miércoles, 15 de diciembre de 2010

Capítulo V

-Helena, ¿me estás escuchando?
-¿Eh?
Helena alzó la cabeza y se encontró con la expectante mirada de su amiga Victoria. Fue entonces cuando se dio cuenta de que ésta llevaba hablándole un buen rato y ella no le había prestado atención. Llevaba toda la mañana dándole vueltas al hecho de que no había podido terminar los deberes que su profesor de Gramática les había mandado el día anterior: un total de veinte frases para analizar. Había conseguido a duras penas terminar seis en el trayecto de su casa a la Facultad, mientras iba sentada en el metro, pero finalmente se había dado por vencida al llegar a la universidad con tan solo cuarto de hora de antelación y al haberse encontrado con su dicharachera amiga Victoria. Podría haberle dicho que estaba ocupada y que tenía que acabar los deberes, pero sabía más que de sobra que ésta habría empezado a hacer preguntas, tremendamente sorprendida. Y lo cierto es que no le apetecía en absoluto intentar explicarle por qué no había tenido tiempo el día anterior, ya que, en ciertos temas, Victoria era demasiado tradicional.
Su amiga frunció el ceño con enfado.
-¿No has oído nada de lo que te he dicho?
-Claro que sí-replicó Helena, pero lo cierto es que tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para rescatar alguna información de la cháchara que sólo recordaba a medias-. Me estabas hablando del chico de tercero.
-¿Y qué pasa con él?-preguntó Victoria, inquisitiva.
-Pues... pues no sé-tuvo que admitir al fin Helena.
Victoria puso los ojos en blanco.
-O sea, ¿que yo te cuento que he encontrado al hombre de mi vida y ese es el caso que me haces?
-Bueno, Vico, si me estuvieses contando que vas a recibir el premio Nobel, probablemente te prestaría más atención.
Victoria abrió la boca para contestar, pero pareció no encontrar palabras. Frunció el entrecejo formando un exagerado gesto de ofensa y le dio la espalda a Helena, cruzándose de brazos frente a la cerrada puerta del aula de Gramática.
-Está bien-masculló secamente.
Durante un momento, Helena se sintió aliviada porque su amiga hubiese cesado la charla que había apresado su mente en un runrún permanente, sin embargo, la culpabilidad se hizo pronto presa de ella.
-Vico...-dijo con voz conciliadora- Perdóname, anda. No he tenido una buena mañana. Lo siento.
Victoria no se volvió, tan solo se limitó a murmurar:
-Aún así no te parece interesante lo que te cuento.
-¡Claro que sí!-exclamó Helena con fingido entusiasmo- ¿Cómo no me va a interesar ese chico? Cuéntame, anda.
Victoria se volvió con una sonrisa que iluminó su mirada, pero trató de parecer afectada.
-Pero no me vuelvas a ignorar, ¿eh?-dijo, y Helena asintió con la cabeza-. Bueno, pues lo que te decía era que iba en el autobús leyendo La malquerida, cuando he oído una voz preciosa de chico que me decía: “Vaya, ¿te gusta Jacinto Benavente?”. Ay... era tan guapo-añadió la chica con una sonrisa embelesada-. Luego me preguntó que adónde iba, y me dijo que él también estudiaba Filología y que estaba en tercero... Y me recomendó una obra de Eduardo Marquina: En Flandes se ha puesto el sol.
En cuanto oyó aquello, Helena catalogó a aquel chico como el interlocutor perfecto para su padre o José María. Victoria suspiró.
-Ojalá vuelva a verle...
-Es muy probable-dijo Helena-. Este edificio es pequeño.
-Ay... Marcial... Es tan apuesto...
Helena esbozó una media sonrisa socarrona.
-Acabas de conocerle, Vico. No empieces con la lista de bodas todavía.
Victoria la fulminó con la mirada.
-Eso lo dices porque todavía no has encontrado al hombre ideal para ti.
Helena rio pero no contestó. Esas eran la clase de cosas en las que no cuadraba con Victoria. A veces le molestaba que las mayores preocupaciones de su amiga fuesen la ropa que se pondría al día siguiente o el sitio en el que celebraría el banquete de su boda. Pero lo cierto es que Victoria la comprendía más que cualquier persona que ella conociese, y por ello la apreciaba. Después pensó que quizás su amiga no era la persona que mejor la comprendía, y la imagen de su profesor de Gramática hablando con ella de literatura volvió a su mente. Entonces no pudo evitar esbozar una pequeña sonrisa.
Al cabo de un rato se dio cuenta de que había dejado de prestar atención a Victoria de nuevo, así que trató de volver a la conversación.
-Ya verás cuando te enamores... No vas a dejar de darme la lata en todo el día.
Helena arqueó una ceja con escepticismo, pero no respondió nada, ya que en ese preciso instante se abrió la puerta del aula y comenzó a salir un tropel de estudiantes. Cuando la sala se vació, la clase de Helena comenzó a entrar. Victoria y ella se unieron a sus compañeros y tomaron asiento en sus sitios de siempre.
Helena sacó sus hojas y trató de terminar una frase más, pero el barullo la desconcentraba y tuvo que tachar varias veces. Intentó recordar cómo había de marcar los cuantificadores léxicos, pero se vio obligada a echar mano de sus apuntes, por lo que perdió más tiempo del que había previsto. En ese momento, el ruido de la clase comenzó a extinguirse y la puerta se cerró. Alzó la cabeza desesperada y vio cómo su profesor de Gramática cruzaba la tarima hasta dirigirse hacia su mesa.
-Buenos días-dijo.
-Buenos días, profesor-respondieron los alumnos, todos a una.
Helena dejó a un lado su pluma, rindiéndose al fin, y miró a su profesor, buscando inconscientemente que sus miradas se cruzasen, pero no ocurrió.
-Ayer les mandé que analizaran unas frases. Mi deseo era corregirlas hoy aquí, pero andamos algo apretados con el temario, así que prefiero que me las entreguen y así ver personalmente cómo les va. Por lo que hoy continuaremos con las clases de manera normal.
Hubo un murmullo de asentimiento y Helena sintió que se le caía el alma a los pies. Miró sus hojas y vio que sus deberes, además de incompletos, estaban sucios y llenos de numerosos tachones y borrones, además de que su caligrafía, temblorosa por los vaivenes del metro, dejaba mucho que desear.
A su lado, Victoria le estaba poniendo el nombre a los suyos, pero ella, con la pluma alzada, no se atrevía a entregar aquello.
-Vamos, Helena-la apremió su amiga con el taco de folios de las filas de detrás en una mano, esperando a que Helena le entregase los suyos.
Helena dejó caer la pluma y trazó su nombre como si se tratase de la firma de su propia sentencia de muerte y, junto a éste, la fecha: 2 de octubre de 1971. Tras esto, entregó las hojas a Victoria. Después enterró la cara en las manos sintiendo cómo las mejillas se le teñían por la vergüenza.
La clase se pasó tal y como les había dicho su profesor antes, con la explicación del temario, pero en un determinado momento, Álvaro les mandó analizar sintácticamente una frase. Se pusieron manos a la obra mientras él, sentado en la butaca del profesor, ordenaba las hojas de los deberes que le habían dado.
Helena terminó pronto la frase, ya que, hasta la tarde anterior, había llevado siempre al día la Gramática. Así que repasó lo que había puesto y luego levantó la mirada. Observó cómo Álvaro pasaba las hojas una a una, pero sin detenerse en ninguna, hasta que, con el ceño levemente fruncido, pareció interesarse por una hoja en concreto. La alzó ligeramente y Helena pudo ver con desolación su espantosa caligrafía. En ese momento, el joven profesor apartó los ojos del folio y miró hacia el frente, encontrándose con la mirada de la joven.
Ésta se sonrojó instantáneamente y redirigió su atención hacia el pupitre de nuevo. Cogió su pluma y comenzó a darle vueltas nerviosamente, consciente de que la mirada de su profesor seguía clavada en ella.
Álvaro no tardó en corregir la frase que había mandado y volvió a reanudar su explicación.
Cuando la clase terminó, Helena trató de darse prisa en recoger sus cosas para no tener que quedarse a solas con Álvaro, sin embargo, la voz de este se alzó por encima del barullo de la gente al recoger.
-Señorita Palacios, quédese un momento, por favor.
Helena miró a Álvaro, y vio que éste le dedicaba una mirada inescrutable. Intercambió unas rápidas palabras con Victoria, quien estaba desconcertada, y se dirigió hacia la mesa del profesor, preguntándose qué querría decirle y cómo podría excusarse.
-¿Ocurre algo?-preguntó Helena al llegar a ésta.
Álvaro no respondió inmediatamente, sino que comenzó a recoger su material, al parecer dispuesto a dejar que el aula se vaciara. Cuando la última persona se hubo ido, clavó los ojos en Helena y la habló con voz suave.
-He visto sus deberes.
Helena tragó saliva.
-¿Sí?
-Sí. No me parecen propios de usted.
-Ya... Bueno... Es que no pude terminarlos ayer y los he tenido que hacer hoy en malas condiciones-alegó la muchacha con los nervios encogiéndole el estómago.
-¿Le pasó algo?-preguntó Álvaro.
Helena analizó su mirada y se sorprendió al ver preocupación.
-No... eh... bueno, sí... Tan solo... No pude terminarlos y... Pero no pasó nada. No es que no quisiese hacerlos, de verdad. Me siento muy culpable por no haberlos traído hoy. Es la primera vez que me pasa, se lo aseguro. Yo...
-Tranquilícese. No es obligatorio hacer los deberes, tan solo es una guía para saber qué tal van con mi asignatura-dijo Álvaro cálidamente.
-Ya, pero... Lo siento mucho.
-No se disculpe más, no hay nada por lo que deba preocuparse-Álvaro la escrutó con la mirada durante unos instantes y luego añadió-: Dígame, ¿su familia apoya el que venga a la universidad?
Helena parpadeó, perpleja, atónita porque el profesor hubiese acertado a la primera.
-Mmm... Bueno... Digamos que... lo ven como una especie de pasatiempo.
Le costó sobremanera decir estas palabras, pero una vez dichas se sintió sumamente aliviada. Álvaro se acarició la perilla en gesto pensativo, después tomó una hoja que tenía sobre la mesa y se la tendió a Helena, quien la cogió dándose cuenta de que se trataba de sus deberes.
-Tome. Estaré en la biblioteca a eso de las cinco... Si quiere hablar sobre Bécquer, o Molière, o cualquier otra cosa y entregarme las frases, analizadas como sólo usted sabe hacer, pásese por allí.
Helena se quedó boquiabierta un instante, tratando de expresar su gratitud. Al fin las palabras volvieron a su boca.
-Gracias... Muchísimas gracias-dijo, presa de la alegría.
-No tiene por qué dármelas-respondió Álvaro con una sonrisa-. Dese prisa-añadió-, o llegará tarde a su próxima clase.
Helena volvió a su pupitre y guardó todas sus cosas. Se colgó el bolso en el hombro, cogió el abrigo y se dirigió a la puerta. Una vez allí se volvió de nuevo hacia su profesor.
-Muchas gracias-volvió a decir-. Le veo a las cinco.
Álvaro asintió sonriendo sinceramente. Helena salió del aula y se dirigió a su siguiente clase con una sonrisa que nada hubiese tenido que envidiar a la de Victoria.

