domingo, 10 de abril de 2011

Capítulo XI

Las navidades se acercaban y, aunque en su casa se respiraba un marcado ambiente festivo, ella se sentía cada vez más agobiada. No sabía por qué, pero repentinamente le parecía que los profesores impartían demasiado contenido en cada clase y que mandaban ejercicios en exceso. En literatura, el profesor les mandaba leer cada día libros más extensos en menos tiempo, y aunque Helena había dejado a un lado la lectura crítica para dar paso al devorar insensato de cientos y cientos de páginas, no podía abarcar con tanto. Era incapaz de comprender cómo sus compañeros podían seguir tranquilos, como Victoria, que hacía dos semanas que no abría un libro.
Si bien ella misma ya se exigía demasiado a la hora de estudiar, los comentarios que escuchaba continuamente en la universidad y en su casa no hacían sino desbordarla. “Helena, por favor, deja los libros un rato y sal conmigo a dar una vuelta”, “¿no crees que estudias demasiado? Si vas a aprobar de todas formas…”, “Helena, un manual no es la extensión de tu cuerpo, ¿por qué no lo dejas un rato?”, “¿No crees que te estás obsesionando?” No había día que no se librara de aquellas sentencias por cortesía de su amiga Victoria. Por otro lado, lo que más hacía que colapsara, se enfadara por el bloqueo y, por ello, volviera a colapsar, eran los comentarios caseros:
-Helena, hija, no sé qué es lo que tienes que hacer tanto. Si, total, tienes todas las navidades.
Y, efectivamente, tenía las navidades. Pero las tenía para amargarse, no para estudiar. Ya lo estaba viendo. Siempre fue así, estudiara lo que estudiase, y la universidad no iba a ser menos. “Helenita, tráeme las granadas”, “Helena, los pimientos”, “Helenita, baja a comprar musgo para el Belén”, “¿Por qué no estás ayudando a Anita a colocar el Nacimiento?”, “¡María Helena! ¡Déjate de tanto estudio y tanta tontería, que van a venir los invitados!”. Y así se resumían sus días de vacaciones, de la mañana a la noche... Odiaba tener que ir a comprar los regalos aquellas tardes que se hacían eternas a causa de la indecisión de su madre, soportando frases como “¿no es muy atrevido? Casi se le ve la rodilla”, ¿por qué no te pruebas esto? ¿Y eso otro?”, “con ese estarías guapísima para la próxima vez que quedaras con Ernesto”, “María Helena, por dios, quita esa cara, que parece que te están matando”. Si su amiga Victoria le pedía que la acompañara, muy a su pesar no podía negarse. A Victoria le gustaba tanto ir de compras como a Helena leer, por lo que sabía que, si quedaba con su amiga, perdería toda la tarde. A pesar de todo aquello, lo peor sin duda era tener que ir a los ritos religiosos propios de las fechas. Además, como siempre, a la salida de la iglesia tenía que soportar los comentarios de las señoras mayores que se acercaban a charlar con sus padres. ¿Y los villancicos? Eso era superior a ella. “¡Pues que beban los peces en el río, a ver si se ahogan este año!”, pensaba estando ya saturada de tanto espíritu navideño.
Quizá era por su madre. Era una fanática de toda fiesta que conllevase reuniones familiares. Ya fuesen cumpleaños, funerales o santos, todo lo aprovechaba la buena señora para desempolvar su viejo y enorme puchero y cocinar unas gachas que hubieran resucitado a un muerto. ¡Sí! Porque Remedios no era una de esas señoras de hoy en día que se pasaban el día en la peluquería, cotilleando sobre las nuevas minifaldas que venían de París. ¡No! Remedios era una mujer de las de antes. ¡Mujer! Y con todas las letras: buena madre, fiel esposa e infatigable ama de casa, ¡ea! Que tal y como estaban los tiempos, había que demostrarle a las generaciones venideras que un hogar solo se levantaba bajo la firme mano del padre y el amor desmedido de la madre.
El caso era, que las navidades eran un duro trago para Helena, desde siempre. Bueno, al menos desde que los regalos que le hacían le dejaron de hacer ilusión. ¿Para qué quería ella tanta ropa? Le gustaba ir bien vestida, sí, era algo que su madre había logrado inculcarle. Pero el hecho de tener que dejar siete pares de zapatos debajo de la cama porque en el armario ya no cabía ni un clavel, le parecía excesivo. ¿Por qué no le regalaban libros? Ella era feliz con el olor del papel recién impreso, con los lomos duros que necesitaban ser domados con el paso del tiempo. Incluso un libro ajado, viejo, pero lleno de historia, le hubiese resultado el regalo más magnífico. Sin embargo, parecía ser que un libro no era lo suficientemente digno como para ser regalado el día de Reyes.
