial sonrisa. -Será todo un honor para mí. Fuera, en el pasillo, se empezó a escuchar el ruido de la gente que lo transitaba: voces y pasos llenaban con el eco cada espacio del corredor. Álvaro miró su viejo reloj y se dirigió a Helena. -María Helena, ¿no tiene clase? -Oh, sí, sí que tengo. De hecho, se me hace ya tarde. -Yo también he de marcharme. Ya nos vemos, Ángel. -No lo dude, señor Márquez-después, el chico se volvió hacia Helena y le dirigió una mirada profunda con la cabeza un poco agachada, casi con vergüenza-. María Helena, ha sido todo un placer. -Lo mismo digo, señor-respondió Helena sintiéndose algo azorada. Álvaro arqueó una ceja discretamente ante el extraño gesto, pero no dijo nada, así que, tras una última despedida, Helena y él salieron y atravesaron el pasillo juntos. -Vaya adulador, ¿eh?-comentó el profesor, intentando sonar casual, mientras examinaba el rostro de Helena de reojo. -Sí, qué señor tan raro... -¿Porque siga mis investigaciones?-preguntó fingiendo ofensa y sorpresa. -¡No, por favor! ¡No me malinterprete! -No se preocupe, María Helena, que sólo bromeaba. -Oh, lo siento... Álvaro rio casi con ternura. -Ande... Vaya a clase, que se le hace tarde. La hora siguiente es la mía, ¿no es así? -Sí, eso. -En ese caso, luego la veo. -Hasta luego, profesor. -Hasta luego, María Helena. El uno bajó por las escaleras y la otra entró en el aula trescientos treinta y tres. Al otro lado del pasillo, Ángel seguía con la mirada los movimientos de Álvaro hasta que éste desapareció. Una media sonrisa maliciosa deformó su rostro infantil, desproveyendo a su expresión de todo rastro de inocencia. Habría reído de alivio, de incredulidad. Qué fácil había sido... Bajó por las escaleras cuando supo que Álvaro estaría lo suficientemente lejos para no volvérselo a encontrar. Tendría que ir con cuidado, pues la mínima sospecha por parte de cualquiera podría ser fatal. Salió por el hall hacia la brillante luz de la mañana, y saludó al sol con una perversa sonrisa de profunda satisfacción mientras sacaba un paquete de Marlboro y se llevaba un cigarro a la boca. Lo encendió con marcada parsimonia y soltó una gran bocanada de humo que solo un fumador experto podría haber contenido en sus pulmones. Después, una profunda y suave risa salió de su pecho. -Márquez... Qué fácil me lo estás poniendo.

martes, 8 de marzo de 2011

Capítulo IX

-¿Qué te parece la mujer de las Leyendas de Bécquer?
Helena apoyó la cara en la mano y miró por la ventana en gesto pensativo.
–Quizás, si tomamos como ejemplo a heroínas románticas como Leonor o Inés, parece una contraposición.
Álvaro sonrió ante estas palabras, satisfecho.
-¿Por qué?-preguntó.
-Porque Inés, por ejemplo, al igual que la mayoría de las principales mujeres de los dramas románticos, es como la personificación de un ángel. Es más, se deja explícito en “¿no es verdad ángel de amor / que en esta apartada orilla / más pura la luna brilla / y se respira mejor?”. Sin embargo, las mujeres de las leyendas de Bécquer son casi diabólicas.
-¿Casi?
Helena rio.
-Bueno, si me permite la expresión, son unas malas pécoras.
Álvaro correspondió la risa con una carcajada que intentó apagar ya que estaban en la biblioteca.
-Si te das cuenta, es, con ciertos matices, la asimilación del carácter diabólico del héroe romántico por parte de la mujer.
-O sea, una especie de intercambio de papeles.
-Exacto. ¿Por qué crees que estos personajes atraían tanto?
-Por… ¿el ideal romántico de la mujer imposible?
-Magnífico. Verás, Bécquer tiene una rima que lo expresa muy bien:

“Yo soy ardiente, yo soy morena,
yo soy el símbolo de la pasión,
de ansia de goces mi alma está llena.
¿A mí me buscas?
No es a ti, no.
Mi frente es pálida, mis trenzas de oro,
puedo brindarte dichas sin fin.
Yo de ternura guardo un tesoro.
¿A mí me llamas?
No, no es a ti.
Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz.
Soy incorpórea, soy intangible,
no puedo amarte. “


