viernes, 14 de enero de 2011

Capítulo VII

-Y estábamos todos allí… ¡Y ole! ¡Ole! Qué arte… ¡Qué arte! Le hizo una pasada, luego otra, otra y otra y luego… Se miraron…-se acercó a Victoria más de lo que sería cortés, interpretando la escena, pero a esta no pareció importarle; mientras, Helena se hallaba recostada en el respaldo del banco, observando a Marcial con mirada escéptica-La tarde era cálida, hacía un sol de justicia… Paquirri sacó el estoque, se lo puso a la altura de los ojos, el toro lo miró babeando sangre… Y entonces, Paquirri le gritó: ¡eh! Y el toro arremetió. Y entonces… ¡pum!-acompañó su exclamación con un rápido movimiento que sobresaltó a Victoria, quien parecía embebida en la historia-. Le clavó el estoque hasta el corazón. ¡Fíjate lo que te digo, niña! ¡Hasta el mismísimo corazón!
Victoria y el primo de Marcial aplaudieron, pero Helena se limitó a suspirar y a mirar hacia otro sitio.
-Primo, el día en el que escribas, la gente dejará de leer el Quijote ese.
Helena se volvió hacia Ernesto con un brillo de desprecio en la mirada. Ernesto era el primo de Marcial quien, para sorpresa de las chicas, se había presentado también aquella tarde en El Retiro. Victoria, en un principio, había quedado tan solo con Marcial y se había llevado a Helena para que la gente no pudiera pensar que se trataba de una cita romántica, sin embargo, a Marcial lo acompañaba su primo, por lo que parecía la reunión de dos parejas. Helena había insistido a su amiga en que terminase la cita cuanto antes para evitar habladurías, en cambio, Victoria, a pesar de ser muy tradicional para algunas cosas, estaba tan obnubilada con Marcial que no le dio importancia.
Si a Helena Marcial le parecía repelente, su primo lo superaba con creces. Según les habían contado al inicio de la tarde, Ernesto llevaba tres años viviendo con la familia de Marcial, pues su madre era de salud frágil y se había mudado a la casa del pueblo con la abuela de los dos chicos. Ernesto se había quedado viviendo en Madrid porque había querido empezar a estudiar Derecho en la Complutense.
Aquella tarde estaba siendo para Helena la más tediosa de toda su vida. No habían hablado más que de toros, fútbol y habían intentado mantener alguna conversación sobre política a un nivel tan básico que resultaba ridículo.
-Venga, ¿recogemos ya?- propuso Marcial.
-Vale-respondió Helena levantándose rápidamente y recogiendo su bolso.
-Bueno…- aceptó de mala gana Victoria.
-¿Por qué no vamos paseando hasta la cuesta de Moyano?- preguntó Ernesto.
-¡Qué buena idea!-exclamó Victoria, volviendo a sonreír instantáneamente.
Marcial se acercó ligeramente a ella y tomó entre sus dedos un mechón de su cabello, jugando con él.
-Sí, y así os la enseñamos-añadió con una sonrisa pícara.
Victoria se puso colorada y rio débilmente, pero Helena masculló con voz agria:
-Hemos estado allí mil veces…
Los otros tres se callaron durante unos instantes ante el evidente mal humor de la chica, pero Marcial pronto hizo una gracia haciendo patente su bufonería y volvieron a reír. Después se pusieron en marcha, Victoria al lado de Marcial, riendo todas sus gracias y bebiendo de cada una de sus palabras, y Helena, desabrida, tras ellos a una distancia prudente. Ernesto se acercó a ella con las manos en los bolsillos y anduvo un buen rato sin abrir la boca, pero al cabo de un tiempo se volvió hacia Helena esbozando la mejor de sus sonrisas y dijo:
-Pareces enfadada, y una cara tan bonita no debería de estar nunca así.
-¿Por qué?-preguntó Helena secamente.
Ernesto detuvo su paso un momento, desconcertado por la respuesta, pero pronto se sobrepuso y volvió al lado de Helena.
