miércoles, 14 de septiembre de 2011

Capítulo XIII

En el silencio del pasillo, el eco repetía hasta extinguirse el sonido de un piano. Aquella melodía, que llegaba a todos los recovecos del corredor, a veces se veía detenida de repente; la brusca pausa venía de la mano de palabras malsonantes, algunas de ellas en francés.

Álvaro, en su despacho, se había pasado toda la tarde adecuando, perfilando y tratando de adaptar la partitura de la parte en que doña Inés cantaba. Haciendo una serie de anotaciones, tachando lo tachado y corrigiendo la corrección, se vio interrumpido por unos golpes en la puerta que pedían permiso para entrar. El profesor se sintió sumamente molesto, ya que no le agradaba que lo molestasen en una de sus explosiones creativas, aunque dudaba que aquello se pudiese llamar de manera tan presuntuosa. No obstante, alzó la voz y dijo: “Adelante”, de una manera resignada, ya que pensaba que quien entraría sería Ángel para preguntarle por enésima vez el por qué de tal comentario o tal crítica en alguna de sus ediciones como editor de algún clásico de la literatura. El que un joven encontrase su trabajo fascinante y no quitase en todo el día la vista de alguna de sus críticas, alimentaba a su vanidad, pero el chico había terminado siendo tan pesado que Álvaro había acabado renegando hasta de su Convergencias de los Tenorios sevillano y vetustense, obra que consideraba cumbre en su labor investigadora.

Su mente se embebió con un escalofrío en el pensamiento de aquella tediosa tarde en la que Ángel, con una libreta en una mano y La Regenta, El burlador de Sevilla y el Don Juan Tenorio en la otra, llegó a su despacho y le hizo una disertación acerca de la dudosa moralidad de los dos primeros Tenorios y el final noble y trágico del último, sosteniendo la tesis de que, dada la clara bifurcación, que se establecía en la línea de acciones de estos tres personajes, debería hablarse de divergencia y no de convergencia. No obstante, fue la cabeza de Juan la que se asomó por la puerta y no la de su temido -por lo pesado- alumno.

-Adelante- dijo Álvaro, resignado. En cambio, fue su hermano quien apareció tras la puerta.

-¿Es que no vas a saludar a tu hermano?

Álvaro levantó la vista y no pudo evitar mostrar una sincera sonrisa. Se puso en pie y los dos hermanos se abrazaron.

-Se te oye por todo el pasillo, Alvarito.

-¿Y suena bien?

-¿El qué? ¿El piano o los improperios?

-Vaya, ¿tanto se oye? Es que llevo aquí toda la tarde.

-Pensé que te apasionaba la música.

-¡Y lo hace! Me encanta, ya lo sabes. Lo que pasa es que a veces me desespero.

-Por eso mismo he venido a buscarte. ¿Por qué no nos vamos? Seguro que te viene bien despejarte.

-Sí, claro. Pero mira, Juan –dijo volviéndose hacia el piano- escucha esto, a ver qué te parece.

-¿Vas a tocar el piano para mí?-preguntó bromeando.

-¿No te parece romántico?- contestó Álvaro, siguiéndole el juego, a la vez que le lanzaba una coqueta mirada, acompañada de un batir incesante de pestañas.

-Cuando éramos niños me hacías escuchar tus cuentos; de adolescente, tus poemas y tu música. ¡Y parece que vamos por el mismo camino!

-Bueno, pues no te toco-dijo dándole la vuelta a las partituras, algo molesto.

-¡No has cambiado nada! Eso mismo hacías cuando te ponía impedimentos. Venga, soy todo oídos.

Álvaro sonrió y sacudió la cabeza. Mientras éste buscaba entre sus papeles, Juan se sentó en el sillón de su hermano y echó un ojo al escritorio, bastante ordenado para como Álvaro acostumbraba a tener las cosas. Si bien eso le había impresionado, lo que llamó su atención fue un libro que descansaba sobre la mesa. Juan tomó el ejemplar y lo examinó. Las tapas estaban forradas de tela granate, casi roja. En la portada se leía en letras doradas y caracteres en cursiva “Don Juan Tenorio. José Zorrilla”. Los bordes estaban como enmarcados por unas grecas de ataurique, también doradas.