-Oh ven, ven tú-acabó diciendo Álvaro para sí- Es increíble la fascinación que ejercen en los hombres las mujeres que nunca podrán tener.
Alzó la mirada y se encontró con la de Helena, a quien sonrió. La muchacha bajó la vista hacia el libro que había entre ambos, sintiendo cómo se ruborizaba ligeramente.
Al cabo de un rato, Álvaro volvió a hablar.
-¿Crees que podríamos cambiar el orden de las dos primeras estrofas?
-Mmm… no.
-¿Por qué?
-Porque es casi platónico.
Álvaro abrió los ojos en señal de sorpresa.
-Bueno… yo me refería a que es una especie de gradación de la mujer que menos desearía un romántico hasta su ideal, pero lo cierto es que eso de Platón me ha sorprendido.
-Me refiero al hecho de las tres mujeres. El tres… siempre está el tres, ya estamos hablando de personajes o incluso de capítulos principales en el Lazarillo.
-Pero no entiendo qué tiene que ver con Platón.
-Dese cuenta de que, en su República, Platón dijo que la población habría de dividirse en campesinos, guerreros y filósofos.
-Sí, más o menos.
-El caso es que los campesinos, el escalafón más bajo, estaban dominados por su estómago. Estaban el deseo y la pasión.
-Y la morena es “el símbolo de la pasión”.
-Sí. Luego está la rubia, que es la ternura personificada. ¿Y dónde habitan la ternura y el amor según nuestra tradición literaria?
-En el corazón-dijo Álvaro- que era, precisamente, lo que dominaba a los guerreros de la República platónica.
-Y, por último, lo intangible.
-Y lo intangible sólo puede ser percibido por la mente.
-¡Como los filósofos! –concluyó Helena con entusiasmo al ver que Álvaro había entendido su teoría- ¿Cree usted que Bécquer leyó algo de Platón?
-Seguramente –contestó Álvaro- Pero lo cierto es que, aunque Bécquer hubiese utilizado una base platónica en su rima, su concepto de amor difiere bastante del de Platón. Al fin y al cabo, como me dijo una vez mi profesor de filosofía, don Carlos, el amor platónico es la fundamentación de una pretensión.
En ese momento, la puerta de la biblioteca se abrió y entró Victoria. Helena alzó una mano para llamarla y después se volvió de nuevo hacia Álvaro.
-Me tengo que ir-dijo con pena- Es que tenemos cena…
-¿Ambas? -preguntó con una sonrisa para tratar de animarla.
-Sí. En casa de los padres de los chicos del otro día.
Álvaro alzó una ceja y sonrió enigmáticamente. A Helena le pareció un gesto casi socarrón.
-¿Cena familiar?
-No, no-se apresuró a contestar Helena- Mi padre y el de Marcial trabajan juntos.
-Vaya, ¿su padre trabaja en el ministerio?
-Sí. Es secretario de educación.
Álvaro se volvió hacia el libro y lo recogió con las cejas arqueadas.
-Vaya-dijo simplemente.
Helena no supo interpretar ese gesto, pero Victoria acababa de llegar, por lo que se giró hacia ella.
-Buenas tardes, don Álvaro-saludó la chica.
-Buenas tardes, Victoria.
Aprovechando que su profesor se había vuelto, Victoria le preguntó a su amiga, por gestos, que qué hacía con el profesor en la biblioteca, pero Helena simplemente se encogió de hombros y se levantó.
-Bueno, don Álvaro, nos vamos.
-Ha sido una tarde agradable. Nos vemos el lunes.
-Hasta el lunes-contestaron las dos amigas al unísono.
Cuando se dieron la vuelta, les llegó un susurro de Álvaro que les decía “pásenlo bien en la cena familiar”.
Helena se volvió hacia él y vio que estaba guardando las cosas en su cartera con una media sonrisa pícara. La chica negó con la cabeza y se unió a Victoria dando un suspiro.

