jueves, 21 de abril de 2011

Capítulo XII

-¡Siguiente!
Volvió la vista hacia sus papeles para tachar, una vez más aquella tarde, otro nombre en la lista de los candidatos al papel de don Juan. Cuando dirigió la mirada al escenario, vio que lo ocupaba un chico de aspecto enclenque al que los nervios traicionaban.
-¿Su nombre?-preguntó el profesor.
-Pedro Montero.
-Señor Montero, adelante.
La boca del joven comenzó a moverse, pero ningún sonido salía de ella.
-Tranquilícese, puede hacerlo-el chico respiró hondo y apretó los puños, aún temblorosos- No, vos debéis empezar-le dio Álvaro pie recitando los versos anteriores.
-Co-como gustéis, igual es… eh… que nunca me hago espe-esperar. Pues, señor, desde… No… yo desde aquí…
-Está bien, señor Montero. Gracias por su participación.
El chico bajó del escenario, que enseguida fue ocupado de nuevo por un chico algo corpulento de pelo rizado.
-Jaime Roldán, señor.
-Muy bien, señor Roldán. “No, vos debéis empezar”.
-”Como gustéis, igual es, que nunca me hago esperar, pues, señor, yo desde aquí... desde aquí... -el chico alzó la mirada varias veces en un claro intento de recordar las palabras que tenía que decir, pero no pasó mucho tiempo hasta que bajó los hombros como signo de derrota-. Lo siento, señor, no recuerdo el texto.
Álvaro respiró hondo, notando que su paciencia se desvanecía.
-¡Hay que traer el texto aprendido, señores! ¿Quieres el libreto? Toma-se levantó y se acercó al escenario, tendiéndoselo.
-No... ya da igual, gracias-respondió el chico, rehuyendo la mirada de Álvaro mientras bajaba del escenario con las orejas encendidas.
Álvaro, que aún tenía el brazo extendido con el libreto en el aire, se volvió a su asiento, dejando el texto de mala manera en la silla de al lado, apretando los dientes con fuerza.
-¡Siguiente!
Un muchacho de unos veinticuatro años se levantó de las butacas. Era alto, esbelto y de rasgos bien proporcionados: nariz aguileña, sonrisa generosa, ojos claros y el cabello ligeramente más largo de lo habitual, castaño, brillante y con un ligero rizo en las puntas.
Los cuatro jóvenes que lo acompañaban lo vitorearon y éste, recibiendo las alabanzas, les animó gesticulando exageradamente con los brazos para que continuaran.
-¿Va a salir ya o tenemos que esperar mucho más a que su ego siga creciendo?-inquirió Álvaro con una voz que sonó más mordaz de que lo que había pretendido.
El grupo, cortado ante aquellas tajantes palabras, cesó los vítores de golpe. El chico dudó unos segundos, pero enseguida se repuso, volviendo a mostrar una actitud prepotente.
-¿Cómo se llama?
-Pablo Fernández-respondió el chico proyectando la voz con ayuda de su presuntuosidad.
-Está bien, señor Fernández. Proceda.
Álvaro se recostó en su asiento y se cruzó de brazos. Bajo aquel semblante serio y la mirada crítica ante aquel esperpento, las ideas pasaban a toda velocidad por su cabeza. Este chico tiene cualidades para ser don Juan... pero no tiene su seguridad, pensaba. Para seguridad... para seguridad la de Ángel, ayer, en la cafetería. ¡Y parecía tímido! Pero, en realidad, ¿a ti qué más te da? Tanto trabajo va a acabar contigo. Y ahora vas y te metes en la obra. Siempre igual.
Miró un momento de reojo y vio a Ángel, mirándolo y apartando la vista cuando lo vio. ¿Y éste, ahora? Será todo un halago, sí... pero detrás de mí durante tanto tiempo, a casi todas horas, por los pasillos, en la biblioteca...
Cuando volvió a la realidad, oyó cómo el chico, al igual que los anteriores, titubeaba y trataba de encontrar el texto.
