martes, 5 de abril de 2011

Capítulo X

Helena salió a la débil luz de la mañana invernal tras poco más de media hora de viaje en las profundidades madrileñas. A su lado, varios grupos de estudiantes, algunos más alegres que otros, tomaban el camino hacia su facultad. Iba leyendo, absorta, Fortunata y Jacinta. No podía comprender cómo había gente que no había abierto más libro en su vida que uno de recetas de cocina. Ella, a pesar de ir caminando por la calle, había sido incapaz de apartar la mirada de las ajadas páginas de su libro, y casi podía notar el sonido de las monedas cayendo en bandejas metálicas al son de unos agudos cánticos de niñas diciendo: “¡Un cuartito para la Cruz de Mayo!”. Tan embebida estaba en la historia de Barbarita, que llegó a su facultad, subió las escaleras de piedra y entró al recibidor como una verdadera autómata, todo ello sin despegar la ávida mirada lectora de su libro. Se sabía los pasos de memoria. Un, dos, tres, cuatro, cinco hacia el frente. Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis hacia la derecha y... no había contado con que alguien estaría esperándola, por lo que se chocó contra un torso y el pesado volumen se le cayó al suelo. -Oh, discul... ah, eres tú -dijo al levantar la vista y ver que era Ernesto quien obstaculizaba su camino. -Hola, Helena. Yo también me alegro de verte. Helena refunfuñó y se agachó para recoger el libro, pero el joven se adelantó a ella y, con ademanes caballerescos que nada hubiesen tenido que envidiar a los de Amadís, recogió el libro del suelo. La chica lo tomó de las serviles manos de Ernesto y carraspeó con desagrado. -Ya... bueno-murmuró-, tengo algo de prisa. Ya nos vemos. ¡Hasta luego!-acabó con una entusiasta despedida cargada de sarcasmo que no dejaba lugar a más conversación. -No, no, espera, no tan rápido. Venía a hablar contigo. -¿Si? -dijo sin hacerle caso, haciendo ademán de irse, pero Ernesto la cogió del brazo. -Te estoy diciendo que tengo que hablar contigo-dijo con un semblante repentinamente serio. -Y yo te digo que tengo prisa-intentó desasirse, pero el chico no le dejó. -Creo que me debes una disculpa. -¿Una qué...? -Ya lo has oído. Debes disculparte por lo del otro día. -¿Qué del otro día? -¡Deja de hacerte la idiota! ¡Sabes perfectamente que me refiero a lo del vaso de agua! -Ah, eso. Ya, bueno, yo creo que no te debo nada. -Eres tú muy lista, ¿no crees? Helena le sonrió de forma cínica. Tan solo le faltó sacarle la lengua y estirarse el párpado inferior de un ojo para completar la estampa. Ernesto frunció el entrecejo con furia, pero tras unos instantes pareció tranquilizarse. Suspiró y alzó la cabeza con una media sonrisa que inquietó a Helena. -Casi me gusta que seas así. -¿Cómo?-inquirió Helena, desconcertada ante el repentino cambio de humor de Ernesto. -Te hace más... no sé. El chico comenzó a acercarse más. La joven, que quería apartarse, se vio acorralada entre la pared y Ernesto. -¿Por qué no me dejas en paz? -Vamos, no te asustes, nena -dijo jugando con su pelo-. Si no me pides disculpas, tendré que perdonarte de otra forma... ¿no crees? Helena, con los ojos desmesuradamente abiertos, trató de empujarlo para que se apartara, pero el chico insistía -¡Ernesto, por favor! El joven deslizó una mano por la mejilla de Helena y la tomó de la nuca, acercando la boca de ésta a sus labios con fuerza. -Creo que no es el lugar más adecuado para hacer este tipo de cosas-dijo una voz firme detrás de ellos. Ambos se volvieron rápidamente, Helena azorada y Ernesto con una expresión cargada de furia, hacia el lugar del que había salido la voz, y se encontraron con Álvaro, cruzado de brazos frente a ellos. Ernesto soltó una risotada irónica. -Buenos días, profesor-saludó con media sonrisa burlona. -Buenos días, señor Castillo. Álvaro miró a Helena, pero ésta agachó la cabeza rápidamente sin poder evitar un calor inmenso ante el profundo sonrojo que se había apoderado de sus mejillas. -Quería advertirles que es mejor que