Capítulo IV

Álvaro salió de la biblioteca esbozando una pequeña sonrisa al pensar en la conversación literaria que acababa de tener. Le llenaba enormemente de alegría que a alguien le fascinara la literatura tanto como a él. Sobre todo si era de aquella manera tan especial que tenía Helena de quererla.
Anduvo por el pasillo, mirando al suelo, reflexionando sobre lo que tenía que hacer por la tarde cuando, de repente, alguien se detuvo delante de él, impidiéndole el paso. Álvaro levantó la vista, saliendo de sus pensamientos, y dijo con sorpresa:
-Hombre, don Sabino.
Un hombre de unos sesenta y cinco años, vestido con un traje de aparente tela buena pero bastante usado, se encontraba de pie ante él. Tenía el pelo completamente blanco y la frente, ampliamente despejada, poblada de arrugas. Un fino bigote rubio se curvaba en una sonrisa.El rector le tendió la mano y Álvaro se la estrechó.
-¿Cómo le va?
-No puedo quejarme, supongo. ¿Qué tal usted?
-Disfrutando del curso, ya me conoce.
-No ha cambiado nada... ya tenía ese buen humor cuando me daba clase.. ¡Illo tempore! y aún hoy lo mantiene.
-¡Es lo que hace falta en estos tiempos, Álvaro! Ya me entiende.
-Qué remedio.
-Y dígame, ¿sigue metido en todas aquellas cosas? ¿Qué tiene entre manos?
Álvaro rio ante la pregunta
-Sólo literatura, señor. Literatura y las clases.
-Eso espero, Álvaro. Los tiempos andan revueltos. Parece que la tempestad se ha sosegado-le puso una mano en el hombro y se acercó a él, hablándole en un tono más confidente-, pero en las tormentas llueve hasta el mismo momento en el que asoma un rayo de sol.
Álvaro sonrió y le dio un suave apretón en el codo al rector.
-Lo sé, Sabino. Por desgracia, lo sé.
El rector y Álvaro se despidieron, y éste último siguió su camino en dirección a la parada del autobús. Saludó a aquellos jóvenes a los que reconoció como sus alumnos, y también a las personas que lo saludaron, a pesar de no tener ni la más remota idea de quiénes podrían ser.
Entró en el autobús y en la segunda parada cedió su asiento a una anciana que se lo agradeció efusivamente con unas palmadas en la mejilla y un: “Gracias, jovencito”.
Álvaro se esforzó por no reír cuando la mujer le preguntó que si estudiaba en la universidad y él le respondió que estudiar, estudiaba, pero que su verdadera profesión era la de profesor. La mujer quedó tan asombrada que dejó de intentar mantener una conversación con él. Álvaro pasó el resto del viaje agarrado a una barra con una mano y sujetando su libro -Luces de bohemia- en la otra, e intentando adivinar su reflejo en los cristales del autobús.
Él se sentía joven, pero sabía que ya tenía una edad. Había cumplido los treinta aquel año, aún así, era el profesor más joven de la Universidad Complutense. A menudo pensaba en cómo debían de verlo sus alumnos. Algunos tenían casi su misma edad. Incluso un par la rebasaban. Pero otros alumnos, como aquella joven a la que acababa de conocer, Helena, tenían bastantes menos años que él. Pensó en el respeto con el que lo trataba aquella chica. Era normal, pues él era su profesor, ¿pero pensaría que era viejo? Reflexionaba sobre aquello hasta que, casi de forma inesperada, llegó a su parada.
Bajó del autobús y tomó el metro, llegando por fin a su destino: Sol. Caminó por la calle Arenal hasta llegar a un pequeño callejón, en cuya esquina había una pequeña y pintoresca librería. Saludó al librero con bastante familiaridad y se dirigió a un portal de aquel pasadizo. Era un edificio de pisos viejo, pero a él le parecía que tenía mucho encanto. Subió hasta el cuarto piso por las escaleras y entró en su casa, deseando volver a oler de nuevo el inconfundible aroma de los libros.
Dejó caer el chaquetón sobre un antiguo sofá, como si desfalleciera. Hizo lo mismo con la cartera. En cambio, dejó acomodados sobre el respaldo la bufanda y el sombrero. No hubo estado unos minutos en su casa, cuando el teléfono comenzó a sonar.
-¿Diga?
-Bonjour, Álvaro. Soy Jaqueline.
-Hola, Jaqueline.
-Ça va?
-Hasta ahora, bastante bien. Dime, ¿qué quieres?
-¿Es que tengo que llamarte por alguna cosa? Vaya fama me has creado, mon beau.
-Jaqueline, creo que después de tanto tiempo nos conocemos lo suficiente.
-D’accord, d’accord. Entonces, tout va bien?
-Sí, todo bien –contestó exasperado.
-Et alors?!–dijo cambiando el tono suave a uno más violento, lo que hacía que se le acentuara el acento galo- ¡Te he estado llamando toda la mañana!
-Claro, y yo he estado toda la mañana en la Universidad- añadió con tranquilidad.
-Honte à toi, Álvaro, honte à toi!
El hombre se apartó el teléfono de la oreja para no escuchar los improperios y expresiones malsonantes francesas que gritaba la mujer al otro lado del aparato.
-¿Has terminado ya?
-Mais non! A pesar de todo, ya que sé cómo eres en realidad, te perdono–Álvaro puso cara de sorpresa-. Dime, ¿tienes un hueco para mí esta semana?
-Lo cierto es que estoy sumamente liado, Jaqueline. Trabajos, ponencias, preparar clases...
-¿Es que ya no quieres verme?
-Tienes claro que lo nuestro se acabó, ¿no? O como dirías tú, c’est fini.
Hubo un silencio al otro lado.
-D’accord, mon gars. Esperaré tu llamada. Au revoir, mon amour.
Álvaro colgó el teléfono asqueado y algo enervado. Se dirigió a una vieja mesa cubierta de papeles casi en su totalidad, de papeles entremezclados, de diferente índole, que descansaban sobre aquella superficie de madera agrietada y oscura. Cogió un taco de folios tamaño cuartilla que rezaban nombres de personajes relevantes de diferentes campos, a saber Riego, Lorca, Torrijos... y decorados con un membrete del color republicano; los ordenó y cambió de sitio. Hizo lo mismo con otras hojas semejantes y algunas otras en las que había escritos poemas con tachones, flechas y demás correcciones. Pasaba las hojas, distraído, hasta que se paró en una con la que no pudo evitar mostrar una pequeña sonrisa. En aquel papel amarillento se leía:

Cuando se impone el silencio
y se llevan nuestra voz
yo quisiera que tus labios
me invitaran a su ardor.

Decir lo que está prohibido,
escrutarlo en tu mirada,
hablarnos sin los sonidos
que vetar otros osaran.