-... Fijé, entre... entre hostil, sí, y amatorio este cartel.... digo, en mi puerta este cartel...
-¡Aquí está don Juan Tenorio para quien quiera algo de él!-terminó Álvaro, gritando, creando el silencio en el Paraninfo, solamente roto por el eco.
Helena, que entraba en ese momento, se extrañó al ver así a su profesor, al que consideraba el paradigma de la paciencia. Entre las butacas, vio que alguien la saludada con la mano. Correspondió con una sonrisa y se acercó adonde estaba Ángel.
-¿Qué ha pasado?- preguntó la chica.
-Creo que ha perdido la paciencia. Normal, no has visto qué gente hay...
-Vaya, pobre. Supongo que significará mucho para él, siendo su versión.
Enfrascados en la conversación, no se percataron de cómo Álvaro se había girado y los había observado durante unos segundos.
-Te importa mucho cómo esté, ¿no?-inquirió Ángel.
-Simplemente aprecio su trabajo. Ha debido de pasar mucho tiempo preparándolo.
Ángel pareció querer decir algo más, pero tan solo apretó los labios y le dirigió una breve sonrisa a Helena antes de volver a prestarle atención a las audiciones. Álvaro, que se había quedado callado durante unos instantes mirando un punto inconcreto de su mano tan solo por no mirarlos a ellos, desfrunció el ceño, borró su mirada amarga y, tras un suspiro, tomó la lista de los candidatos mientras Pablo Fernández bajaba del escenario visiblemente avergonzado.
-Chicos... Tenéis que traer el papel preparado-dijo dirigiéndose al Paraninfo- Es algo serio, no podéis llegar aquí e improvisar... Veamos-murmuró para sí-. El siguiente es...-cuando vio el nombre, se quedó helado y su lengua se negó a pronunciarlo. Alzó la mirada y vio a aquella especie de discípulo suyo, levantándose de su butaca, dejándole a Helena su carpeta, quien la recibió con una sonrisa-: Ángel Hurtado.
-Sí, señor-dijo el joven con alegría, subiendo al escenario como si aquello fuese lo más natural para él.
-Pero...
-¿Ocurre algo, don Álvaro?-preguntó Ángel.
-¿Cuándo has incluido tu nombre?
-Antes de darle la lista.
-Pero... ¿pero desde cuándo te gusta actuar?
-Desde siempre, señor. Pertenecía a un grupo de teatro en mi universidad. Hice de don Juan en A secreto agravio, secreta venganza. De don Álvaro en Don Álvaro o la fuerza del sino. De...
-Vale, vale-lo cortó Álvaro, sintiéndose irritado de manera inexplicable-. Tienes experiencia. Bien... Adelante-acabó sentándose en su asiento y cruzándose de brazos con una expresión que se volvía más adusta por momentos. Por el rabillo del ojo vio cómo Helena le dedicaba un gesto de ánimo a Ángel. A mí no me trata con tanta confianza, pensó, ¿por qué a este sí? ¡Por dios, Álvaro! ¡Es tu alumna! Si te tratase como a un compañero, te molestaría, ¿no?
Sus pensamientos acabaron con una vaga incertidumbre, pero no pudo meditar sobre ello durante mucho tiempo, ya que el chico tímido al que estaba acostumbrado a ver, se había desvanecido entre palabras gallardas, allí, sobre el escenario, y su voz, a veces aguda, otras demasiado grave, ahora se proyectaba a la perfección por el Paraninfo, suave pero firme, aterciopelada pero fuerte. En fin... la voz de todo un caballero.
Álvaro asistió maravillado a aquella representación, repitiendo para sí de manera inconsciente los versos que en boca de Ángel hacían que don Juan cobrase vida.
-Por dondequiera que fui / la razón atropellé, / la virtud escarnecí, / a la justicia burlé, / y a las mujeres vendí-decía Ángel con una voz cargada de grandeza, potencia y un atractivo deje socarrón-. Yo a las cabañas bajé, / a los palacios subí, / yo los claustros escalé / y en todas partes dejé / memoria amarga de mí.