hagan esas cosas en privado, señores. Yo no diré nada, pero estoy seguro de que otros profesores no harían lo mismo. -Estoy seguro, señor. Es una suerte que haya sido usted-dijo Ernesto con voz socarrona. -Sí, claro -afirmó Álvaro sin hacerle mucho caso-. Será mejor que se vayan ya. -Tiene razón. Será lo mejor. Ya nos vemos, Helena- la chica, que seguía con la cabeza gacha, levantó un segundo la mirada, sentenciándolo, pero no dijo nada-. Gracias otra vez, “profesor”. Cuando Ernesto se hubo marchado, Helena se agachó a recoger Fortunata y Jacinta de nuevo, pues se le había vuelto a caer cuando Ernesto la había acercado a él, pero Álvaro, con una pose que no pretendía caballerosidad sino amabilidad, se adelantó, recogió el tomo y se lo tendió a Helena, incorporándose. -Yo no quería, señor- le dijo a Álvaro con voz suplicante, cogiendo el libro. -No se preocupe, todos hemos sido jóvenes. -Pero... -De verdad, tranquilícese. No voy a ser yo quien diga nada. -En serio, es que yo no... -No insista, María Helena, no pasa nada- Álvaro cambió de tema al ver que la joven denotaba incomodidad- Pasaba por aquí... ¿quiere acompañarme? -después de lo acontecido, la chica se mostraba dudosa-. No sea tímida. -De acuerdo... Echaron a andar, en silencio, hasta que Álvaro lo cortó. -Dígame, ¿qué tal lo pasaron en la cena? -Bien... estuvo bien. -No ha quedado muy convincente. Puede sincerarse, si así lo desea. -Terrible -se apresuró a decir la joven- fue terrible. Toda la noche soportando impertinencias y comentarios fuera de lugar... ¡son una panda de machistas retrógrados! Que si menos estudiar y más limpiar, que si buena esposa, buena madre, Helenita esto, Helenita lo otro. -Vaya, jamás imaginé verla así. Sí que lo pasó bien, sí- dijo, irónico a la par que divertido ante el evidente mal humor de Helena. -Disculpe si he perdido las formas... ¡es que me encienden todas estas cosas! -Está bien ese feminismo tan marcado, María Helena-dijo Álvaro, sonriendo, aunque bajó el tono-, pero creo que en algún momento podría traerle problemas. Ya sabe el complejo de rebaño que tiene este país... todos a una. -Me da la sensación, si me permite decirlo, de que usted lo sabe bien-comentó Helena con aire confidente, sintiendo que repentinamente estaba adentrándose en un terreno demasiado escabroso. Álvaro siguió caminando, meditabundo, pero al final esbozó una sonrisa triste y dijo: -Digamos que me es cercano. Plantéeselo así: del mismo modo que a usted le enciende la causa feminista, a mí me produce cierto resquemor que la gente no pueda manifestarse libremente, que a un alzamiento de brazo acudan como borregos... mire, estando en Sudamérica, visitando a mi hermano, me presentó a un hombre muy interesante con el que aún mantengo el contacto. Pues bien, Mario, que así se llama, hablando una tarde de la situación en España, me dijo lo siguiente: "obedecer a ciegas deja / ciego, crecemos / solamente en la osadía". ¿No le parece muy cierto? En cualquier caso, María Helena, no deberíamos hablar de estas cosas muy alto. Volvemos a lo mismo... Helena, que ya sospechaba el bando político de su profesor, supo que estaba en lo cierto, así que no insistió. Sin embargo, una cálida sensación anidó en su pecho, al darse cuenta del tremendo acto de confianza que acaba de llevar a cabo Álvaro con ella. -¡Señor Márquez! ¡Álvaro! -una voz llamó al profesor tras ellos. Se giraron y vieron al decano, sacando la cabeza por una puerta. Los dos se acercaron, quedándose Helena un poco más atrás, por cortesía y timidez. -Señor dos Santos, siempre es una alegría verle. -¿Todo bien? -Sí, todo bien. Señor, ella es María Helena Palacios, una de mis alumnas más brillantes de Gramática de Primero. María Helena, te presento a don Sabino dos Santos, decano y antiguo profesor mío. -Encantada, señor. -El placer es mío, señorita. De modo que usted es alumna de Álvaro... ¡vaya elemento fue en su tiempo! Por lo que sé, no ha cambiado demasiado, ¿eh? -dijo en tono jocoso, codeando a Álvaro