Abrió las primeras páginas y vio que Álvaro había comenzado a escribir “Para Helena…”. En ese momento, su hermano le arrebató el libro.

-¿Qué haces? –preguntó encogiéndose de hombros y denotando indignación- ¡Eres incorregible! ¡Siempre cotilleando entre mis cosas!

-Bueno, bueno... Creí que estábamos rememorando viejos tiempos-comentó Juan con desenfado, mas luego su gesto se tornó pícaro y miró a su hermano con una media sonrisa que dejaba al descubierto uno de sus colmillos, que eran algo más largos de lo habitual-. ¿Quién es esa tal Helena, eh, Alvarito?

-¿Qué más te da?

-No puede ser una fulana cualquiera puesto que es un clásico... Va, ¿quién es?

-Es sólo un regalo, ¿vale? No tiene nada de importancia.

-En ese caso, no tendrías inconveniente en decirme para quién es.

-Estás hecho un metomentodo.

-Y tú un profesional de las evasivas.

-Cada uno en su línea-masculló Álvaro con irritación-. Bueno, qué, ¿nos vamos?

-¡Claro! Eres tú el que se empeña en tocar el piano.

-Y luego ni me escuchas.

-¡Pero si estaba aquí!-soltó una risotada- ¿cómo no iba a escucharte? A mí me ha gustado, pero no entiendo de música como para poder decirte algo inteligente.

Álvaro negó con la cabeza, divertido, y suspiró profundamente. Su hermano y él nunca se habían entendido en temas musicales... Aunque en temas literarios tampoco. Después, se dirigió a su escritorio, abrió su cartera y metió algunos papeles. Por último, cogió el ejemplar del Tenorio con una media sonrisa y también lo guardó. Se puso su largo abrigo y la bufanda e invitó a Juan a salir en primer lugar.

-Después de usted, señor marqués.

Los dos hermanos salieron de allí y echaron a andar por el pasillo, hablando animadamente. Al torcer una esquina para bajar las escaleras, se cruzaron con alguien al que parecieron no ver.

-¡Señor Márquez!

Ambos hermanos se giraron ante el apelativo.

-Hola, Ángel. No te había visto. ¿Querías algo antes de que me vaya?

-No, qué va. Sólo pasaba por aquí…

-¿Has realizado ya lo que te encargué para la obra?

-Estoy en ello, señor. ¿Usted ha encontrado ya la inspiración para la pieza de piano?

-Bueno… más o menos. Justo hace un momento se la estaba enseñando a mi hermano. –Se dio cuenta de que no los había presentado- por cierto, él es Ángel; dice ser gran estudioso de mis trabajos. Ángel, éste es mi hermano Juan.

Ambos se dieron la mano.

-Encantado, señor Márquez.

-De modo que estudia las ediciones, tesis y demás cosas de mi hermano… creo que va a ser el estudio más corto del mundo –bromeó.

-Eres muy gracioso, ¿no crees?-preguntó Álvaro de forma irónica.

-A mí me parece admirable-contestó el joven, algo sonrojado.

Álvaro trató de esconder un escéptico gesto y Juan hinchó el pecho, como si de una gallina se tratase.

-Bueno, Ángel, me temo que tenemos que dejarte. Si te surge cualquier duda, no te inquietes. La resolveremos conforme vayamos avanzando en los ensayos.

-De acuerdo. Gracias otra vez y encantado, señor Márquez.

-El placer es mío, joven.

Ambos hermanos bajaron las escaleras. Ángel, no obstante, se quedó parado en medio del pasillo, observando cómo los dos hombres desaparecían hablando animadamente. Su mentón descendió ligeramente, pegándose la barbilla al cuello, y la luz vespertina que se colaba por entre las viejas, y no del todo pulcras ventanas, formó una sombra en el contorno de los ojos.

-¿Cuánto hace que no coges un autobús?- le preguntó Álvaro a su hermano con un matiz de reproche.

-Ni idea… ¡y más tiempo que voy a estar sin cogerlo!

-¿Y cómo quieres que vayamos si no?

-Te lo diré en una palabra: chauffeur.

-¡No eres tú listo ni nada!