¿Era posible que aquel hombre aniñado, inseguro, tímido hasta el extremo, pudiese estar interpretando a don Juan de manera tan convincente? ¡Don Juan! Ni más ni menos que un burlador, asesino y conquistador.
Ángel ya estaba acabando el monólogo y no se había trabado ni una sola vez. Se sabía el papel a la perfección.
-A esto don Juan se arrojó, / y lo que él aquí escribió / está mantenido por él.
El Paraninfo se llenó de un silencio vacío, pesado, casi doloroso cuando Ángel terminó. Después prorrumpió en entusiastas aplausos por parte de los buenos perdedores y aquellos que no optaban al papel de don Juan. Estaba claro, todo el mundo lo sabía: Ángel era el candidato idóneo para hacer de don Juan. Sin embargo, el orgullo de Álvaro se resistía fieramente a dejar en sus manos al protagonista de la obra.
-Bueno, bueno-dijo levantándose y alzando las manos para cesar el aplauso-. Veo que te sabes bien el papel.
-Sí, señor. Me gusta mucho el Tenorio.
-Ya... Mas se acercan. ¿Quién va allá?
Ángel se quedó callado un momento, sorprendido por la prueba que le ponía, pero después esbozó una media sonrisa que le hizo adoptar un gesto más propio de don Juan que de él.
-Quien va-respondió con seguridad.
-De quien va así, ¿qué se infiere?
-Que quiere.
-¿Ver si la lengua le arranco?
-El paso franco.
-Guardado está.
-¿Y soy yo manco?
-Pidiéraislo en cortesía-esta frase la pronunció Álvaro con un disgusto que pareció trascender del papel.
-¿Y a quién?
-A don Luis Mejía.
-Quien va quiere el paso franco.
Álvaro frunció el entrecejo. No necesitaba más. Era obvio que Ángel había estudiado el papel con detenimiento. Y no sabía por qué, el que el chico no fallara ni una sola frase le desagradaba.
-¿Alguna vez has hecho el papel?
-No, hice de Mejía, pero me aprendí también el papel de don Juan. Pensé en presentarme al papel de don Luis, pero creí que era bueno cambiar.
El profesor asintió y bajó la mirada al papel, casi con disgusto. Ángel volvió a su asiento y Álvaro aprovechó para masajearse las sienes. Aquella tarde estaba siendo insospechadamente dura. Así que Ángel sabía actuar... Era toda una caja de sorpresas aquel chico. Una incómoda y enervante caja de sorpresas, pensó Álvaro mientras miraba discretamente hacia el asiento de su ayudante y veía cómo Helena lo felicitaba de manera entusiasta.
Estaba siendo injusto con el chico. Era muy servicial y lo había ayudado muchísimo en las dos últimas semanas, primero con sus investigaciones y luego con el trabajo de la obra. Hacía varios días, incluso, se había ofrecido a ayudarle a ordenar su despacho, ayuda que Álvaro no desechó, teniendo en cuenta la enorme cantidad de papeles que tenía desordenados sobre la mesa porque no le cabían en ningún otro sitio.
Debería sentirse aliviado porque un actor como Ángel se fuese a ocupar de su protagonista. Con Ángel haciendo de don Juan, don Pedro Grandes, profesor de literatura en la Complutense y un gran colega suyo, haciendo de comendador, y quizás metiendo en cintura a Pablo Fernández y dándole el papel de Mejía... solo le faltaba una doña Inés competente para salvar su obra.
Pero esa era otra... doña Inés. Era el último papel por dar, y el más complicado, sin duda. No porque la actriz en cuestión tuviese un texto más largo o más difícil de memorizar, ni porque el papel requiriese de unas dotes interpretativas mayores, no. Era tan solo que la actriz que hiciese de doña Inés, además de actuar, había de saber cantar.