* * *

Llegaron puntuales a casa de los Ramos. Victoria y Remedios estaban sumamente entusiasmadas, pero Helena parecía caminar hacia el patíbulo.
-Hombre, José, buenas noches-dijo Ramos al abrirles la puerta con una cálida sonrisa.
-Buenas noches, señor Ramos. ¿Cómo está usted?
-¡Pero no me llames de usted! ¡Que somos casi de la familia!
Helena arqueó una ceja y miró halaizada* al señor Ramos a causa de sus palabras.
-Remedios, ¿le importa que la tutee?
-Por supuestísimo que no, señor Ramos -respondió la madre de Helena con una mirada de evidente emoción y satisfacción.
-Marcial, llámame Marcial, Remedios-corrigió el señor Ramos con una sonrisa. Después se volvió hacia Helena y Victoria- ¡pero mira a quién tengo aquí! ¡Helenita!, cada día estás más bonita. ¿Me vas a presentar a tu amiguita?
Helena sintió un escalofrío ante la tremenda cacofonía que había producido tanta terminación en “ita”.
-Claro... Ella es Victoria. Victoria, él es el señor Ramos...
-¡Marcial, Helenita! ¡Llámame Marcial!
-Señor... No sé si sería correcto...
-¡Cómo no va a serlo!-exclamó Ramos con un tono ligeramente contrariado.
-Pues... porque usted es una persona a la que debo respeto y...
-Pero que me llames por mi nombre no quiere decir que no me lo tengas. ¡Si te conozco desde que eras un bebé! Además-se volvió y señaló con una mano a su hijo y a su sobrino, quienes estaban a su espalda mirando a Helena con una sonrisa algo socarrona-, las amigas de mis hijos, sobre todo si son amigas tan especiales, ¡son como mis hijas!
Helena estuvo a punto de abrir los ojos desmesuradamente ante la clara insinuación de una posible relación entre ella y alguno de los individuos que la miraban con sorna, pero se contuvo a duras penas. Carraspeó ligeramente y trató de contener las agrias palabras que luchaban por salir de su boca.
-Sí, señor-contestó en un murmuro-. Entonces... Marcial, ésta es Victoria. Victoria, él es el padre de Marcial y tío de Ernesto.
Victoria y Ramos se saludaron con dos besos.
-Pareces una buena chica-comentó el señor Ramos.
Victoria recibió las palabras como si se tratasen de la loa más hermosa.
-Gracias, señor -respondió en un leve susurro con las mejillas coloradas.
-Bueno, ¿por qué no os vais al despacho? -dijo Ramos separándose de Victoria- Seguro que allí los jóvenes estáis más tranquilos.
-Claro. -respondió su hijo. Después se dirigió a las chicas-Venid por aquí.
Las dos amigas siguieron a Marcial y a su primo y llegaron a una sala donde había estanterías con libros, un escritorio lleno de papeles con el membrete del ministerio y un sofá. En el suelo había una alfombra granate y, sobre las paredes, algunos cuadros, un par de diplomas, una imagen de Franco y, bajo ésta, una pequeña bandera de España con el águila negra.
-¿Qué tal, Victoria? ¿Cómo estás?-preguntó Marcial a la muchacha, dándole un beso en la mejilla.
-Muy bien, gracias, ¿y tú? –le correspondió con una sonrisa.
-Ahora, estupendamente.
Ernesto se sentó al lado de Helena y se quedó mirandola fijamente, haciendo que ésta lo mirara también.
-He estado mejor y ni se te ocurra- se adelantó la joven para no dar tiempo a que Ernesto imitara a su primo.
El chico abrió la boca y aspiró aire, al parecer dispuesto a añadir algo, pero pareció pensárselo mejor, esbozó una sonrisa indiferente y sacudió la cabeza.
-¿Hoy también vienes con las uñas fuera?-dijo.
Helena arqueó una ceja.
-Creo que no soy un gato.
Ernesto sonrió con picardía.
-Pues tienes los ojos igual de bonitos.
-Vaya, menudo piropo. ¿Alguno más?
El joven se echó hacia atrás en el sillón y adoptó un gesto pensativo.
-Sí... También tienes los labios tan bonitos como el color de las rosas.
Helena apretó los labios para no soltar una carcajada.
-Oh... Qué original. Lees mucho a Garcilaso, ¿verdad?
Marcial puso cara de desconcierto y abrió la boca para replicar, pero, para alegría de Helena, al poco rato la voz de Mercedes, la mujer de Ramos, desde el salón les llamó para cenar.
La mesa estaba llena de platos y comida que, según la mujer, llevaba todo el día preparando. El señor Ramos había descorchado varias botellas de vino y se hallaba brindando con José, entre graves risas, y Mercedes y Remedios estaban terminando de servir la cena mientras la pequeña Anita terminaba de colocar los cubiertos).
Los jóvenes se sentaron en la misma ala de la mesa. Para desgracia de Helena, se tuvo que sentar al lado de Ernesto, viendo cómo su tío le guiñaba un ojo. La joven se limitó a la resignación y el disimulo para que no se le notara la repugnancia que le causaba aquel gesto.
Bendijeron la mesa como era costumbre, pero Helena, con las manos cruzadas delante de ella y los ojos cerrados, lejos de prestar atención a las palabras del señor Ramos, pensaba con curiosidad en si su profesor de gramática bendecía la mesa. Luego trató de imaginárselo, pero la escena le resultó tan cómica que estuvo a punto de reír.
Un comunitario “amén” la sorprendió preguntándose si su profesor tendría familia y si estaría cenando con ellos en aquellos precisos instantes, así que se unió a la palabra -que tan vacía le parecía, pero, qué le iba a hacer, era costumbre- y se santiguó ligeramente más tarde que el resto de la mesa.