-Porque… Eres bonita.
-¿Y qué?
-Pues… Que las niñas bonitas…
-No pagan dinero-terminó Helena con un tono burlón.
Ernesto calló, pero acabó riendo al cabo de un rato.
-Eres muy bromista, ¿no crees?
-Es que cumplo el papel del donaire en este esperpento.
-¿Cómo…?
Helena resopló.
-Nada, hijo, nada.
Ernesto se paró a pensar un segundo. Entonces, anduvo más rápido hasta situarse delante de la chica, cortándole el paso.
-¿Pero qué…?
-Mira, sé que no te conozco, ¿pero de verdad eres así?
Helena arqueó las cejas.
-¿Así cómo?
-¿Hace falta que te lo explique?- contestó el chico, imitando su tono de voz.
Ella simplemente puso los ojos en blanco y rio irónicamente. En seguida siguió andando hasta alcanzar a los otros dos. En cambio y muy a su pesar, el joven insistió de nuevo, esta vez pasándole un brazo por la espalda.
-¿Se puede saber qué haces? -preguntó Helena, separándose- no, quiero decir, ¿eres idiota o qué?
-Bueno, bueno, preciosa, no te pongas así, que no es para tanto. Además, sólo quería ser agradable.
-Ya, pues no lo intentes, ¿vale?
-¿También le molesta que ande a su lado, marquesa?
Victoria y Marcial, que iban delante, se pararon para esperar a los otros dos.
-¿Se puede saber qué os pasa, que vais todo el rato discutiendo? -preguntó Marcial, encogiendo los hombros.
-Es que a veces Helena se pone un poco infantil cuando salimos, ¿verdad?- se apresuró a decir Victoria.
-¿Que yo qué?
-Anda, ven un rato conmigo- dijo la chica cogiendo a su amiga del brazo.
Emprendieron de nuevo la marcha. Esta vez, Victoria reprendía a Helena por su comportamiento.
-Helena, por favor, compórtate un poco.
-¡Pero bueno! ¡Es que no sabes cómo es! Es…
Su amiga la cortó para no escuchar aquel improperio.
-Hazlo por mí entonces, anda. Quiero poder seguir paseando con Marcial. Es tan atento y cariñoso… ¡Igual dentro de poco hasta me coge del brazo! ¿te imaginas?
-Mucho estoy haciendo yo por ti, eso es lo que imagino.
-Venga, por favor… ya sabes que eres mi mejor amiga. Anda… por favor… Además, solo tienes que tener un poco de paciencia con él. Seguro que le gustas y hace todo eso por llamar la atención.
-¿Gustarle?
-Claro, eres muy guapa.
-Victoria que nos conocemos. Ya sabes que no me dejo comprar por ningún tipo de adulación.
-¿Pero vas a hacer eso por mí?
Después de pensar durante unos segundos, respiró hondo y finalmente accedió.
-Está bien…
-¡Ay, gracias!- abrazó a su amiga.
Por fin llegaron a su destino. Ante ellos se extendía una larga calle cuyas protagonistas eran unas viejas casetas con libros más antiguos que las mismas.
Echaron a andar, esta vez más despacio, parándose frente a los puestos, observando, releyendo por encima, cogiendo libros…
Helena ojeaba uno de los tomos de Las novelas ejemplares de Cervantes cuando levantó la vista y vio cómo Victoria se pegaba mucho, quizá demasiado, a Marcial compartiendo la lectura de un libro, además de cómo Ernesto trataba de leerlo también.
-Ernesto, ¿te gusta Cervantes? -Helena había hecho un esfuerzo sobrehumano para llamar la atención del chico y dejar a los otros dos solos, por su amiga. El joven se acercó, extrañado.
-Dime.
-Que si te gusta Cervantes.
-Bueno, supongo que no está mal.
Para Helena el oír aquello fue como recibir un bofetón.
-¿Que no está mal?