Y además de los regalos, la familia... En navidades, Teresa y el estúpido de su maridito iban a comer todos los días a casa de los padres de Helena. Después se quedaban allí toda la tarde y, por supuesto, también cenaban con ellos. Metían un barullo insoportable, o eso era lo que le parecía a Helena. No sabía por qué, pero el tonito de rata que se gastaba José María se hacía más chillón después de las comidas. Quizá fuese por los Riojas.
Aquellas navidades, además, se presentaban especialmente desagradables. Había un factor con el que no había contado: los Ramos. ¿En qué hora había accedido ella a acompañar a Victoria en su cita con Marcial? Ahora, los tíos de Ernesto y sus propios padres parecían locos por emparejarla con tan abominable ser. ¿Es que no se daban cuenta de que no lo soportaba? Cierto era que trataba de no ser descortés delante de todo el mundo, pero las miradas que le dirigía a Ernesto no pecaban, precisamente, de calidez. Aunque el muy gañán no colaboraba y, a pesar de que cuando estaban a solas Helena no se molestaba por ocultar su profunda aversión, Ernesto la trataba con unas confianzas desmedidas.
En todo esto estaba meditando Helena, frente a unos apuntes del Cid, cuando una sombra tapó la luz que provenía de las lámparas de la biblioteca. Alzó la mirada pensando inconscientemente que se encontraría a Álvaro, mirándola con una sonrisa enorme, sincera, y que haría desaparecer todas sus preocupaciones, por lo que sintió una ligera decepción al encontrarse con aquel chico alto, espigado, con pantalones de pana y camisa, esta vez, de rayas.
-Oh... Hola-murmuró la chica, sorprendida.
El joven abrió la boca y trató de decir algo, pero las palabras parecieron trabársele en el último momento. Helena dirigió una discreta mirada a sus manos justo en el momento en el que se las metía dentro de los bolsillos del pantalón marrón con gesto nervioso.
-Buenas tardes, María Helena-consiguió articular.
-Buenas tardes, Ángel-correspondió Helena al educado saludo tras recordar, no sin un pequeño esfuerzo, el nombre de su interlocutor.
Aunque al principio se había sentido decepcionada porque no hubiese sido su profesor quien estuviese estado esperando allí, de pie, en esos momentos sentía una ligera curiosidad ante aquella extraña figura.
Ángel volvió a abrir la boca, aunque pareció volver a arrepentirse. Lo cierto era que a Helena todo aquel vaivén de de labios le hacía imaginarse a un besugo tratando de chapotear en la arena de la playa. Al final, el chico pareció fijarse en los apuntes de Helena y, con evidente alivio, explotó esa salida.
-Vaya... Veo que te gusta la navidad.
-¿Cómo?-preguntó Helena sumamente desconcertada.
Volvió la mirada hacia la mesa y se sorprendió al encontrarse un Belén dibujado en una hoja en sucio. Lo tachó rápidamente con dos furiosos trazos de su pluma y murmuró:
-Ah... No, en absoluto.
Esta reacción pareció acabar con todos los recursos que Ángel había elaborado para entablar conversación, así que se quedó allí plantado, sin saber qué decir, con las manos en los bolsillos y el cuello de la camisa descolocado.
-Bueno... ¿qué tal va el trabajo de investigación?-inquirió Helena con cortesía.
-Viento en popa-respondió Ángel, al parecer contento porque fuese la propia Helena quien iniciase la conversación-. Don Álvaro estuvo el otro día desembalando viejas tesis de él y alguno de sus colegas, y me presentó a los bibliotecarios. Así que ahora puedo acceder a la mayor parte de los libros en poco tiempo.
-Me alegro-sonrió Helena.
-Don Álvaro es muy amable, y muy sabio-continuó Ángel-. Debe de ser toda una suerte asistir a sus clases.
-Suerte es poco. Es un honor-replicó Helena con vehemencia. Después sintió cómo las orejas comenzaban a arderle ante la perpleja mirada de Ángel-. Es un magnífico profesor, ya sabe...-acabó como queriéndose disculpar.
Ángel sonrió tímidamente.
-Sí, al menos eso parece. ¿Puedo sentarme aquí contigo?
-Por supuesto.
Helena apartó sus libros y las mil hojas de papel que había desperdigado en la mesa, para hacerle un hueco a Ángel. Este se sentó a su lado y, ocupando un espacio mínimo, abrió un pesado libro y comenzó a leer tras dirigirle una breve y azorada sonrisa a Helena.