Tras pararse a pensar unos segundos, recordó el momento en el que escribió aquellos versos: casi no había cumplido los veinte años cuando la creación salió de su pluma como dirigida por una musa invisible. Aún con una tímida sonrisa, guardó el papel aparte de los otros.
Más tarde, el timbre le recordó que había quedado con su hermano mayor. Cogió sus pertenencias y bajó a la calle. Allí, apoyado en el portal, lo esperaba un hombre de su misma estatura, más corpulento y vestido con un traje.
-¡Hola, Juan!
Álvaro abrazó a aquel hombre de pelo castaño casi rubio y perfectamente engominado hacia detrás.
-¿Cómo está mi querido hermano?–preguntó Juan con voz tierna, clavando sus ojos azules en los de Álvaro y asiéndole por los brazos.
-No sabes cuánto me alegro de verte.
Los dos hermanos siempre habían estado muy unidos en su infancia en Francia y luego cuando se marcharon a España. Su madre, de origen galo, les había enseñado la importancia de la unión familiar así como de la cultura, amabilidad, honradez y demás, aunque ésta última a veces se le olvidaba a Juan. Cuando Álvaro consiguió formar parte del profesorado de la Universidad Complutense, su hermano decidió ir a América para tratar de obtener ganancias a través de diversas plantaciones. A pesar de que no habían perdido el contacto gracias a las cartas, hacía ya varios años que no se veían. Aquel reencuentro fue chocante para ambos al verse tan cambiados, pero aún así no pudieron evitar ser presas de la felicidad, la nostalgia y los recuerdos.
-¡Vaya, vaya, estás hecho todo un hombre de negocios!
-Ya ves, uno, que tiene que hacerse una imagen. Siento decírtelo, Álvaro, pero te veo algo desmejorado. No estarás dejando de comer por ocuparte de tu literatura y esas cosas, ¿no?
-No te preocupes, Juan. Es solo que no tengo tanto tiempo como para pararme a pensar en eso. Hago lo que puedo, ya sabes.
-Ya sé, ya sé–contestó su hermano meneando la cabeza- ¿Has probado a encontrar alguna mujer? Ya me entiendes–le dijo guiñando un ojo-. Igual te haría estar mejor.
Álvaro rio y entró en la chocolatería San Ginés, que no estaba nada lejos de su casa, seguido por su hermano.
Los dos hombres se acomodaron en una mesa apartada.
-Hay que ver... ¿cuántos años hacía que no nos veíamos?
-Qué sé yo-respondió el hermano menor- lo importante es que ahora estamos juntos. Dime, ¿Durante cuánto tiempo te vas a quedar?
-No lo sé. Supongo que iré improvisando. Son... como unas vacaciones –añadió con una sonrisa.
-¿Dónde te alojas?
-En un hotelito que hay por aquí. No está nada mal.
-¡Habérmelo dicho y te hacía hueco en casa!
-¿En ese piso de mala muerte con olor a libro viejo? Descuida, me las apañaré como pueda en el hotel- bromeó–. Dime, ¿en qué andas? En ocasiones eras muy escueto en las cartas.
-Hay que tener cuidado en este país de locos –dijo bajando la voz.
-¿País de locos? Pues a mí me encanta. ¡Compran puros que da gusto!–exclamó a la vez que reía- Sin ir más lejos, hace unas semanas hice un envío especial para ya sabes quién... ¡el Caudillo fumando mis puros! ¿Tú sabes la publicidad que va a dar eso a mi negocio?
-¿Que le mandas puros a quién?–preguntó Álvaro, sorprendido.
-Ya sabes...–levantó el brazo como los falangistas.
-¡Shh! –le mandó parar, irritado-ya sé a quién dices. ¿No había nadie mejor?
-Vamos, Alvarito. El negocio es el negocio... A mí, mientras me paguen, ya puede venir del bolsillo de la derecha o de la izquierda, que ya le daré yo la mercancía–Álvaro resopló, exasperado–. No me digas que sigues en esas cosas.
-¿En esas cosas?
-¡Álvaro, por favor! Que nos conocemos. No está el horno para bollos. ¿Cuándo vas a dejar esas tonterías?
-Juan, tranquilo, no va a pasarme nada. Sólo tengo unos panfletos arriba que...
El hermano mayor dio un golpe en la mesa, causando un gran estruendo que hizo que la gente de las mesas contiguas se giraran.
-¡¿Panfletos?! –exclamó en un susurro- ¿por qué no te deshaces de eso?
-¡Porque son importantes! Quizá tú no lo entiendas.
-Será eso, que no lo entiendo. Vamos a ver, Álvaro, que si te pillan con eso, como poco te encierran.
-Pero Juan, que...
-¿Estás tonto o qué? Que ya sabemos cómo acaban esas cosas, Alvarito, que ya lo sabemos... a pesar de estar lejos, tengo por aquí contactos que me informan. ¿Sabes a quién cogieron el otro día los grises? ¿Recuerdas a Alfonso, el que nos dejaba tantos libros al venir a Madrid?
-¡¿A él?! ¿Pero cómo...?
-Por unos panfletitos. ¡Anda! Como los que tienes tú. Lo cogieron y no han vuelto a verlo. Sé que tienes cabeza, al menos en parte, pero es peligroso, ya lo sabes.
-Sí, sí, lo sé...
-Es imposible razonar contigo. ¡Vas a ser el siguiente! Con el historial que tienes... ¿qué va a ser lo próximo? ¿Ser el amante de una menor?
Los dos se quedaron unos segundos en silencio, mirándose, y estallaron por fin a reír.
-Sí que vienes intersado tú en las mujeres. Qué, ¿hay alguna especial por América? Siempre fuiste un ligón.
Pasaron el resto de la tarde en amenas y compenetradas conversaciones hasta que oscureció y decidieron separarse con el fin de que Juan descansara del viaje. Álvaro, por su parte, volvió a su piso para preparar las clases del día siguiente y, por qué no, evadirse con alguna creación literaria.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Capítulo III

