miércoles, 15 de diciembre de 2010

Capítulo IV

Álvaro salió de la biblioteca esbozando una pequeña sonrisa al pensar en la conversación literaria que acababa de tener. Le llenaba enormemente de alegría que a alguien le fascinara la literatura tanto como a él. Sobre todo si era de aquella manera tan especial que tenía Helena de quererla.
Anduvo por el pasillo, mirando al suelo, reflexionando sobre lo que tenía que hacer por la tarde cuando, de repente, alguien se detuvo delante de él, impidiéndole el paso. Álvaro levantó la vista, saliendo de sus pensamientos, y dijo con sorpresa:
-Hombre, don Sabino.
Un hombre de unos sesenta y cinco años, vestido con un traje de aparente tela buena pero bastante usado, se encontraba de pie ante él. Tenía el pelo completamente blanco y la frente, ampliamente despejada, poblada de arrugas. Un fino bigote rubio se curvaba en una sonrisa.El rector le tendió la mano y Álvaro se la estrechó.
-¿Cómo le va?
-No puedo quejarme, supongo. ¿Qué tal usted?
-Disfrutando del curso, ya me conoce.
-No ha cambiado nada... ya tenía ese buen humor cuando me daba clase.. ¡Illo tempore! y aún hoy lo mantiene.
-¡Es lo que hace falta en estos tiempos, Álvaro! Ya me entiende.
-Qué remedio.
-Y dígame, ¿sigue metido en todas aquellas cosas? ¿Qué tiene entre manos?
Álvaro rio ante la pregunta
-Sólo literatura, señor. Literatura y las clases.
-Eso espero, Álvaro. Los tiempos andan revueltos. Parece que la tempestad se ha sosegado-le puso una mano en el hombro y se acercó a él, hablándole en un tono más confidente-, pero en las tormentas llueve hasta el mismo momento en el que asoma un rayo de sol.
Álvaro sonrió y le dio un suave apretón en el codo al rector.
-Lo sé, Sabino. Por desgracia, lo sé.
El rector y Álvaro se despidieron, y éste último siguió su camino en dirección a la parada del autobús. Saludó a aquellos jóvenes a los que reconoció como sus alumnos, y también a las personas que lo saludaron, a pesar de no tener ni la más remota idea de quiénes podrían ser.
Entró en el autobús y en la segunda parada cedió su asiento a una anciana que se lo agradeció efusivamente con unas palmadas en la mejilla y un: “Gracias, jovencito”.
Álvaro se esforzó por no reír cuando la mujer le preguntó que si estudiaba en la universidad y él le respondió que estudiar, estudiaba, pero que su verdadera profesión era la de profesor. La mujer quedó tan asombrada que dejó de intentar mantener una conversación con él. Álvaro pasó el resto del viaje agarrado a una barra con una mano y sujetando su libro -Luces de bohemia- en la otra, e intentando adivinar su reflejo en los cristales del autobús.
Él se sentía joven, pero sabía que ya tenía una edad. Había cumplido los treinta aquel año, aún así, era el profesor más joven de la Universidad Complutense. A menudo pensaba en cómo debían de verlo sus alumnos. Algunos tenían casi su misma edad. Incluso un par la rebasaban. Pero otros alumnos, como aquella joven a la que acababa de conocer, Helena, tenían bastantes menos años que él. Pensó en el respeto con el que lo trataba aquella chica. Era normal, pues él era su profesor, ¿pero pensaría que era viejo? Reflexionaba sobre aquello hasta que, casi de forma inesperada, llegó a su parada.