Anduvieron hasta un moderno Ford Mustang del 67, de elegante color negro, con los tiradores de las puertas plateados.

-¿Qué te parece, Alvarito? Recién importado de los Estados Unidos.

-Qué bien te cuidas.

-Buenas tardes, Sebastián- saludó a su chófer cuando entraron en el coche.

-¿Cómo está, señor Márquez?

-Muy bien, gracias. Sebastián, a la calle Arenal, por favor.

Comenzaron el trayecto en silencio hasta que reanudaron la conversación.

-¿Y qué te traes entre manos con tanto piano y tanta música?

-Estoy preparando una obra.

-¿El Tenorio?

-Sí, sí, ésa. -contestó notando que se le encogía el estómago; siempre que pensaba en la obra y lo que le iba a costar hacerla sentía algo semejante. Era una mezcla entre nervios ante tamaño proyecto y ganas por verlo realizado y culminado sobre el escenario.

-¿Y qué tal? ¿Ya tienes actores? ¿Montaje?

-Fue duro… pero sí. Había cada uno… ¡no te imaginas!

-Pero, por lo que parece, alguien tiene que cantar, ¿no?

-Sí, claro. De ahí lo del piano. Fue complicado encontrar a doña Inés, pero ya la tengo.

-¿Qué tal canta?

-Francamente bien. Ya te digo que fue muy difícil encontrar una buena candidata, pero María Helena lo hace muy bien.

-¡Así que es para ella el libro!-exclamó Juan, mostrando una sonrisa ya que, al fin y al cabo, después de tanto cuestionario le sonsacó la información que tanta curiosidad le suscitaba. Álvaro sólo gesticuló indignado. -¿Es, entonces, una de tus alumnas esa tal Helena?

-Es un regalo sin importancia, ¿vale?

-Sí, sí. Yo no digo nada. Álvaro, sólo ándate con cuidado, que eso de meterte en problemas se te da de perlas.

-Lo aprendí en el Doctorado-bromeó. Luego carraspeó, pensando rápidamente en una manera de cambiar de tema-. Dime, ¿por qué insistías tanto en ir a casa?

-Paciencia, que enseguida lo ves.

Las calles de Madrid se sucedieron en una vorágine de despejadas carreteras y atestadas aceras, no obstante, Juan se quejó en alguna que otra ocasión con Sebastián del crecimiento del número de coches en los últimos años. Finalmente, cuando el tráfico rozaba su culmen, llegaron al callejón de San Ginés.

-Aparque por ahí, Sebastián. O, si lo prefiere, puede ir a dar una vuelta.

El chófer asintió con la cabeza y los dos hermanos salieron del automóvil. Pasaron por delante del antiguo puesto de libros de segunda mano, que parecían mirarles fijamente en un eterno letargo de papel amarillento; Álvaro saludó al hombre que se encargaba de velar por el sueño de los mismos y atravesó con su hermano el callejón de San Ginés, dejando atrás la chocolatería y llegando a la plaza del mismo nombre. Llegaron al portón de madera verde que guardaba el portal de Álvaro y subieron las viejas escaleras de madera que se quejaban rechinando bajo sus pies, hasta llegar a su casa, la cual estaba tan desordenada como de costumbre, sólo que esta vez varias montañas de panfletos ilegales estaban distribuidas por la mesa.

-No me acostumbro a ver todo esto. ¿No crees que te estás excediendo?-preguntó Juan con cara de preocupación, dejando sus cosas en el sofá.

-Se me han juntado muchos últimamente. Pronto los del partido vendrán por ellos y no tendrás de qué preocuparte-trató de tranquilizarlo sonriendo al finalizar su réplica- ¿quieres beber algo?

Juan torció el gesto y una de sus comisuras hizo juego con su ceño fruncido, mas negó con la cabeza, suspiró como si su hermano se tratase de un caso perdido y se sentó junto a él en el sofá, contestando a su animada charla y tomando en la mano el vaso de whiskey que le ofrecía, los dos hermanos se acomodaron y comenzaron a charlar animadamente.

Tras un rato de conversación sobre nada en particular, Álvaro recordó por qué estaban allí, se encendió un cigarro con una cerrilla que, tras consumirse, tiró sobre la mesa del salón, y volvió el cuerpo completamente hacia su hermano, subiendo una de sus rodillas al sofá.