Tras el pertinente viaje en metro y autobús, llegó por fin a su barrio: Serrano. Aquel lugar se consideraba un “barrio de bien”. Estaba frecuentado por parejas cogidas del brazo, familias con niños y ocupados hombres trabajadores. Anduvo por la calle hasta detenerse para buscar las llaves en su bolso ante un gran bloque de pisos de apariencia tan magna e ilustre que se podría tachar de palacete.
Buscando las llaves cada vez con más insistencia, rozando el pensamiento de haberlas perdido, dejó que cayera el libro de Bécquer. Casi no se había dado cuenta, cuando una mano conocida lo cogió del suelo.
-Hola, padre-dijo levantando la vista.
-Gustavo Adolfo Bécquer. ¿Ahora os hacen leer esta porquería en la universidad?-dijo con desdén, enarcando una ceja. Helena lo cogió sin decir nada-. Aún no entiendo qué haces estudiando-Helena se encogió de hombros-. ¿Tienes llaves?
-Creo que me las he dejado en casa...
-Con tanto Bécquer y con tanta tontería te vas a dejar la cabeza por ahí.
-¿Tiene usted o llamo a la portera?
-Calla, calla, no armes jaleo-respondió su padre abriendo la puerta y dejándola pasar en primer lugar.
Aquel sitio poseía no pocos vestigios del carácter adinerado de sus habitantes. Las puertas de roble perfectamente barnizadas se situaban de dos en dos las unas frente a las otras, de modo que había cuatro en cada planta. El pasillo, por ser uno de los mejores bloques de la zona, no solo poseía escaleras sino también un ascensor con las últimas tecnologías. Las letras que indicaban cada casa habían sido cuidadosamente talladas en mármol y colocadas sobre los marcos de todas las puertas. Finalmente, llegaron al tercer piso. Abrieron una de las puertas y en seguida el olor a deliciosa comida invadió el rellano.
-Tu hermana se queda a comer, ¿qué apuestas?-comentó su padre.
-Seguro...-Helena ya veía venir las comparaciones odiosas que habría de soportar horas más tarde. En ese momento apareció su madre en el vestíbulo de entrada, con un delantal puesto, para darles la bienvenida-Hola, madre-la saludó Helena dándole un beso en la mejilla.
-¡María Helena! Qué bien que hayas llegado. Ven, hija, que te voy a enseñar a hacer carne guisada, que ya es hora de que aprendas.
-Ya, bueno... Es que tengo bastante que hacer, madre. Tengo que acabar unos ejercicios de Gramática para mañana y...
Entonecs, el padre de Helena, que había entrado en una habitación contigua al vestíbulo para dejar su maletín, apareció por el marco de la puerta y miró a la muchacha con el ceño fruncido.
-Siempre te será más útil aprender cocina que eso que aprendes en la Gramática esa. Vamos, ve a ayudar a tu madre.
Helena caminó con la cabeza gacha hasta la cocina, se puso un mandil, se lavó las manos y se unió a su madre. No es que Helena no apreciara el campo culinario, ya que no solía rechazar ningún tipo de cultura, pero no podía evitar pensar en todo lo que tenía que hacer en cuanto a la facultad.
Tras un par de horas de trucos de cocina, recetas y cazuelas, sonó el timbre. Unos cortos y rápidos pasos se oyeron cada vez con más intensidad, hasta que se detuvieron cerca de la cocina y sonó el crujido que emitía la puerta principal al abrirse. Varias voces saludaron: una de niña, otra de mujer y la última de hombre; y en la lejanía, desde la parte más profunda de la casa, se elevó la voz del padre. En ese momento, la hermana mayor de Helena entró en la cocina con su hijo en brazos.
-¡Pero si Helena está cocinando!-exclamó con sorpresa-José María, ¡ven a verlo!
Su marido entró en la cocina y miró a Helena, y, acariciándose el bigote, esbozó una sonrisa maliciosa.
-Hombre, Helenita, ¿por fin decidiste centrarte en lo que debes y dejar tantos estudios y bobadas?
-No, sigo en la universidad y me va muy bien, gracias-contestó Helena con un tono helado. En ese momento entró en la cocina una niña de unos trece años, de rasgos muy parecidos a los de Helena y su hermana mayor-. Aunque supongo que como a ti, ¿no? Que te colocó mi padre pero que muy bien colocado.
-¡María Helena! ¡Por favor!-su madre se situó frente a ella, quedando en medio de los dos- ¡No se te ocurra contestar de esa forma!
-Menuda niña más desvergonzada-murmuró la hermana mayor.
-No se preocupe, Doña Remedios-repuso José María con una sonrisa despreocupada-, es lo que le enseñan en la universidad. No es más que un coladero de rojos.
-¡No es verdad!-exclamó Helena, furibunda.
-¡María Helena! Ve a poner la mesa. Anita, ve a ayudar a tu hermana.
La niña que acababa de entrar en la cocina cogió los platos que le tendían y siguió a Helena, quien salió de la cocina dando muestras de enojo y furor ante la socarrona mirada de su cuñado.
-A mí tampoco me cae bien José María-murmuró Anita.
-Ya... Ahora entiendo por qué no hay gente así en la Universidad-masculló Helena.
Entraron en el comedor, donde su padre, sentado ante su lujosa televisión en blanco y negro, leía el ABC.
-Y Helena, ¿qué son exactamente los rojos?-preguntó la niña- Porque he oído hablar de ellos pero en realidad...
-¿Rojos?-preguntó su padre apartando la mirada del periódico, sin dar tiempo a que Anita terminase de formular su pregunta ni a que Helena respondiese-¡Los rojos! ¡Una panda de sucios cerdos! Vagos, maleantes, homosexuales, ¡comunistas rastreros!
Ante tal alboroto, los que estaban en la cocina se unieron.
-¿Qué pasa, señor Palacios?-cuestionó José María.
-¡Preguntaba Anita que qué son los rojos!-respondió el padre con la cara encendida por la ira.