La cena comenzó y, tal y como ella había esperado, las conversaciones fueron un calco de las de su última cena familiar, con el ligero añadido de un Marcial donjuanesco, una Victoria coqueta y un Ernesto insoportablemente lerdo. Remedios y Mercedes intercambiaban los últimos cotilleos de no sé qué cantante con no se cuál torero, las mejores recetas de cocina y lo magnífica que era -”¡mire usted!”- la lavadora. La conversación entre su padre y el señor Ramos le parecía algo más interesante, a pesar de que los politiqueos nunca habían sido de su agrado, pero últimamente la situación de su país le inquietaba bastante, aunque sabía que su fuente de información -su padre- no era del todo objetiva.
Los jóvenes charlaban sobre cosas triviales en las que Helena no intervino en casi ninguna ocasión. Ernesto hizo más de un intento de entablar una conversación con ella, pero a medida que pasaba la noche se iba atreviendo menos.
-Qué callada estás, ¿no, Helenita? –dijo el señor Ramos dirigiéndose a ella- ¿No te estarás aburriendo?
-No, no, señor Ramos – se apresuró a contestar- sólo es que estoy cansada. No se preocupe.
-Claro, eso de estudiar e ir a la universidad debe de ser agotador para una mujer, ¿verdad?
Helena no supo qué decir; durante unos segundos permaneció en silencio, ante la atenta mirada de todos y la de su padre, inquisitivo.
-Supongo, señor…- terminó por decir, agachando la cabeza, para dar fin a aquella desagradable escena.
-¡Claro que sí! ¿Tú qué piensas, Victoria?
-Bueno, yo, eh…claro, yo hago Filología por entretenerme, ya sabe- Helena le dirigió la mirada, perpleja- en realidad, lo que yo quiero es ser una buena esposa y madre de mis hijos.
-Eso es lo que tenéis que hacer y no tanto estudio-masculló el padre de Helena.
-Bueno, yo creo- intervino Ernesto- que Helenita sería tan buena filóloga como ama de casa- con la excusa de la apelación, posó su mano sobre la pierna de Helena por debajo de la mesa, haciendo que ésta pegase un respingo
El brusco movimiento de Helena hizo que golpease la mesa con la rodilla y derramase la copa de vino sobre su vestido.
-¡Ay!-exclamó levantándose.
-¡Helena! ¡Hija! ¿Pero qué has hecho?-dijo su madre mirando la mancha con disgusto.
Helena le lanzó una mirada furibunda a Ernesto, quien la observaba con diversión, y se sintió tentada a gritarle cuatro verdades, pero se mordió la lengua e intentó limpiar el vino.
-Vaya...-masculló con furia contenida.
-Ven a la cocina-dijo Mercedes, levantándose-, que eso se arregla con un poco de sifón.
-Tranquila-dijo Helena-. No se moleste, ya voy yo. Usted siga cenando.
-No pasa nada.
-En serio... No quisiera molestar. Prosigan con su cena, que yo no tardo nada-luego se volvió hacia su amiga-. Victoria, ¿me acompañas?
-Sí, claro.
Una vez en la cocina, Victoria cogió la botella del sifón, que estaba sobre la encimera y se acercó a Helena, quien la observaba con gesto hosco.
-¿Qué pasa?-murmuró asustada.
-¡A ti qué narices te pasa!-exclamó Helena entre susurros.
-¿Cómo?
-¿A qué viene eso de que haces la carrera por diversión?
-Pues... Bueno, hija, era un decir...
-¡Qué decir ni qué ocho cuartos!
-¡Ay! Helena...
Victoria echó algo de sifón en el vestido de su amiga y lo frotó mientras Helena mascullaba entre dientes.
-Eres increíble...
-¡Solo quiero caerles bien!
-¡Y para eso hace falta cargarse los progresos de la mujer!
-¡No hace falta desmadrar tanto las cosas!
-¡Qué desmadrar ni qué desmadrar!
En ese momento, Ernesto entró a la cocina. Helena le dirigió una mirada fría como el hielo mientras le quitaba el trapo de las manos a Victoria.
-Te asustas con demasiada facilidad, ¿no crees?-dijo con media sonrisa sarcástica.
-Y tú eres un sobón, ¿no crees?-lo imitó Helena.
-Por dios, mujer, hay que ver cómo te pones por una tonteriíta de nada.
-¿Tonteriíta? ¿¡Tonteriíta!?-exclamó Helena con furia-. Mira, como vuelvas a tocarme te aseguro que lo que ocurrió en Babel se quedará corto.
-¡Bueno, bueno!-rio el chico poniendo las manos en alto, claramente divertido-. Cómo estamos hoy...
Helena lo fulminó con la mirada y volvió a la mancha de su vestido, que comenzaba a aclararse ligeramente.
-Vaya... Así que al final no vas mala ama de casa-comentó Ernesto sentándose sobre la encimera.
Helena hizo oídos sordos.
-Claro que sí-dijo Victoria, como queriendo aliviar la tensión-. Ella...
-Calla, Vico-gruñó Helena.
-¿Qué pasa? ¿También te molesta que te alabe?-preguntó Ernesto.
-Podrías alabar otra cosa que no fuese mi habilidad para limpiar.
-Podría alabar muchas cosas, pero supongo que no sería muy decente.
Aquellas palabras habían encendido la parte feminista de Helena. Sin decir nada más, colocó el sifón en su sitio. Estuvo de espaldas unos segundos, breve momento en el que Victoria y Ernesto cruzaban miradas de duda.
-A ver si alabas esto con la misma gracia- con la mayor tranquilidad del mundo, le tiró a Ernesto un vaso lleno de agua, empapándole la cara y la camisa. Ante las miradas de incredulidad de ambos, salió de la cocina, con la cabeza bien alta.