Se le había ocurrido la idea de eliminar el primer soliloquio de Inés y representarlo por medio de una canción que ésta le cantaría a una paloma que tendría encerrada en una bella jaula, en su habitación. Para Álvaro, la música estaba a la par que la literatura en lo que a artes se refiere. A veces, incluso, se sorprendía pensando que la primera era muy superior a la otra. Si no había consagrado su vida a la música, era por el sencillo motivo de que pensaba que la música no lo había elegido a él. Siempre decía que la vida le había dado manos torpes y un oído no del todo ágil, así que, como mucho, podía llamarse pianista impostor. Aun así, disfrutaba sobremanera gastando sus tardes frente a las teclas de su viejo y poderoso instrumento, rememorando viejas melodías y armonías, y viendo nacer otras nuevas.
Por aquel sentimiento de amor desmedido hacia la música, había decidido Álvaro incluir aquella canción en su obra. Había querido crear una doña Inés bella, mucho más bella que la de Zorrilla. Una doña Inés que fuese algo tan cercano a un ángel que el espectador se enamorase de ella nada más verla y oírla. Y si para él la música era tanto, la pulsión que lograba que su cuerpo anhelase la vida, los instrumentos constituían entonces los objetos materiales más bellos y necesarios de este mundo. Por lo tanto, ¿qué mujer podría haber más hermosa que la que es un instrumento en sí?
Al cabo de estas vacilaciones, se dio cuenta de que había pasado un tiempo considerable desde que Ángel había bajado del escenario, así que, tras un breve masaje de sienes más, tomó la lista que su ayudante le había pasado antes de las candidatas al papel de doña Inés y le echó un vistazo sin leerlo. Se sorprendió al ver tanto nombre apuntado, y a pesar de que tardarían una eternidad en acabar, se animó, pues tendría más posibilidades de encontrar a su Inés.
-Ana Martín-llamó.
Una chica mona y desenvuelta se subió al escenario de una manera que dejó claro que ya lo había hecho otras veces. Saludó con una graciosa genuflexión, en imitación a las formas que habían de representarse en la época del marco de la obra. Álvaro sonrió y dijo:
-Adelante.
El semblante de la chica cambió de inmediato. Se tornó triste y casi pareció adquirir un color desvaído.
-Ya se fue. / No sé qué tengo, ¡ay de mí!, / que en tumultuoso tropel / mil encontradas ideas / me combaten a la vez.
Su voz comenzó en un susurro tan bien proyectado que se oyó hasta la última fila. No equivocó ni una sola vez el texto del soliloquio, y lo cierto es que estuvo brillante. Sin embargo, Álvaro no pudo cantar victoria tan pronto, ya que, tras acabar el recital, Álvaro le pidió que cantase algo y así descubrió que su oído era duro como una piedra.
Una pena, una auténtica pena, pero si no encontraba a una doña Inés mejor, con todo el pesar de su alma, recortaría la canción y le daría el papel a aquella chica.
-¡Siguiente!
Las aspirantes a doña Inés se fueron sucediendo, pero ninguna era capaz de superar el listón que había puesto la primera. O actuaban bien pero cantaban mal, o actuaban mal pero cantaban bien, o hacían las dos cosas de manera pasable o no sabían hacer nada.
Al final, Álvaro tenía claro que tendría que eliminar la canción. Le desagradaba la idea, pero si lo hacía, sus preocupaciones respecto a los papeles se acabarían, ya que tenía todos los papeles femeninos adjudicados.
La penúltima chica no lo había hecho mal, aunque no tenía una voz bonita. Bajó del escenario mientras Álvaro pensaba que le daría el papel de Lucía. Tomó la hoja una vez más y buscó el último nombre, deseoso de acabar ya con todo aquello.
Si cuando había visto el nombre de su ayudante se había sorprendido, en ese momento se sumió en una especie de parálisis mental. Se volvió lentamente, ya que sintió aquel par de ojos marrones, enormes, clavados en su espalda, y así era. Ambos se quedaron callados, mirándose fijamente, y no supo si era un efecto de la escasa luz del paraninfo sumado a la distancia, pero hubiese jurado que las mejillas de la chica se coloreaban.