-¡Ja! Unos retrasados que creen que votando todos podríamos seguir adelante. ¡Libertades!
-Tanto libertinaje no acabaría nada bien, nada bien... Además, ¡van por ahí quemando conventos!-añadió María Teresa, la hermana mayor de Helena, apoyando a su marido.
José cogió a su nieto en brazos y lo acercó a una foto de Franco que tenían colgada en el salón.
-Paquito, fijate en este hombre por quien ahora estamos tan bien. Mira, hay que hacer así-levantó el brazo derecho con la palma de la mano abierta mirando hacia abajo. El pequeño lo imitó, cosa que todos aplaudieron, menos Helena y Anita, quien miraba a la primera, esperando una reacción. Sin embargo, Helena no dijo nada. Nunca había estado en contra de la forma de pensar de su padre, en cambio, estaba aprendiendo a no ser tan extremista.
Cuando todos los varones hubieron estado acomodados en la mesa, las mujeres terminaron de servir el resto de la cena y se sentaron a comer.
-Teresa-dijo la madre tendiéndole un plato de sopa a José-, te mandé el otro día una carta con unas recetas familiares, ¿la has recibido?
-No, aún no. En cualquier caso, la veré el domingo en la iglesia, madre, y le diré si la he recibido.
-¿Ves? Eso es ser una buena mujer-felicitó José a su hija.
-Gracias, padre.
-Además, esta sopa está exquisita, Remedios. ¿Has visto, María Helena? No es tan difícil ser una buena mujer, esposa responsable...
-¿Serías capaz, Helenita?-dijo el cuñado, con retintín.
Helena se mordió la lengua para no ser soez con su cuñado, pero después dijo:
-Prefiero intentar llegar a ser algo en la vida.
Sus palabras hicieron que estallase una risa generalizada.
-¿Llegar a ser algo?-se burló su hermana-. Esfuérzate por limpiar y cocinar bien y date con un canto en los dientes.
-Eso lo decís ahora, pero ya veréis cómo...
-¿Cómo qué? ¿No ves que..?-siguió Teresa, pero el padre las interrumpió.
-¡Vale ya! Que parecéis un gallinero, por dios. Teresa, deja a tu hermana que sueñe con lo que quiera. Ya se dará el golpe ella sola, ¿verdad, María Helena?
Ésta bajó la mirada hacia su plato de sopa y no dijo nada.
-Bueno, no va por mal camino-intervino la madre para suavizar la situación-. Seguro que haría las delicias de su marido con las clases de canto que recibe.
-Algo femenino, al menos-saltó su padre.
-¡Esta navidad podrás cantar villancicos!-propuso su hermana en la misma línea burlona.
-¡O en el coro de la iglesia!-añadió Anita, con inocente y sincero entusiasmo.
Helena la miró de reojo, ordenando que se callara, apretando los labios. La pequeña se encogió en su sitio, sin comprender muy bien por qué sus palabras habían herido la sensibilidad de su hermana. Acto seguido, Helena se sintió mal por haber reprendido gestualmente a Anita, pues pensaba que era su único apoyo en aquella familia de retrógrados.
-Helenita, cántanos algo-pidió su cuñado, con una sonrisa burlona.
Helena lo fulminó con la mirada.
-No, lo siento. Y preferiría que me llamases María Helena, si no te importa.
Su cuñado resopló al borde de la risa.
-¡Bueno, bueno!-exclamó-¡Cómo están los humos hoy! ¿Qué te han hecho en ese hervidero de comunistas al que llamas facultad?
-¡María Helena!-la reprendió su madre con las mejillas encendidas por el enfado- ¿Cuántas veces voy a tener que repetírtelo? ¡José María es un cabeza de familia y merece respeto!
-Yo también merezco respeto, madre-replicó Helena.
-¿Qué vas a merecer tú?-dijo el padre levantando su atronadora voz por encima de todas las demás-. Eres una niña todavía, y como tal, tienes que aprender a cerrar la boca y a hacer lo que te piden tus mayores. Así que cántanos algo ahora mismo.
Helena sintió cómo las lágrimas de frustración subían a sus ojos, pero trató de impedirlo con todas sus fuerzas. Lo último que le faltaba era ponerse a llorar delante de todos ellos.
-No puedo-murmuró.
-¿Y por qué, a ver?
-Porque me duele un poco la garganta.
-¡Pero si no estás afónica!
-Pero...
-Es verdad-dijo entonces Anita. Todos los comensales se volvieron hacia ella con sorpresa, desacostumbrados a que la pequeña hablase dirigiéndose a todo el mundo a menos que se lo pidiesen, debido a su carácter vergonzoso. Anita miró a todos nerviosamente, pero añadió-: Esta mañana se levantó diciendo que tenía carraspera.
Helena se sintió sumamente agradecida con su hermana, y estuvo a punto de darle un beso, pero se contuvo. Su hermana nunca mentía, pero lo había hecho por ella.
-En fin... Pues nada, nos quedamos sin oír al prodigio-masculló el padre.
Siguieron cenando tranquilamente, Remedios y Teresa intercambiando consejos de cocina y José y José María hablando de política, mientras que Helena y Anita terminaban su sopa sin levantar la vista del plato. Helena trató de prestar atención a aquello que decían su padre y su cuñado, pero al cabo de un rato no pudo evitar enervarse por ciertos comentarios machistas, así que prestó oídos a la conversación de su madre y su hermana. Al oír la vacua charla de ambas mujeres, Helena no pudo evitar recordar la maravillosa tarde que había pasado hablando de literatura con su profesor de gramática, y deseó fervientemente que alguien de su familia fuese como él. Entonces recordó que no podría tener los deberes hechos para el día siguiente, y la invadió la furia.
“Tenga una buena tarde” le había dicho su profesor.
“Ojalá” se dijo Helena con tristeza para sí.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Capítulo II