*Halaizado: reverso arlesco. Según R.A.E.: Estupefacto, sorprendido. A.R.L.E.(Asociación Revolucionaria de la Lengua Española, 2010).

domingo, 20 de febrero de 2011

Capítulo VIII

Los pasillos del ministerio estaban cubiertos de mármol, y el ambiente estaba impregnado de una vieja gloria pasada y el fuerte olor de un Farias. José Palacios, cartera en mano, saludó a los guardias al pasar.
-Buenos días, señor Palacios-dijo uno de ellos.
-Buenos días, Manuel. ¿Qué tal tu mujer?
-Ya está en casa, señor.
-¿Y el niño?
-Sano y fuerte. Ya pesa casi cinco kilos.
-¿Cómo le llamasteis al final?
-Francisco, en honor al Excelentísimo.
-Como mi nieto-agregó José-. Mi hija se lo puso también por eso.
José se despidió cortesmente de los guardias y prosiguió hasta su despacho. Una vez allí saludó a su secretaria y cerró la puerta. Gasto parte de la mañana buscando unos documentos que habría de entregar a la semana siguiente, sin embargo, la mayor parte del tiempo la empleó leyendo el periódico. A eso de las doce y media, llamaron a su puerta.
-¡Adelante!-exclamó José.
La puerta se abrió y Marcial Ramos, director del gabinete del ministerio de educación, entró.
-¡Palacios! ¿Qué tal está?
José se levantó de la silla y estrechó la mano que Ramos le ofrecía.
-¡Hombre! Buenos días. Aquí andaba, leyendo la prensa.
-¿Algo interesante?
-Nada. Algo sobre el atentado a... al chino ese. A Sato. ¿O era japonés?
-¡Vaya usted a saber!
-Estos asiáticos son todos iguales...
-Pero siéntese usted-lo invitó José.
-Mire lo que le traigo-dijo Ramos tendiéndole un puro.
-Vaya. ¿A qué se debe tanto honor?
-A que me los ha mandado el mismísimo caudillo.
-¡Un Márquez! De los más caros del mercado. Pensé que solo se venían en Sudamérica.
-El propio Márquez le ha enviado un cargamento de su mejores puros como obsequio.
-Ese tal Márquez debe de ser uno de los tipos más ricos de Sudamérica.
-¡Y de España!-exclamó Ramos levantando el índice para enfatizar.
Ambos hombres pelaron el puro y lo encendieron. Dieron varias caladas y alabaron su fuerte sabor. Después, Ramos se volvió hacia José y le dijo:
-Ayer me comentaron mi hijo y mi sobrino que fueron a comer al Retiro con Helenita y una amiga suya.
-Sí, Victorita.
-Me alegro mucho de que nuestros hijos se lleven tan bien. ¡Y además por casualidades de la vida!
-Sí, ¡es que este mundo es un pañuelo! Mi mujer y yo estamos muy orgullosos de que Marcial y Helenita sean amigos, ya que su hijo es un hombre de tomo y lomo. Cortés, caballero y respetuoso.
-Ya está hecho todo un hombre. Desde que volvió de la mili ya no es aquel niño infantil de antes.
-Pero su hijo siempre ha tenido los pies en la tierra.
-Eso sí.
-No como mi Helenita. ¡Estudiar filología! ¡Vaya idea! Ya me dirá usted para qué le sirve eso a una mujer, si lo que tendría que estar haciendo es aprender a ser una buena ama de casa y esposa.
-Ya, si es que la filología no sirve para nada. De hecho, yo he dejado que mi Marcial estudie esa carrera porque le voy a meter en el Ministerio. Si al menos se hubiese metido en derecho como Ernesto, mi sobrino...
-¿Qué tal está, por cierto, su hermana?
-¡Ay, la pobre Férula! Cada día está más débil. La pobre se ha tenido que ir a vivir con nuestra madre y nos ha dejado a Ernesto para que cuidemos de él mientras el chico estudia.
-¡Ya ve usted! ¿Qué va a hacer un joven de su edad en un pueblo?
-Exacto. Además, mi mujer y yo estamos muy contentos de tenerle con nosotros, ya que para mí, desde que Gonzalo, su padre, murió, siempre ha sido como un hijo. Y se lleva muy bien con Marcial, son como hermanos.
-Ah... ¡la familia!
-Por cierto, hablando de Ernesto. Cuando volvió a casa el sábado, no paró de hablar de Helenita.
-¿En serio?
-Sí. Al parecer, el que sea una mujercita de armas tomar le ha cautivado, ¿los imagina usted casados?
A José no le agradó demasiado la idea de ver a su pequeña casada, pero en su fuero interno tuvo que reconocer que Ernesto realmente le gustaría como yerno.
-Lo cierto es que harían buena pareja.
-Oiga, le propongo una cosa. ¿Por qué no vienen a cenar el viernes a casa? Mercedes hará algo rico de comer. Y tráigase también a la amiga de Helenita, que tengo ganas de conocerla.
-Claro que sí. Allí estaremos.
-Pásense sobre las ocho.
La conversación se desvió a otros temas y los hombres siguieron fumando y riendo y, por qué no, organizando la vida de sus hijos.