-Bueno, ¿y qué querías enseñarme?

-Mira-contestó Juan abriendo un maletín de piel negro y con broches dorados que siempre llevaba y del que ni siquiera Álvaro había visto su interior, y sacando un sobre de papel amarillento y rasgado. Se lo tendió y esperó a ver su reacción. Poco tiempo después, la expresión de Álvaro tornó a sorpresa. Abrió los ojos y se acercó aquel papel para cerciorarse de lo que veía.

-¡Son madre y padre! –exclamó con un brillo de añoranza en los ojos.

-¿Qué te parecen?

-¡Nunca las había visto! Míralos… ¿y éste quién es? –miró fijamente la figura impresa en el papel durante unos segundos- Espera… ¡Es Federico!

Álvaro pasaba las fotos, unas en blanco y negro y otras en sepia, con una amplia sonrisa.

-Aún no me has dicho qué te parecen.

-¿Qué me van a parecer, Juan? Es tan emocionante…

-¡Cómo sois los artistas! ¿Estás llorando?- preguntó Juan con un asomo pícaro de sonrisa.

-Sólo emocionado. Estas imágenes me traen muy buenos recuerdos. Viendo esto… ¿te acuerdas de lo que nos recitaba Federico cuando no éramos más que unos críos?

-Sí, algo de la luna…

-La luna vino a la fragua / con su polisón de nardos –comenzó a recitar Álvaro – el niño la mira mira / el niño la está mirando.

-Y los gitanos… ¿y la canción que cantaba? Tengo una choza en el campo –cantó recordando con esfuerzo- el aire la vela, vela / el aire la está velando.

Estuvieron un rato en silencio, cada uno rememorando en su cabeza situaciones vividas o personas que aparecían en las fotos. Dejaron de ser dos en la estancia para pasar a ser ellos, las personas de las fotos, los recuerdos y la nostalgia.

-¡Éste eres tú! Vaya cabezón tenías, ¿eh?

-Pues anda que tus paletos… -replicó Álvaro.

Juan rio y añadió, cambiando a un tono de repentina seriedad que siempre les salía al hablar de su familia

-Hace poco estuve en casa de maman y encontré estas fotos, y dado que los artistas tenéis esa irritante melancolía…

Álvaro miró de reojo a su hermano fingiendo enfado, aunque sabía de sobra que Juan lo había hecho con todo su cariño.

En ese momento, el teléfono sonó produciendo un eco metálico en toda la casa. Juan esperó a que su hermano lo cogiera, pero se sorprendió al ver que no lo hacía.

-¿Por qué no lo coges?

-¿Eh? … ¡ah! Sí, nada… bueno, no te preocupes.

Juan arqueó una ceja.

-¿Álvaro?

-Ay, Juan, es que, verás…

El semblante de Juan se ensombreció.

-Álvaro, ¿en qué estás metido?

-¡No, no! Tranquilo, tan solo es Jacqueline.

-¡Ah, Jacqueline!

Ante aquellas palabras, se levantó a coger el teléfono. Álvaro, alarmado, lo siguió con la mano alzada para detenerlo, pero no llegó a tiempo.

-¿Si? –Contestó Juan acercándose el aparato a la oreja- ah, non, Jaqueline! C’est Juan, le frère d’Álvaro … oui, oui, très bien. Il fait du temps que je ne sais rien de toi … ah, bon? T’es à Madrid? ... mais bien sûr! On se verra ... n’importe quoi, Jaqueline, je ferai quelque chose pour te voir. Avec Álvaro? Bien sûr!

Álvaro le hacía señas para que colgara, pero Juan lo mandaba callar con la mano.

-Jacqueline, creo que voy a acabar destrozando tu idioma más de lo que ya he podido hacer con mi horrible acento español. ¡Claro que vamos a vernos! Y Álvaro también vendrá, por supuesto.

-¿Perdona?-Álvaro le susurraba y negaba efusivamente con el dedo-¡yo no voy a ninguna parte!