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y, otra vez, con el ala a sus cristales
jugando llamarán;
pero aquéllas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres...
ésas... ¡no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde, aun más hermosas,
sus flores se abrirán;
pero aquéllas, cuajadas de rocío,
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer, como lágrimas del día...
ésas... ¡no volverán!

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón, de su profundo sueño
tal vez despertará;
pero mudo y absorto y de rodillas,
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido..., desengáñate:
¡así no te querrán!


Helena llegó al final del poema con un suspiro, y sintió cómo un débil temblor apresaba sus manos y sus labios. Aquella era una de esas facetas de sí que nadie conocía. Era perfectamente consciente de la imagen que daba: la de una chica completamente segura de sí misma que no necesitaba de una autoridad paterna o marital que la guiase.
Las cosas estaban cambiando para las mujeres -quizás de forma muy paulatina- y ella era una firme defensora del feminismo. Ésta era una de las pocas cosas que le hacían discutir con su padre en la sobremesa de los días festivos.
Sabía que su carácter era el gran motivo por el que los hombres no insistían en segundas citas, lo que le hacía sentir sumamente orgullosa de sí misma. Sin embargo, llevaba tiempo echando en falta a alguien con quien compartir cada uno de sus pensamientos, alguien que la comprendiera sólo con la mirada, que la abrazara, pero no como la gente decía que tenía que ser, no. Ella quería algo sincero, al margen de todas esas reglas impuestas y no escritas a dos jóvenes que se quieren. Eso le había creado un vacío que ni siquiera Victoria, su mejor amiga, había logrado llenar.
Cuando aquella clase de pensamientos la asaltaba, los apartaba rápidamente consolándose en su juventud. Tan solo tenía diecinueve años y la mayoría de las chicas comenzaba a preocuparse por una pareja estable a partir de los veintiuno. Además, su ardiente feminismo hacía que se reprendiese ante meditaciones de índole tan romántica, pero cuando leía poemas tan bellos como aquel, era incapaz de no desear con fervor que alguien la amase tanto como para crear algo tan hermoso. Le era sumamente fácil meterse en la piel de aquellos personajes femeninos, objeto de deseo y pasión, imagen inalcanzable y, por qué no, destino funesto.
Volvió a pasear la mirada por los versos, deteniéndose en aquellos que le hacían estremecer, hasta que una sombra a su izquierda hizo que alzase la vista.
Enarcó las cejas con sorpresa al encontrar a su profesor de gramática en pie, junto a ella, vestido con un largo y viejo abrigo negro y una bufanda de cuadros.
-Buenos días, señor Márquez-dijo haciendo ademán de ponerse en pie.
El profesor posó una mano sobre su hombro para impedírselo.
-Buenos días, María Helena-respondió con una cálida sonrisa. Después detuvo la mirada sobre el viejo y usado libro que Helena tenía sobre una de las amplias mesas de la universidad-. Bécquer...
El profesor se aclaró la voz y después clavó su grisáceos ojos en los oscuros iris de Helena, quien se sintió atrapada por la intensidad de su mirada. Entonces, Álvaro comenzó a recitar con voz cálida:

¿De dónde vengo?... El más horrible y áspero
de los senderos busca;
las huellas de unos pies ensangrentados
sobre la roca dura;
los despojos de un alma hecha jirones
en las zarzas agudas,
te dirán el camino
que conduce a mi cuna.

¿Adónde voy? El más sombrío y triste
de los páramos cruza,
valle de eternas nieves y de eternas
melancólicas brumas;
en donde esté una piedra solitaria
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.