viernes, 14 de enero de 2011

Capítulo VII

-Y estábamos todos allí… ¡Y ole! ¡Ole! Qué arte… ¡Qué arte! Le hizo una pasada, luego otra, otra y otra y luego… Se miraron…-se acercó a Victoria más de lo que sería cortés, interpretando la escena, pero a esta no pareció importarle; mientras, Helena se hallaba recostada en el respaldo del banco, observando a Marcial con mirada escéptica-La tarde era cálida, hacía un sol de justicia… Paquirri sacó el estoque, se lo puso a la altura de los ojos, el toro lo miró babeando sangre… Y entonces, Paquirri le gritó: ¡eh! Y el toro arremetió. Y entonces… ¡pum!-acompañó su exclamación con un rápido movimiento que sobresaltó a Victoria, quien parecía embebida en la historia-. Le clavó el estoque hasta el corazón. ¡Fíjate lo que te digo, niña! ¡Hasta el mismísimo corazón!
Victoria y el primo de Marcial aplaudieron, pero Helena se limitó a suspirar y a mirar hacia otro sitio.
-Primo, el día en el que escribas, la gente dejará de leer el Quijote ese.
Helena se volvió hacia Ernesto con un brillo de desprecio en la mirada. Ernesto era el primo de Marcial quien, para sorpresa de las chicas, se había presentado también aquella tarde en El Retiro. Victoria, en un principio, había quedado tan solo con Marcial y se había llevado a Helena para que la gente no pudiera pensar que se trataba de una cita romántica, sin embargo, a Marcial lo acompañaba su primo, por lo que parecía la reunión de dos parejas. Helena había insistido a su amiga en que terminase la cita cuanto antes para evitar habladurías, en cambio, Victoria, a pesar de ser muy tradicional para algunas cosas, estaba tan obnubilada con Marcial que no le dio importancia.
Si a Helena Marcial le parecía repelente, su primo lo superaba con creces. Según les habían contado al inicio de la tarde, Ernesto llevaba tres años viviendo con la familia de Marcial, pues su madre era de salud frágil y se había mudado a la casa del pueblo con la abuela de los dos chicos. Ernesto se había quedado viviendo en Madrid porque había querido empezar a estudiar Derecho en la Complutense.
Aquella tarde estaba siendo para Helena la más tediosa de toda su vida. No habían hablado más que de toros, fútbol y habían intentado mantener alguna conversación sobre política a un nivel tan básico que resultaba ridículo.
-Venga, ¿recogemos ya?- propuso Marcial.
-Vale-respondió Helena levantándose rápidamente y recogiendo su bolso.
-Bueno…- aceptó de mala gana Victoria.
-¿Por qué no vamos paseando hasta la cuesta de Moyano?- preguntó Ernesto.
-¡Qué buena idea!-exclamó Victoria, volviendo a sonreír instantáneamente.
Marcial se acercó ligeramente a ella y tomó entre sus dedos un mechón de su cabello, jugando con él.
-Sí, y así os la enseñamos-añadió con una sonrisa pícara.
Victoria se puso colorada y rio débilmente, pero Helena masculló con voz agria:
-Hemos estado allí mil veces…
Los otros tres se callaron durante unos instantes ante el evidente mal humor de la chica, pero Marcial pronto hizo una gracia haciendo patente su bufonería y volvieron a reír. Después se pusieron en marcha, Victoria al lado de Marcial, riendo todas sus gracias y bebiendo de cada una de sus palabras, y Helena, desabrida, tras ellos a una distancia prudente. Ernesto se acercó a ella con las manos en los bolsillos y anduvo un buen rato sin abrir la boca, pero al cabo de un tiempo se volvió hacia Helena esbozando la mejor de sus sonrisas y dijo:
-Pareces enfadada, y una cara tan bonita no debería de estar nunca así.
-¿Por qué?-preguntó Helena secamente.
Ernesto detuvo su paso un momento, desconcertado por la respuesta, pero pronto se sobrepuso y volvió al lado de Helena.
-Porque… Eres bonita.
-¿Y qué?
-Pues… Que las niñas bonitas…
-No pagan dinero-terminó Helena con un tono burlón.
Ernesto calló, pero acabó riendo al cabo de un rato.
-Eres muy bromista, ¿no crees?
-Es que cumplo el papel del donaire en este esperpento.
-¿Cómo…?
Helena resopló.
-Nada, hijo, nada.
Ernesto se paró a pensar un segundo. Entonces, anduvo más rápido hasta situarse delante de la chica, cortándole el paso.
-¿Pero qué…?
-Mira, sé que no te conozco, ¿pero de verdad eres así?
Helena arqueó las cejas.
-¿Así cómo?
-¿Hace falta que te lo explique?- contestó el chico, imitando su tono de voz.
Ella simplemente puso los ojos en blanco y rio irónicamente. En seguida siguió andando hasta alcanzar a los otros dos. En cambio y muy a su pesar, el joven insistió de nuevo, esta vez pasándole un brazo por la espalda.
-¿Se puede saber qué haces? -preguntó Helena, separándose- no, quiero decir, ¿eres idiota o qué?
-Bueno, bueno, preciosa, no te pongas así, que no es para tanto. Además, sólo quería ser agradable.
-Ya, pues no lo intentes, ¿vale?
-¿También le molesta que ande a su lado, marquesa?
Victoria y Marcial, que iban delante, se pararon para esperar a los otros dos.
-¿Se puede saber qué os pasa, que vais todo el rato discutiendo? -preguntó Marcial, encogiendo los hombros.
-Es que a veces Helena se pone un poco infantil cuando salimos, ¿verdad?- se apresuró a decir Victoria.
-¿Que yo qué?
-Anda, ven un rato conmigo- dijo la chica cogiendo a su amiga del brazo.
Emprendieron de nuevo la marcha. Esta vez, Victoria reprendía a Helena por su comportamiento.
-Helena, por favor, compórtate un poco.
-¡Pero bueno! ¡Es que no sabes cómo es! Es…
Su amiga la cortó para no escuchar aquel improperio.
-Hazlo por mí entonces, anda. Quiero poder seguir paseando con Marcial. Es tan atento y cariñoso… ¡Igual dentro de poco hasta me coge del brazo! ¿te imaginas?