de forma amistosa. -Me mantengo en mi línea, señor-respondió Álvaro con una sonrisa mientras le lanzaba una divertida mirada a Helena. Un carraspeo hizo que se giraran hacia el interior del despacho. Allí estaba, sentado y vuelto hacia la puerta, un joven de pelo oscuro, ojos claros y expresión aniñada. El pelo engominado hacia atrás lo hacía parecer algo mayor. Vestía con un jersey marrón de rombos más claros y unos pantalones de pana marrones. -¡Disculpen mi despiste! Siempre se me va el santo al cielo rememorando tiempos de otrora. Pasen, pasen, por favor -invitó a pasar a Álvaro y a Helena- Este es Ángel Hurtado. Ellos son don Álvaro Márquez Cortázar, profesor titular -le estrechó la mano- y la joven es María Helena, una futura gramática -la muchacha, sonrojada, dejó que Ángel le besara la mano, extrañada por tanta caballerosidad anticuada. El decano siguió con su parrafada- Justo de usted estábamos hablando, Álvaro. Ángel estudia sus investigaciones y sigue muy de cerca su trabajo. -Soy todo un admirador suyo, señor Márquez. Para mí, es un auténtico honor estar hablando con usted aquí. -Le ruego que no continúe así; de otra forma, acabaré por creérmelo-todos rieron. -El señor Hurtado viene para formar parte del personal investigador-dijo el decano. -Sí, bueno. De hecho, me resultará mucho más fácil seguir mi línea de estudio teniéndolo cerca a usted, señor Márquez. -Álvaro es muy generoso y un gran profesional... quizá hasta podría asistir a alguna de sus clases.-intervino el decano. -Vaya, ¿en serio? -preguntó el chico, emocionado. -Por qué no-dijo Álvaro con una cordial sonrisa. -Será todo un honor para mí. Fuera, en el pasillo, se empezó a escuchar el ruido de la gente que lo transitaba: voces y pasos llenaban con el eco cada espacio del corredor. Álvaro miró su viejo reloj y se dirigió a Helena. -María Helena, ¿no tiene clase? -Oh, sí, sí que tengo. De hecho, se me hace ya tarde. -Yo también he de marcharme. Ya nos vemos, Ángel. -No lo dude, señor Márquez-después, el chico se volvió hacia Helena y le dirigió una mirada profunda con la cabeza un poco agachada, casi con vergüenza-. María Helena, ha sido todo un placer. -Lo mismo digo, señor-respondió Helena sintiéndose algo azorada. Álvaro arqueó una ceja discretamente ante el extraño gesto, pero no dijo nada, así que, tras una última despedida, Helena y él salieron y atravesaron el pasillo juntos. -Vaya adulador, ¿eh?-comentó el profesor, intentando sonar casual, mientras examinaba el rostro de Helena de reojo. -Sí, qué señor tan raro... -¿Porque siga mis investigaciones?-preguntó fingiendo ofensa y sorpresa. -¡No, por favor! ¡No me malinterprete! -No se preocupe, María Helena, que sólo bromeaba. -Oh, lo siento... Álvaro rio casi con ternura. -Ande... Vaya a clase, que se le hace tarde. La hora siguiente es la mía, ¿no es así? -Sí, eso. -En ese caso, luego la veo. -Hasta luego, profesor. -Hasta luego, María Helena. El uno bajó por las escaleras y la otra entró en el aula trescientos treinta y tres. Al otro lado del pasillo, Ángel seguía con la mirada los movimientos de Álvaro hasta que éste desapareció. Una media sonrisa maliciosa deformó su rostro infantil, desproveyendo a su expresión de todo rastro de inocencia. Habría reído de alivio, de incredulidad. Qué fácil había sido... Bajó por las escaleras cuando supo que Álvaro estaría lo suficientemente lejos para no volvérselo a encontrar. Tendría que ir con cuidado, pues la mínima sospecha por parte de cualquiera podría ser fatal. Salió por el hall hacia la brillante luz de la mañana, y saludó al sol con una perversa sonrisa de profunda satisfacción mientras sacaba un paquete de Marlboro y se llevaba un cigarro a la boca. Lo encendió con marcada parsimonia y soltó una gran bocanada de humo que solo un fumador experto podría haber contenido en sus pulmones. Después, una profunda y suave risa salió de su pecho. -Márquez... Qué fácil me lo estás poniendo.

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