Los últimos versos se quedaron suspendidos en el tiempo, meciéndose con la fuerza que les había dado la pasión de Álvaro en el estático aire con olor a saber. Helena siguió observando al hombre, con la barbilla alzada en su dirección y los ojos entrecerrados, como a punto de caer presa de un dulce sueño.
-Es tan romántico-añadió ella, con la voz perdida-. Bueno... no, eh... quiero decir romántico en cuanto al Romanticismo del siglo XIX.
El profesor rió y se sentó a su lado.
-¿Le gusta la poesía? ¿Qué clase de lectora poética es?
-Mmm-le daba vueltas a su pregunta mas no llegaba a entender a qué se refería-. Supongo que no estoy segura... No, no lo sé.
-Pues yo sí creo intuir qué clase de lectora es. No me malentienda, María Helena. Quiero decir que la forma de interpretar la literatura condiciona la forma de ser de una persona. ¿Tiene prisa?
-No, ya no tengo más clases.
-¿Me permite?-cogió el libro y buscó la rima que acababa de recitar- ¿Qué me diría de esta rima?
-Que tiene que ver mucho con el momento en el que vivió el autor.
-Estoy seguro de que puede exponerlo mucho mejor.
Helena observó la rima que le tendía el profesor y, señalando con un dedo el comienzo del verso, dijo con voz trémula:
-Ya... quería decir que Bécquer trata en la rima uno de los temas propios del Romanticismo, el sinsentido de la vida. Mmm... Siempre creí que para los románticos la vida era una especie de drama-Álvaro sonrió al oír esto-. El inicio de la vida tan difícil... Y el paso por ella tan plagado de...
-Espinas-comentó el profesor.
-Sí. Y luego... ¿para qué tanto sufrimiento? Pues a la hora de morir tan solo queda el olvido-Helena aspiró una gran cantidad de aire para aliviar la tensión que había acumulado al decirle todo aquello a su profesor-. Es de lo que habla esta rima. Y lo indican los últimos versos: “donde habite el olvido/ allí estará mi tumba”.
Álvaro se encorvó ligeramente, apoyando la barbilla en la mano izquierda, y el codo correspondiente en la rodilla y, observando a Helena con atención, inquirió:
-¿Cree que el poema es actual?
-Bueno... supongo que siempre habrá personas que sientan la vida como algo vacuo, como algo vacío... vacío que solo podrían llenar con la literatura.
Álvaro le respondió con una media sonrisa que dejó a Helena con la sensación de que los gestos de su profesor escondían más de lo que decían las palabras.
-Sí, siempre habrá alguna que otra persona perdida en este mundo. ¿No cree?
La muchacha sonrió tímidamente.
Pasaron el tiempo analizando la rima, hablando de literatura y, sin obviar la distancia y supuesta frialdad que habría de haber entre un profesor y un alumno, más en este caso siendo la alumna una mujer, llegaron a tener un cálido momento de complicidad, aún sin conocerse, compartiendo opiniones literarias. En ningún momento se les pasó por la cabeza que podrían dar de qué hablar entre el resto de personas que se encontraban en la biblioteca en aquel momento; ni se dieron cuenta de cómo algunos alumnos cuchicheaban y se reían.
-Interesante forma de ver las cosas, María Helena. ¿Me permite que le recomiende un libro? Ignoro si le será fácil encontrarlo, ya sabe cómo están las cosas... En cualquier caso, el libro es La muerte enamorada, de Théophile Gautier.
-Suena más a siglo XIX.
-Voilà. Ahora, si me disculpa, me temo que debo dejarla. No olvide hacer los deberes para mañana. Tenga una buena tarde. Hasta mañana.
-Igualmente. Hasta mañana, profesor.
María Helena vio cómo aquel hombre se alejaba, con el antiguo abrigo ondeando tras él, sombrero en mano, hasta desaparecer por la puerta. Reflexionando sobre lo que acababa de pasar, le pareció algo extraño. Sin embargo, no podía decir que aquello le disgustase, más bien todo lo contario. A pesar de que su profesor hacía ya varios segundos que había desaparecido tras la vieja puerta de madera oscura, no podía dejar de mirar en aquella dirección, abstraída, pensando en que jamás había podido mantener una conversación semejante con nadie, y aquélla le había parecido tan deliciosa que deseaba que la situación se repitiese en alguna otra ocasión.
Suspiró y cerró los ojos durante un instante. Después los abrió y volvió a la realidad. Miró a su alrededor y descubrió a varias personas con la mirada fija en ella, pero la desviaron en cuanto ésta se hubo dado cuenta. Enarcó una ceja con confusión, pero ignoró el gesto. Miró su reloj y se sorprendió al darse cuenta de lo tarde que se había hecho. Recogió sus cosas y, llevando el libro de Bécquer en la mano, acarició el título con el dedo, compuso una ligera sonrisa y se dispuso a salir de allí.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Experimento dadaísta.

Encontrábamosnos clase Historia de en la, C.PVO aburridas, vanguardieemos decidimos nos. Cabeza nuestra en ruido molesto susurros profesor escucharse solamente. Isabel I a Colón díjole calla, calla, Cristobalito, que soy Isa I y la tengo como el hierro en la mano. Respondiole Cristobalito por una galera hermosa mujer yo te hiciera, mas por una caravela te la metiera toda entera y entre tanto monta y monta tanto, en haciendo la cuchara y el guacamayo, arrivose Felipe el hermoso con acné naciente y con tanta hermosura que le faltaban dos dientes, clamoles con voz hermosa de cuervo acatarrado si el rey no se muere el reino se muere pero ¡por los dioses! qué loca está la Juana. Y en todo esto sucediendo, ¡calla, calla! dijimos, escribamos, que la mosca aún no ha callado.


"Cierto día, estando en clase dentro de la Facultad, entró un pulpo verde come gusanitos que se subió a la tarima, donde estaba escondida la loba que amamantaba a los dos cachorros de hiena.
Era fuerte y musculosa, y sus fauces eran altas como torres, grandes como rascacielos y tenían tanto mal genio que, cada vez que se enfadaban, todo temblaba a su paso, haciendo que se abriera la tierra. Cierto día, paseando por los anillos de Saturno, una nube se le metió en el ojo, haciendo que volaban cometas de papel con sus manos. La loba se volvió hacia ellos y les lamió las mejillas en señal de que lo que habían hecho estaba bien. Era tan adyacente, tan adyacente que casi llegó a ser predicativo."

Desde la biblioteca de la Facultad de Filología: subsuelo. (Queríamos acabar con algo profundo).










P.D.1 *Se aclaran la voz* ¿No es verdad, ángel de papel, que en esta apartada biblioteca, donde los libros esconden proezas, el aire huele a saber?

P.D.2 Ahora algo profundo de verdad:









Núcleo de la tierra.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Capítulo I