Ambos estuvieron así, callados, estudiando cada uno lo suyo durante al menos tres horas. Al final, Helena arrojó un par de hojas sobre la mesa, se recostó en su respaldo, se llevó las manos a los ojos y suspiró con un cansancio extremo. Para Ángel, estos gestos no pasaron desapercibidos, y se volvió hacia Helena con mirada amable.
-¿Estás cansada?
-Muchísimo-murmuró la chica con agotamiento.
-Vaya... Veo que os mandan mucho trabajo-comentó Ángel observando el grueso taco de folios que componían los apuntes de literatura de Helena.
-Sí... Bueno, o quizás soy yo, que he estado añadiendo cosas de diversos manuales...
Ángel pareció sorprendido.
-¿En serio?
-Sí... ¿es muy raro?
-No... Simplemente, yo era uno de los pocos que lo hacían.
Helena lo evaluó con la mirada, pues no sabía muy bien si se estaba riendo de ella.
-¿Tú también completabas tus apuntes?
-¡Claro! No mucha gente lo hacía. Se conformaban con lo que nos decía el profesor en clase o, como mucho, se compraban el manual que recomendaba. Pero nunca investigaban y corroboraban que lo que decía uno venía en otro...
-¿Es que cómo vamos a aprender si no?
-Exacto. El deber del estudiante es el de investigar y profundizar por su cuenta en el temario que se le da en clase, ¿no crees?
-¡Claro! Los conocimientos que un profesor es capaz de abarcar en clase son insuficientes. Creo que jamás dejaré de estudiar...
Ángel sonrió, por primera vez con completa sinceridad y tranquilidad.
-No, no lo harás. Te lo aseguro-miró su reloj al darse cuenta de que comenzaba a anochecer y después se volvió de nuevo hacia Helena-. Oye, ¿te apetece que vayamos a tomar algo a la cafetería?
-¿Tú y yo?-inquirió Helena con enorme sorpresa.
-Eh... Sí-asintió Ángel, cohibido ante la evidente extrañeza de Helena-. Has estudiado mucho esta tarde. Deberías tomarte un descanso... un café. Y charlar con alguien que pueda entenderte-terminó con una sonrisa que no le salió del todo bien por la turbación.
Helena lo miró durante unos instantes, perpleja, mientras meditaba la propuesta. Aquel chico le parecía sumamente raro. Era tan vergonzoso... y, sin embargo, le había propuesto ir a tomar un café. Una curiosa contradicción que despertó en la chica una sana curiosidad. Al final sonrió y dijo:
-Está bien. Iré a tomar un café contigo.
Bajaron hasta la cafetería charlando animadamente sobre literatura. Ángel hablaba sin parar, evidentemente alentado por que Helena no hubiese rechazado su invitación. Una vez allí tomaron asiento en una apartada mesa y pidieron ambos un café bien caliente.
Ángel le contó que estudió Filología Hispánica en la universidad de Salamanca y que se licenció cum laude varios años atrás. Desde entonces, había estado impartiendo clases de lengua en colegios privados hasta que había decidido comenzar el doctorado, por lo que había venido a la Universidad Complutense, ya que su doctorado versaba sobre varios temas que había tratado Álvaro en sus trabajos de investigación.
-Vaya... Tienes una carrera impecable.
-Bueno... No tanto... Ojalá no hubiese perdido el tiempo dando clases en colegios privados. Si lo hubiese empezado nada más acabar la carrera, ya tendría mi doctorado.
-Pero siempre es experiencia.
-Sí, sí... Eso no me lo quita nadie.
Los minutos se pasaron tan rápido como Helena solo había conocido en compañía de Álvaro. Aquel joven tenía un raro magnetismo que en un principio podía repeler pero que, tras algo de trato, acababa atrayendo con fuerza. Era inteligente y sabía infinidad de cosas de diversos temas, ya estuviesen hablando de literatura, de historia, de filosofía o incluso de ciencia. Además, cuando cogía algo de confianza, sus ademanes torpes y excesivamente vergonzosos iban desapareciendo, dejando paso a un chico de mirada clara, segura y magnética. En un momento de la conversación, Helena se sorprendió pensando que tal vez aquel era la clase de chico que su madre querría para ella. Estuvo a punto de abrir los ojos con desmesura, pero se contuvo, y trató de apartar aquellos pensamientos incoherentes de su cabeza y retomar el hilo de lo que el joven estaba contando.
-Oye, María Helena, don Álvaro y tú os lleváis muy bien, ¿no?
-Bueno, Ángel… tenemos una buena relación de profesor y alumna. Además, esa impresión tuya es solo porque me intereso por su asignatura.