Bajó del autobús y tomó el metro, llegando por fin a su destino: Sol. Caminó por la calle Arenal hasta llegar a un pequeño callejón, en cuya esquina había una pequeña y pintoresca librería. Saludó al librero con bastante familiaridad y se dirigió a un portal de aquel pasadizo. Era un edificio de pisos viejo, pero a él le parecía que tenía mucho encanto. Subió hasta el cuarto piso por las escaleras y entró en su casa, deseando volver a oler de nuevo el inconfundible aroma de los libros.
Dejó caer el chaquetón sobre un antiguo sofá, como si desfalleciera. Hizo lo mismo con la cartera. En cambio, dejó acomodados sobre el respaldo la bufanda y el sombrero. No hubo estado unos minutos en su casa, cuando el teléfono comenzó a sonar.
-¿Diga?
-Bonjour, Álvaro. Soy Jaqueline.
-Hola, Jaqueline.
-Ça va?
-Hasta ahora, bastante bien. Dime, ¿qué quieres?
-¿Es que tengo que llamarte por alguna cosa? Vaya fama me has creado, mon beau.
-Jaqueline, creo que después de tanto tiempo nos conocemos lo suficiente.
-D’accord, d’accord. Entonces, tout va bien?
-Sí, todo bien –contestó exasperado.
-Et alors?!–dijo cambiando el tono suave a uno más violento, lo que hacía que se le acentuara el acento galo- ¡Te he estado llamando toda la mañana!
-Claro, y yo he estado toda la mañana en la Universidad- añadió con tranquilidad.
-Honte à toi, Álvaro, honte à toi!
El hombre se apartó el teléfono de la oreja para no escuchar los improperios y expresiones malsonantes francesas que gritaba la mujer al otro lado del aparato.
-¿Has terminado ya?
-Mais non! A pesar de todo, ya que sé cómo eres en realidad, te perdono–Álvaro puso cara de sorpresa-. Dime, ¿tienes un hueco para mí esta semana?
-Lo cierto es que estoy sumamente liado, Jaqueline. Trabajos, ponencias, preparar clases...
-¿Es que ya no quieres verme?
-Tienes claro que lo nuestro se acabó, ¿no? O como dirías tú, c’est fini.
Hubo un silencio al otro lado.
-D’accord, mon gars. Esperaré tu llamada. Au revoir, mon amour.
Álvaro colgó el teléfono asqueado y algo enervado. Se dirigió a una vieja mesa cubierta de papeles casi en su totalidad, de papeles entremezclados, de diferente índole, que descansaban sobre aquella superficie de madera agrietada y oscura. Cogió un taco de folios tamaño cuartilla que rezaban nombres de personajes relevantes de diferentes campos, a saber Riego, Lorca, Torrijos... y decorados con un membrete del color republicano; los ordenó y cambió de sitio. Hizo lo mismo con otras hojas semejantes y algunas otras en las que había escritos poemas con tachones, flechas y demás correcciones. Pasaba las hojas, distraído, hasta que se paró en una con la que no pudo evitar mostrar una pequeña sonrisa. En aquel papel amarillento se leía:

Cuando se impone el silencio
y se llevan nuestra voz
yo quisiera que tus labios
me invitaran a su ardor.

Decir lo que está prohibido,
escrutarlo en tu mirada,
hablarnos sin los sonidos
que vetar otros osaran.


Tras pararse a pensar unos segundos, recordó el momento en el que escribió aquellos versos: casi no había cumplido los veinte años cuando la creación salió de su pluma como dirigida por una musa invisible. Aún con una tímida sonrisa, guardó el papel aparte de los otros.
Más tarde, el timbre le recordó que había quedado con su hermano mayor. Cogió sus pertenencias y bajó a la calle. Allí, apoyado en el portal, lo esperaba un hombre de su misma estatura, más corpulento y vestido con un traje.
-¡Hola, Juan!
Álvaro abrazó a aquel hombre de pelo castaño casi rubio y perfectamente engominado hacia detrás.
-¿Cómo está mi querido hermano?–preguntó Juan con voz tierna, clavando sus ojos azules en los de Álvaro y asiéndole por los brazos.
-No sabes cuánto me alegro de verte.
Los dos hermanos siempre habían estado muy unidos en su infancia en Francia y luego cuando se marcharon a España. Su madre, de origen galo, les había enseñado la importancia de la unión familiar así como de la cultura, amabilidad, honradez y demás, aunque ésta última a veces se le olvidaba a Juan. Cuando Álvaro consiguió formar parte del profesorado de la Universidad Complutense, su hermano decidió ir a América para tratar de obtener ganancias a través de diversas plantaciones. A pesar de que no habían perdido el contacto gracias a las cartas, hacía ya varios años que no se veían. Aquel reencuentro fue chocante para ambos al verse tan cambiados, pero aún así no pudieron evitar ser presas de la felicidad, la nostalgia y los recuerdos.
-¡Vaya, vaya, estás hecho todo un hombre de negocios!
-Ya ves, uno, que tiene que hacerse una imagen. Siento decírtelo, Álvaro, pero te veo algo desmejorado. No estarás dejando de comer por ocuparte de tu literatura y esas cosas, ¿no?
-No te preocupes, Juan. Es solo que no tengo tanto tiempo como para pararme a pensar en eso. Hago lo que puedo, ya sabes.
-Ya sé, ya sé–contestó su hermano meneando la cabeza- ¿Has probado a encontrar alguna mujer? Ya me entiendes–le dijo guiñando un ojo-. Igual te haría estar mejor.
Álvaro rio y entró en la chocolatería San Ginés, que no estaba nada lejos de su casa, seguido por su hermano.
Los dos hombres se acomodaron en una mesa apartada.
-Hay que ver... ¿cuántos años hacía que no nos veíamos?
-Qué sé yo-respondió el hermano menor- lo importante es que ahora estamos juntos. Dime, ¿Durante cuánto tiempo te vas a quedar?
-No lo sé. Supongo que iré improvisando. Son... como unas vacaciones –añadió con una sonrisa.
-¿Dónde te alojas?
-En un hotelito que hay por aquí. No está nada mal.
-¡Habérmelo dicho y te hacía hueco en casa!
-¿En ese piso de mala muerte con olor a libro viejo? Descuida, me las apañaré como pueda en el hotel- bromeó–. Dime, ¿en qué andas? En ocasiones eras muy escueto en las cartas.
-Hay que tener cuidado en este país de locos –dijo bajando la voz.
-¿País de locos? Pues a mí me encanta. ¡Compran puros que da gusto!–exclamó a la vez que reía- Sin ir más lejos, hace unas semanas hice un envío especial para ya sabes quién... ¡el Caudillo fumando mis puros! ¿Tú sabes la publicidad que va a dar eso a mi negocio?
-¿Que le mandas puros a quién?–preguntó Álvaro, sorprendido.
-Ya sabes...–levantó el brazo como los falangistas.
-¡Shh! –le mandó parar, irritado-ya sé a quién dices. ¿No había nadie mejor?
-Vamos, Alvarito. El negocio es el negocio... A mí, mientras me paguen, ya puede venir del bolsillo de la derecha o de la izquierda, que ya le daré yo la mercancía–Álvaro resopló, exasperado–. No me digas que sigues en esas cosas.
-¿En esas cosas?
-¡Álvaro, por favor! Que nos conocemos. No está el horno para bollos. ¿Cuándo vas a dejar esas tonterías?
-Juan, tranquilo, no va a pasarme nada. Sólo tengo unos panfletos arriba que...
El hermano mayor dio un golpe en la mesa, causando un gran estruendo que hizo que la gente de las mesas contiguas se giraran.
-¡¿Panfletos?! –exclamó en un susurro- ¿por qué no te deshaces de eso?
-¡Porque son importantes! Quizá tú no lo entiendas.
-Será eso, que no lo entiendo. Vamos a ver, Álvaro, que si te pillan con eso, como poco te encierran.
-Pero Juan, que...
-¿Estás tonto o qué? Que ya sabemos cómo acaban esas cosas, Alvarito, que ya lo sabemos... a pesar de estar lejos, tengo por aquí contactos que me informan. ¿Sabes a quién cogieron el otro día los grises? ¿Recuerdas a Alfonso, el que nos dejaba tantos libros al venir a Madrid?
-¡¿A él?! ¿Pero cómo...?
-Por unos panfletitos. ¡Anda! Como los que tienes tú. Lo cogieron y no han vuelto a verlo. Sé que tienes cabeza, al menos en parte, pero es peligroso, ya lo sabes.
-Sí, sí, lo sé...
-Es imposible razonar contigo. ¡Vas a ser el siguiente! Con el historial que tienes... ¿qué va a ser lo próximo? ¿Ser el amante de una menor?
Los dos se quedaron unos segundos en silencio, mirándose, y estallaron por fin a reír.
-Sí que vienes intersado tú en las mujeres. Qué, ¿hay alguna especial por América? Siempre fuiste un ligón.
Pasaron el resto de la tarde en amenas y compenetradas conversaciones hasta que oscureció y decidieron separarse con el fin de que Juan descansara del viaje. Álvaro, por su parte, volvió a su piso para preparar las clases del día siguiente y, por qué no, evadirse con alguna creación literaria.

1 comentario:

  1. como que Alvaro, se enredará con María Helena, buena pareja de intelectuales., bien

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