-Mucho estoy haciendo yo por ti, eso es lo que imagino.
-Venga, por favor… ya sabes que eres mi mejor amiga. Anda… por favor… Además, solo tienes que tener un poco de paciencia con él. Seguro que le gustas y hace todo eso por llamar la atención.
-¿Gustarle?
-Claro, eres muy guapa.
-Victoria que nos conocemos. Ya sabes que no me dejo comprar por ningún tipo de adulación.
-¿Pero vas a hacer eso por mí?
Después de pensar durante unos segundos, respiró hondo y finalmente accedió.
-Está bien…
-¡Ay, gracias!- abrazó a su amiga.
Por fin llegaron a su destino. Ante ellos se extendía una larga calle cuyas protagonistas eran unas viejas casetas con libros más antiguos que las mismas.
Echaron a andar, esta vez más despacio, parándose frente a los puestos, observando, releyendo por encima, cogiendo libros…
Helena ojeaba uno de los tomos de Las novelas ejemplares de Cervantes cuando levantó la vista y vio cómo Victoria se pegaba mucho, quizá demasiado, a Marcial compartiendo la lectura de un libro, además de cómo Ernesto trataba de leerlo también.
-Ernesto, ¿te gusta Cervantes? -Helena había hecho un esfuerzo sobrehumano para llamar la atención del chico y dejar a los otros dos solos, por su amiga. El joven se acercó, extrañado.
-Dime.
-Que si te gusta Cervantes.
-Bueno, supongo que no está mal.
Para Helena el oír aquello fue como recibir un bofetón.
-¿Que no está mal?
-Supongo, no sé.
-Anda que…
-¿Pero qué te pasa ahora? Es que no entiendo de qué vas, ¿eh? -hizo ademán de volver con Marcial y Victoria, pero Helena le cogió del brazo para impedírselo.
-No, lo siento, quiero decir que… -le soltó del brazo en seguida- que a cada uno le gusta una cosa, ¿no?
Ernesto la miró entrecerrando los ojos, llevándose una mano a la barbilla.
-Claro, a cada uno le gusta una cosa… un libro… -según hablaba, se acercaba más a Helena- una persona…
Ésta apartó la vista, nerviosa por la actitud del joven, y se alejó un poco para coger otro libro.
-¿Y Garcilaso de la Vega? -le preguntó, tratando de disimular. Cogió otro de los viejos libros y se sobresaltó por la reacción exagerada de Ernesto.
-¡No lo dejes! -prácticamente se lo arrebató de las manos- ¡eh, Marcial! ¡Mira esto! -exclamó a su amigo mostrándole un libro cuya portada rezaba En Flandes se ha puesto el sol.
-¡Ese sí que es bueno!
Marcial se acercó adonde estaban, seguido de Victoria.
Los dos primos se pusieron a recitar aquella obra con grandilocuencia. Tanto para Victoria como para alguna de las personas que por allí pasaban aquello era un espectáculo digno de admiración y de un merecido aplauso ya que, arte a parte, resultaba toda una loa a la Patria. En cambio, para Helena aquello era como asistir a un circo hecho por y para payasos. Queriendo apartarse del tumulto visiblemente avergonzada, se dirigió a otro puesto de libros. En ocasiones miraba de reojo aquella escena elevando las cejas y negando sutilmente con la cabeza.
Se acercó a un puesto cuyos libros parecían ser los más viejos y usados de toda la cuesta, y quizás por ello era el puesto con más encanto. Helena tomó un pesado volumen entre sus manos y pasó sus domadas hojas, aspirando el olor tremendamente agradable del papel viejo.
-Es maravilloso, ¿verdad?
Helena alzó la vista hacia el lugar del que había salido la voz, y se dio cuenta de que el dueño del puesto la llevaba observando un buen rato.
-¿Disculpe?-preguntó con cortesía.
-El olor a libro viejo-especificó el hombre.
-¡Ah! Sí-respondió Helena, depositando el libro a un lado-. Me encanta cómo huele.
-Y a mí, por eso trabajo aquí. O quizás me gusta el olor a libro viejo por mi trabajo. O.. ¿qué sé yo? ¿No dicen que todos los amantes adoran cada uno de los aspectos de su amado?-tomó un libro y se llevó el lomo a su nariz-. Maravilloso... Sin duda lo segundo mejor que te puedes encontrar en un libro. Lo primero, las palabras, por supuesto-Helena sonrió-. Dime, niña. ¿Cuántos años tienes?
-Diecinueve, señor.
-Me alegro de que los jóvenes sigan apreciando los libros cómo antaño... Tanto televisor, tanto televisor... ¡Exprime el coco! ¡Te lo digo yo!
La muchacha rio.
-Estoy totalmente de acuerdo, señor.
-No, no me llames señor, por favor. Llámame Ildefonso.
-Si gusta... Mi nombre es Helena.
-¡Helena! Pero... ¿Elena de Borbón o Helena de Troya?
-Helena de Troya.
-Vaya, vaya... Más bella que el sol. ¡Sí señor! Es lo que el mundo necesita, bellas ninfas que adoren la lectura.
Helena se sonrojó.
-Bueno, señor... Yo no diría tanto...
-¡Ildefonso!
-Ildefonso, Ildefonso... –se corrigió, asintiendo con la cabeza.
-Y dime, Helena, ¿qué clase de lectura te gusta?
-Pues...-la muchacha se quedó pensativa, sin saber muy bien qué responder- Lo cierto es que un poco de todo.
-A las muchachas os suele gustar la literatura romántica.
-Pero... ¿romántica en cuanto a qué?
-Vaya, vaya, veo que entiendes. No me refería al Romanticismo con mayúscula.
-Oh... Lo supuse. Bueno, la literatura romántica, o rosa, no me gusta demasiado-dijo Helena sintiendo cómo el feminismo ardía dentro de sí.
-¡Bien, bien! ¡Buena chica! De veras me alegro de encontrar a alguien así-el hombre cogió un pequeño volumen muy viejo y desgastado-. ¿Conoces a Quevedo?
-Por supuesto.
-¿Y qué conoces de él?
-Sus sátiras.
-Todo el mundo conoce sus sátiras... Toma-le tendió el libro-. Lee algunos. Con suerte encontrarás uno por el que te replantearás tu gusto por la literatura romántica.
Helena abrió el libro al azar, pasando los ojos sobre algunos versos, sin leer ninguno en concreto, hasta que un poema le llamó la atención.