-Sí, seguro que él está encantado … ¿Que no te coge el teléfono? Venga ya, mujer. Ya sabes cómo es: se pasa el día entero con sus libros –su hermano enarcó una ceja con escepticismo- claro. Cenaremos en el Palace … ¡y tanto! … ¿Llevarás compañía para mí? Estupendo, el sábado, sí. … ¿Que qué día es? … sí, sí, diecinueve. ¿Volverás a Francia por navidad? … No, qué va, me quedo por aquí.

-¡¿Quieres dejar de darle conversación?! –Álvaro insistía.

-Bueno, Jacqueline, tengo que dejarte, que mi hermano se está poniendo pesado … no te preocupes … hasta el sábado, ma Belle. Je t’embrasse!

-¿Pero estás tonto?-preguntó Álvaro encogiéndose de hombros.

-¿Qué más te da? Si te lo vas a pasar bien. Además, una canita al aire nunca está de más.

-¡Pero qué canita ni qué canita!

-Álvaro-le puso una mano en el hombro- me has dejado claro que lo de la tal Helena no es nada, ¿no? –se quedó mirándolo unos segundos, en silencio, con los ojos entrecerrados y una media sonrisa en la cara- ¡algo tendrás que hacer!

-¿Pero qué más te da si no salgo con nadie?

-¡Pues que se te va a pasar el arroz! Además, otro día prepararé algo con un buen por de suecas… ¡pero esta vez es Jacqueline! Pasaríamos a buscarte sí o sí.

Álvaro comenzó a dar golpecitos en la mesa con un bolígrafo. Respiró hondo y los dejó caer.

-Vale, vale. ¡Pero sólo esta vez! Ya sabes que no quiero quedar con esa mujer, aunque os empeñéis en que nos veamos.

-Estupendo. Bueno, hermanito, me voy a ir marchando.

-¿Ya te vas?-se levantó.

-Sí. Aún tengo cosillas por hacer.

Los dos se abrazaron.

-Nos vemos dentro de poco… -dijo con resignación.

-¡Claro que sí! –le dio una palmada en la espalda- y anímate, hombre.

Ambos se despidieron en la puerta. Una vez cerrada, Álvaro se dirigió a su escritorio y sacó de su cartera el ejemplar del Tenorio que iba a regalarle a su alumna. Volvió a abrirlo y se quedó contemplando las palabras escasas que había escrito antes con esmerada caligrafía.

Había decidido darle el papel a Helena porque era la más indicada para ello. Si bien era cierto que nunca había actuado, su naturalidad y su maravillosa voz la hacían perfecta para ese personaje. Tratando de escribir una dedicatoria que pudiera resultar amable y cortés, no pudo evitar que le vinieran a la cabeza las imágenes de la joven sobre el escenario. Se había sorprendido enormemente ante aquella desconocida faceta suya. Ya había recordado esta imagen cuando escribía a mano el nombre de los actores que realizarían cada papel y lo colgaba en uno de los corchos del tercer piso, en el ala de los pares. Rememoraba también cómo los alumnos agolpados ante aquella hoja reían, celebraban que habían sido escogidos, se quejaban… aunque aún podía ver como si hubiesen pasado escasos minutos, era la reacción de su alumna. “¡Eh, que eres don Juan!”, le había informado Helena a Ángel con entusiasmo. “Vaya… yo… voy a ser doña Inés”, había seguido, aparentemente emocionada y hasta sorprendida. Ambos jóvenes se habían mirado un momento, sin saber qué hacer o cómo expresar su alegría, hasta que espontáneamente se abrazaron. ¡Delante de todos! Se habían abrazado delante de todos. Seguro que eran amigos, sólo eso. De esta forma Álvaro intentaba convencerse, aunque no sabía muy bien por qué.

Trató de quitar esa imagen de su cabeza y esa rara sensación para que, a cambio, se le viniera otra, la de aquella clase de principios de curso en la que ella misma, cuando todavía era una alumna anónima, había explicado con la claridad que podían haber empleado Chomsky, Bello o Rodolfo Lenz en sus primeros años la estructura argumental de cualquier verbo que aparecía en la casuística y que Álvaro había lanzado al aire como pregunta. Con la misma tierna sonrisa que le producía el recordar, cogió la pluma resuelto a escribir algo sincero.

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