-¿Estructura argumental del verbo comprar? ¿Alguno de ustedes lo sabe?-el silencio establecido quedaba roto por el sonido del aguacero que comenzaba a caer en la calle y que golpeaba los cristales. Voces y pasos lejanos en el pasillo acompañaban a los tímidos susurros de aquella clase de primero-. Venga, señores, que lo vimos a principios de semana.
Los alumnos se volvieron los unos hacia los otros y comenzaron a murmurar tímidas preguntas e inseguras respuestas. Algún que otro “tres” a media voz llegó desde las últimas filas, pero los de las primeras no se atrevían todavía a dejar que su voz se elevase.
-Cuatro- se escuchó en medio de aquella situación de abstracción.
Todos callaron repentinamente aunque algunas risas y exclamaciones ahogadas se siguieron oyendo. “¿Cuatro?” murmuró incrédulo un alumno. También se oyeron gruñidos de asentimiento que revelaban enfado por no haber sido ellos quienes hubiesen dado aquella respuesta.
-¿Quién ha hablado?-preguntó el profesor buscando con la mirada entre la multitud. Una joven de pelo oscuro contestó a la pregunta del profesor, levantando la mano- ¿Cómo se llama?
-María Helena Palacios, señor-respondió la chica con voz firme.
-Está bien. María Helena, explique su respuesta.
La muchacha se levantó de su asiento y alzó la voz haciendo que ésta llegase a cualquier rincón del aula de una manera tan eficaz que sorprendió al profesor. Además, el tono no había perdido su matiz apaciguador y no se notaba ni un ápice de nerviosismo, cosa bastante inusual en alumnos de primero.
-La estructura argumental de verbos como comprar o vender es de cuatro elementos, aunque algunos gramáticos defiendan que tiene tres. Estos argumentos serían el que compra, lo que compra y a quién se lo compra, pero, como he dicho antes, el último argumento de los cuatro sería el precio.
El profesor observó a la chica con curiosidad. Momentos antes había estado seguro de que todos los alumnos alzarían sus tímidas voces en un esperado “tres”. Le gustaba hacer aquello: mencionar datos importantes de una manera en la que pudiesen pasar fácilmente por simples elementos anecdóticos para, días más tarde, sorprender a sus alumnos con la verdadera importancia de sus palabras. Así conseguía enseñarles que todo lo dicho por un profesor en una clase tiene algún valor.
Por tanto, el que aquella chica de mirada oscura y vivaz hubiese recordado la estructura argumental que él tanto defendía, lo sorprendió y a la vez alimentó al monstruo del orgullo con una enorme sensación de satisfacción. La había visto en alguna ocasión, sí, pero no se había fijado en ella. La melena oscura le caía lisa a ambos lados de la cara, ininterrumpida hasta el comienzo de su cintura, enmarcando un rostro al que, si bien no se le podía atribuir el adjetivo de hermoso, sí se le podía considerar bonito, armonioso y majestuoso. Sus ojos denotaban una confianza bastante poco común en alumnos tan jóvenes. Probablemente tendría diecinueve años, pero sin duda parecía algo mayor. Quizás fuese por su cortés sonrisa serena.
El profesor sonrió a la muchacha y dijo:
-Correcto.
El resto de la clase pasó entre explicaciones, apuntes y análisis sintácticos de frases. A pesar de que muchos eran incapaces de seguir el ritmo y otros tantos no prestaban atención, María Helena no podía dejar de sentirse orgullosa de su respuesta. Siempre trataba de no darle demasiada importancia, como su madre le había enseñado, pero pensaba que aquella pequeña vanidad no le haría daño. Finalmente, el profesor dio por concluida la clase. Todos empezaron a recoger casi al unísono, menos María Helena, que intentaba terminar de copiar el último análisis de la pizarra, algo nada fácil ya que todo el mundo andaba de un lado para otro hacia la salida, tapando el encerado. Masculló interiormente un improperio que sus padres no hubiesen calificado de apropiado para una dama, cuando un par de alumnos se pararon justo delante del cuantificador léxico que estaba copiando.
-¡Helena! –alguien la llamó desde la puerta- ¿Sales ya?
-Vete yendo, Victoria. Aún tengo que terminar aquí-respondió tratando de que su voz no sonase irritada mientras observaba furibunda las nucas de aquel par de chicos.
Por fin el aula quedó tranquila, momento que aprovechó para copiar. Cuando volvió a levantar la cabeza, el profesor estaba borrando la frase.
-¡No!–hizo que éste se girara, sobresaltado- Disculpe… quería decir que no borre aún, que estaba terminando de completar-terminó en un murmullo avergonzado.
Álvaro bajó de la tarima y se dirigió hacia ella.
-¿Por dónde se ha quedado?–torciendo el cuaderno hacia sí- Vale. Aquí va… bueno, ¿sería capaz de decírmelo usted?
-Pues… -se llevó el bolígrafo a la boca, en gesto pensativo- si ese es un adjunto, aquí iría… ¿el sintagma verbal de base?
-¿Por qué?
-Bueno… tiene dos argumentos; el complemento predicativo queda aquí y ahora– dijo trazando el análisis con mano firme- un grupo verbal.
-Muy bien, muy bien. No se le da nada mal– se dirigió de nuevo a la tarima, esta vez para recoger sus cosas, esparcidas por toda la mesa. Por su parte, María Helena hizo lo mismo desde su sitio-, y la explicación de antes, la de los argumentales, ha sido fantástica–la muchacha no pudo evitar sonrojarse-. Siéndole franco… bueno, sincero, que suena mejor-añadió con una pequeña sonrisa torcida-, esperaba un coro de voces diciendo “tres”–terminó imitando las voces de los alumnos. Ella no pudo evitar esbozar una pequeña sonrisa.
Los dos se dirigieron a la vez hacia la puerta.
-Usted primero- dijo él, cediéndole el paso.
-Gracias, profesor.
-Mañana nos vemos- se despidió éste, acompañando la despedida de un suave roce en el brazo.
-Hasta mañana-respondió María Helena.
Emprendió el camino hacia la siguiente clase, un piso más abajo, sin poder dejar de pensar en la clara mirada profunda, sincera y experimentada de aquel hombre.

martes, 7 de diciembre de 2010

Bienvenidos

Podríamos comenzar con lo orgullosas y satisfechas que nos sentimos al presentaros nuestro blog, nuestro niño, nuestra creación... Pero quizás se haya vuelto una costumbre fuertemente arraigada en nuestra cultura tras tantas navidades de orgullos y satisfacciones, y, si hay algo que nos caracteriza, es el gusto por caminar al lado del cauce del río y no nadar en él, perdidas en sus aguas.
Estáis ante el producto de la ilusión de un par de amigas con una pasión común: el arte de la escritura. Todo comenzó una tarde en el metro de Madrid con una broma. Ésta fue creciendo hasta convertirse en una historia, y la historia pronto engendró dos personajes que brillaban con luz propia. Dos personajes demasiado claros y determinados para quedarse en simples ideas perdidas en algún rinconcito de nuestra desordenada y excitable mente.
Nada más terminar de contarnos la historia, ambas entusiasmadas, ambas con los ojos brillantes de emoción, nos dimos cuenta de que nuestros corazones ya latían al ritmo de aquellas nuevas dos personas que acababan de nacer. Entonces, ambas dijimos: "Hemos de escribirlo".
Y aquí estamos, un par de semanas más tarde, embarcándonos en la ardua tarea de ponernos a la altura de los personajes que comenzamos a crear pero que han terminado de crecer por sí solos. Y también, por supuesto, en la dificílisima empresa -casi imposible- que conlleva el elogio a la literatura de mano de dos plumas que están aprendiendo aún a gatear.
¿Buscáis pasión? La encontraréis. ¿Rebeldía? También. ¿Libertad, belleza, verdad y amor? Tampoco faltarán. Os invitamos a que disfrutéis leyendo esta historia tanto como nosotras lo estamos haciendo creándola. Y, sobre todo, os invitamos a que soñéis.
Soñad... Soñad, amigos. Y que la luz de la bohemia guíe vuestro camino.