Cerrar podrá mis ojos la postrera
Sombra que me llevare el blanco día,
Y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera.


Leía, despacio.

Mas no, de esotra parte, en la ribera,
Dejará la memoria, en donde ardía:
Nadar sabe mi llama el agua fría,
Y perder el respeto a ley severa.


Entonaba en su cabeza cada verso, cada pausa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
Venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido

En ese momento, la voz de su cabeza pareció materializarse en un hombre que recitaba, casi en su oído, la última estrofa del poema.

Su cuerpo dejará no su cuidado;
Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo serán, mas polvo enamorado.


Helena sintió un escalofrío con aquel final. Se giró con curiosidad para ver quién había acabado el poema por ella. Se sorprendió al ver que Álvaro la miraba, sonriente.
-Ho… hola, profesor- dijo sin poder evitar sonrojarse.
-Buenas tardes. Así que esta vez Quevedo. Tiene buen gusto, ¿sabe?
-Bueno, lo cierto es que el librero me ha recomendado este libro para demostrarme que Quevedo no era sólo autor de sátiras.
-En ese caso, debe de ser un tendero inteligente. Con cultura literaria al menos. Dígame, ¿qué le parece el poema?
-Me parece que este poema es un ejemplo de que eso de que Góngora es difícil y Quevedo es fácil, es mentira. Vamos, que también tiene poemas que se traen lo suyo. Aún así, me parece maravilloso. Sobre todo el último verso…
-Polvo serán, mas polvo enamorado –repitió Álvaro- tiene razón con eso de Góngora. ¿Entonces le ha gustado? Lo cierto es que ese libro es muy bueno. –Helena asintió- En ese caso, espere un momento. ¡Ildefonso! –llamó al librero, que se acercó, ajustándose las gafas.
-¡Álvaro! ¡Es usted! ¿Cómo le va? –preguntó con aprecio el anciano.
-Muy bien, Ildefonso.
-¿Sigue dando clases en la universidad?
-Por supuesto. ¿Y usted sigue siendo tan buen alumno?
-Lo intento, Álvaro, lo intento. Dígame, ¿es Helena su familiar?
-No, no. Es una de mis alumnas. Helena, éste es Ildefonso. Desde hace tiempo trocamos libros por clases de literatura.
-¡Maravilloso! ¡Su alumna! Sacará buenas notas, ¿no? Sabe de literatura.
-Sí, lo sé –contestó mirando a Helena de reojo, la cual no pudo evitar sonrojarse de nuevo.
-En ese caso, toma, niña, te regalo el libro. –dijo Ildefonso, tendiéndole el antiguo ejemplar.
-¿Qué…? –preguntó sorprendida la joven.
-Sí, que es para usted. Así se acordará de este pobre viejo amante de la literatura en su carrera.
-Vaya, gracias, señ… Ildefonso.
Se despidieron del librero, que tenía que ir a atender a unos clientes.
-Es muy amable, ¿verdad? –preguntó Álvaro.
-Sí, sí, mucho. Qué detalle.
-¿Está pasando la tarde dando una vuelta?- Le preguntó Álvaro cuando Ildefonso se hubo ido.
-Sí. Estuvimos comiendo en el Retiro y acabamos aquí.
-¿Ha venido acompañada?
-De hecho sí. He venido con… Victoria. -Álvaro se dio la vuelta y vio a Victoria, aplaudiendo las patochadas de Marcial y Ernesto, y esbozó una leve sonrisa. Helena carraspeó ante la mirada de Álvaro y añadió- Y un par de… conocidos.
-Vaya-dijo Álvaro- sí que se saben bien esa m… obra de Eduardo Marquina.-Helena estuvo a punto de reír, pero se contuvo.-Es una pena que esté acompañada-dijo, y miró a Helena con un extraño brillo pícaro en los ojos- porque había pensado en invitarla a un chocolate con churros en San Ginés y así continuaríamos nuestra conversación sobre literatura.
Helena sintió una repentina alegría y una rápida decepción, y deseó que un rayo cayese sobre aquellos dos patanes en aquel preciso instante.
-Habría estado bien, pero… tengo que acompañar a Victoria-añadió a regañadientes-ya sabe… la gente habla mucho.
-Tiene usted razón-afirmó Álvaro sin perder el atisbo de diversión en la mirada.
En ese momento, Marcial y Ernesto, que ya habían concluído su improvisado “recital” y habían sido aclamados con los aplausos de la mayoría de las personas de la cuesta, se acercaron a Helena, junto con Victoria.
-¡Profesor Márquez!-dijo Marcial acercándose a Álvaro y dándole la mano.
-Buenas tardes, señor Ramos. ¿Qué tal le va?
-Tirando, señor.
-¿Qué tal le va en la universidad?
-Bueno… sigo arrastrando algunas asignaturas de primero y segundo, pero creo que para el año que viene me las habré quitado de encima.
-Todavía no se ha presentado a mi examen de recuperación-dijo Álvaro con un ligero matiz socarrón que sólo pudo identificar Helena.
-Ya… es que es demasiado… temario-titubeó Marcial.
-Pero es bastante sencillo-replicó Álvaro.
-Bueno… a mí no me lo parece-respondió el chico, sonriendo ampliamente a modo de excusa. Después se volvió hacia María Helena y, pasándole el brazo por la espalda, añadió-le pediré ayuda a Helena, que por lo que he oído, es muy buena en gramática.
Ernesto rio como si su primo hubiese dicho la gracia más ingeniosa del mundo y Victoria sonrió. Helena simplemente apartó la mirada de Álvaro.
-Entonces ha oído bien-oyó que decía el profesor. Se volvió de nuevo hacia él-es una de las alumnas más talentosas que he tenido nunca- Helena se sintió abrumada y profundamente agradecida, a la par que orgullosa, y sonrió a su profesor, quien le devolvió el gesto discretamente- Sin duda la ayuda de María Helena le sería de gran utilidad.
Marcial y Ernesto perdieron su sonrisa pero, al momento, Marcial volvió a esbozar un falso gesto amable, ya que era el más cordial de los dos. Helena supo que le había dolido que un profesor pusiese la mentalidad de una mujer y encima menor que él en una posición de superioridad, y estaba segura de que Álvaro lo sabía y lo había hecho conscientemente. Eso hizo que apreciase aún más a su profesor.
-Bueno-dijo Marcial- Entonces tendré que estudiar con ella.
“Ni loca”, pensó Helena.
Álvaro sonrió cortésmente. Después sacó un viejo y abollado reloj de bolsillo y miró la hora.
-Vaya. Qué tarde es. Lamento tener que dejarles. Disfruten de su paseo.
-Gracias, señor Márquez-respondió Marcial con cortesía, dándole la mano de nuevo.
-María Helena, Victoria, las veo en clase pasado mañana.
Las dos chicas asintieron y Álvaro se alejó por la cuesta tras una última mirada a Helena, que a ésta se le antojó algo cómplice. La chica observó cómo se alejaba, con pena.
-Vaya idiota- dijo Ernesto cuando el profesor se hubo alejado.
-Qué se le va a hacer-contestó Marcial- no podía decirle que no apruebo porque sus apuntes dan asco y no sabe explicar. Bueno, ¿vamos a tomar algo?
-¡Claro! –respondió Victoria con entusiasmo.
Los tres jóvenes echaron a andar y Helena les siguió con desgana, apartando la mirada a duras penas de la figura de su profesor, cubierto por una gabardina y un sombrero, y odiando aún más a los dos primos por su opinión.