-María Helena-dijo Álvaro-. Es usted la última.
La chica se levantó y dejó su bolso al cuidado de Ángel. Éste le acarició la mano para infundirle ánimos de una forma que, según Álvaro, daba lugar a malas interpretaciones. Observó cómo la joven bajaba las escaleras cabizbaja, sin mirar a ninguna de las personas que ahora estaban pendientes de ella. Sin embargo, al pasar al lado de Álvaro, éste la llamó con un susurro.
-¿Desde cuándo sabe lo de la obra?-inquirió.
-Desde ayer-respondió su alumna-. Me lo dijo Ángel, y pensé que estaría bien participar-dijo como excusándose.
Álvaro seguía perplejo, pero le indicó que subiese al escenario. Una vez lo hubo hecho, la chica miró a uno y otro lados y carraspeó débilmente, aunque pareció reprenderse mentalmente por ello, lo que hizo que Álvaro sonriese interiormente, aunque no supo con seguridad si su alumna se amonestaba por haber hecho algo malo para la voz o por algún otro motivo.
-Adelante-le dijo con una voz inconscientemente más cálida que la que había empleado con el resto de los participantes.
Helena asintió, respiró profundamente, movió ligeramente los hombros y comenzó a recitar. Álvaro se dio cuenta a la perfección de que aquella era la primera vez que Helena subía a un escenario, ya que comenzó su recitación de manera nerviosa e insegura, y en algunas ocasiones no entonaba el texto como debía. Álvaro fue imaginando cómo se vería Helena vestida con un hábito de novicia, y aquello, unido al pequeño deje de inseguridad, hizo que su alumna se le representase como el mayor ejemplo de dulzura. No supo cómo, pero en un determinado momento de la recitación, Álvaro sintió que Helena no había conseguido convertirse en Inés, como el resto de candidatas, sino que había hecho que Inés se convirtiese en ella, lo que de pronto se le presentó como una posibilidad muy interesante.
-Y hoy la echo de menos... acaso / porque la voy a perder-recitaba Helena. En ese momento miró a Álvaro, quien la observaba fijamente, sin perderse detalle de sus gestos y palabras. Éste no pudo evitar acompañar con el movimiento de sus labios las palabras que dijo ella a continuación-: que en profesando es preciso / renunciar a cuanto amé...
Helena se quedó callada, y Álvaro sintió cómo el momento se suspendía durante instantes... durante eternidades. Pero la chica desvió la mirada, rompiendo aquel extraño momento y acabó el soliloquio en tres versos más.
Álvaro respiró hondo mientras Helena volvía a recuperar su expresión habitual, aunque parecía incapaz de desprenderse de aquel halo de ángel o, al menos, eso le pareció a él. Tragó saliva y tosió levemente, aunque solo para ganar tiempo.
-Muy bien-dijo con voz débil- ¿Podría cantar ahora?
Helena asintió lentamente con al cabeza, cerró los ojos durante un instante y cogió aire profundamente un par de veces. Después se vació al completo y tomó solo el que le hacía falta. A estos breves preparativos asistió Álvaro lleno de curiosidad. Jamás habría pensado que algún día oiría cantar a su alumna. Si bien es cierto que se había fijado en que tenía una voz dulce, ni demasiado grave ni demasiado aguda. Entonces, tras escasos segundos, Helena comenzó a cantar.
Fue algo que Álvaro no había esperado. Recordó a su alumna, analizando frases como una profesional con soltura, cuando estaban en clase, y no pudo encontrarla en la joven que estaba sobre el escenario. La vio bella, poderosa y, a la vez, frágil, como su voz. No pudo entender cómo algo así había pasado desapercibido ante sus ojos durante tanto tiempo. Ella era... era Inés, se dijo. Estaba tan sumamente sorprendido y extasiado porque había encontrado a la persona para la que había escrito el papel, sí.
Había encontrado a su Inés.

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