-No lo pongo en duda-concedió Ángel, aunque no pareció rendirse-. Sin embargo, don Álvaro no se lleva igual de bien con todos sus alumnos como contigo. Tú eres... como una especie de alumna predilecta.
-No diría tanto-murmuró Helena con un contradictorio sentimiento de ilusión e incomodidad.
-¿Cómo que no? Os veo muchas veces hablando en la biblioteca, comentando libros. Muchísimas.
-Tampoco estamos tanto en la biblioteca...
-Casi todas las tardes.
Helena frunció el entrecejo y bajó la mirada hacia su café, sintiendo una profunda desazón. No sabía por qué, pero que alguien supiese cuánto conversaban Álvaro y ella, hacía que se sintiese inquieta. A veces tenía la sensación -aunque le parecía estúpida- de que aquellas largas tardes en la biblioteca con su profesor no eran lo correcto.
Ángel pareció notar la incomodidad de Helena, así que se apresuró por arreglarlo.
-Sin duda, si yo fuese tu profesor, también serías mi favorita. Y lo que me extraña es que no lo seas de todos tus profesores. Eres muy madura y te interesas realmente por la filología. Esto es tu vida.
Helena alzó la cabeza y miró a Ángel con sorpresa ante sus palabras, recordando, sobre todo, la última frase. Su vida... Sí, estaba segura de que aquel era su lugar.
Sonrió sin saber muy bien qué decir.
-Ángel... No hagas que me sonroje, anda. Además, ¡yo no soy una cum laude como tú!
Ángel rio.
-Algún día lo serás, lo sé.
En ese momento, el joven miró hacia algún punto detrás de Helena y alzó una mano, como para llamar a alguien, pero se detuvo a medio camino. La chica se volvió y vio la espalda de Álvaro, con la bufanda colgando despreocupadamente sobre sus hombros, desapareciendo por la puerta de la cafetería.
-Vaya...-murmuró Ángel-. No me ha visto.
-Oh...
Helena no despegó la mirada de la figura de Álvaro hasta que la última punta de su bufanda quedó oculta tras la pared, y luego una pesada losa se instaló en su pecho. Lo estaba pasando bien con Ángel, pero no sabía por qué, necesitaba conversar con su profesor. Tenía una manera de hablarla que la tranquilizaba.
-Pobre-oyó que decía Ángel. Se volvió hacia él-. Últimamente trabaja en exceso.
-Sí... Lo cierto es que se le nota cansado. En clase, digo-se apresuró a añadir Helena.
-Lo cierto es que lo que ha hecho, merece una ovación.
-¿Qué ha hecho?-preguntó la chica con una repentina e impetuosa curiosidad.
-Ha hecho una versión del Tenorio en menos de cuatro días y ha movido la creación de un nuevo grupo de teatro que él mismo dirigirá.
Helena se quedó boquiabierta.
-¿¡En serio!?
-Sí, sí.
-¿Un grupo de teatro? ¿Aquí, en la facultad?
-Sí. Su idea es representar clásicos versionados por él mismo. He leído algunas páginas del manuscrito, y puedo decirte que es muy bueno.
-Vaya...
-Ahora está algo irritable porque las audiciones para los papeles son mañana.
-¿Todavía no tiene actores?
-No... A mí me gustaría presentarme para hacer de don Juan. Siempre me pareció un personaje magnífico.
La sorpresa de Helena aumentó.
-¿Vas a actuar?
Ángel sonrió modestamente.
-Sí. En Salamanca pertenecía a un grupo de teatro y... bueno... Siempre hacía el papel protagonista.
-Vaya... De qué cosas se entera una-rio Helena, casi sin poder creer que aquel tímido chico fuese capaz de ponerse ante un público para representar una obra.
-¿Sabes? El gran problema a la hora de elegir a los actores va a ser doña Inés.
-¿Doña Inés? Pues, precisamente, no es un personaje muy complicado.
-¿Tú crees?
-No podría ser más plano.
-Sí... Tienes razón. El problema es que Álvaro ha incluido una pieza musical que él mismo ha compuesto, y la tiene que cantar la actriz que haga de doña Inés. Así que hay que buscar chicas jóvenes, que actúen bien y que encima sepan cantar.
-Vaya...-murmuró Helena- Sí, lo cierto es que va a ser complicado.
Ángel comenzó a hablarle de los pormenores de la obra y de los problemas que habían tenido para conseguir que les dejasen usar el Paraninfo para los ensayos. También le contó que Álvaro lo había nombrado su ayudante. Sin embargo, Helena ya no le prestaba toda su atención, puesto que una vaga idea comenzaba a tomar forma en su mente.

1 comentario:

  1. Que ganas tenía de que saliera otro capitulo! Estoy totalmente enganchada :)

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