-Supongo, no sé.
-Anda que…
-¿Pero qué te pasa ahora? Es que no entiendo de qué vas, ¿eh? -hizo ademán de volver con Marcial y Victoria, pero Helena le cogió del brazo para impedírselo.
-No, lo siento, quiero decir que… -le soltó del brazo en seguida- que a cada uno le gusta una cosa, ¿no?
Ernesto la miró entrecerrando los ojos, llevándose una mano a la barbilla.
-Claro, a cada uno le gusta una cosa… un libro… -según hablaba, se acercaba más a Helena- una persona…
Ésta apartó la vista, nerviosa por la actitud del joven, y se alejó un poco para coger otro libro.
-¿Y Garcilaso de la Vega? -le preguntó, tratando de disimular. Cogió otro de los viejos libros y se sobresaltó por la reacción exagerada de Ernesto.
-¡No lo dejes! -prácticamente se lo arrebató de las manos- ¡eh, Marcial! ¡Mira esto! -exclamó a su amigo mostrándole un libro cuya portada rezaba En Flandes se ha puesto el sol.
-¡Ese sí que es bueno!
Marcial se acercó adonde estaban, seguido de Victoria.
Los dos primos se pusieron a recitar aquella obra con grandilocuencia. Tanto para Victoria como para alguna de las personas que por allí pasaban aquello era un espectáculo digno de admiración y de un merecido aplauso ya que, arte a parte, resultaba toda una loa a la Patria. En cambio, para Helena aquello era como asistir a un circo hecho por y para payasos. Queriendo apartarse del tumulto visiblemente avergonzada, se dirigió a otro puesto de libros. En ocasiones miraba de reojo aquella escena elevando las cejas y negando sutilmente con la cabeza.
Se acercó a un puesto cuyos libros parecían ser los más viejos y usados de toda la cuesta, y quizás por ello era el puesto con más encanto. Helena tomó un pesado volumen entre sus manos y pasó sus domadas hojas, aspirando el olor tremendamente agradable del papel viejo.
-Es maravilloso, ¿verdad?
Helena alzó la vista hacia el lugar del que había salido la voz, y se dio cuenta de que el dueño del puesto la llevaba observando un buen rato.
-¿Disculpe?-preguntó con cortesía.
-El olor a libro viejo-especificó el hombre.
-¡Ah! Sí-respondió Helena, depositando el libro a un lado-. Me encanta cómo huele.
-Y a mí, por eso trabajo aquí. O quizás me gusta el olor a libro viejo por mi trabajo. O.. ¿qué sé yo? ¿No dicen que todos los amantes adoran cada uno de los aspectos de su amado?-tomó un libro y se llevó el lomo a su nariz-. Maravilloso... Sin duda lo segundo mejor que te puedes encontrar en un libro. Lo primero, las palabras, por supuesto-Helena sonrió-. Dime, niña. ¿Cuántos años tienes?
-Diecinueve, señor.
-Me alegro de que los jóvenes sigan apreciando los libros cómo antaño... Tanto televisor, tanto televisor... ¡Exprime el coco! ¡Te lo digo yo!
La muchacha rio.
-Estoy totalmente de acuerdo, señor.
-No, no me llames señor, por favor. Llámame Ildefonso.
-Si gusta... Mi nombre es Helena.
-¡Helena! Pero... ¿Elena de Borbón o Helena de Troya?
-Helena de Troya.
-Vaya, vaya... Más bella que el sol. ¡Sí señor! Es lo que el mundo necesita, bellas ninfas que adoren la lectura.
Helena se sonrojó.
-Bueno, señor... Yo no diría tanto...
-¡Ildefonso!
-Ildefonso, Ildefonso... –se corrigió, asintiendo con la cabeza.
-Y dime, Helena, ¿qué clase de lectura te gusta?
-Pues...-la muchacha se quedó pensativa, sin saber muy bien qué responder- Lo cierto es que un poco de todo.
-A las muchachas os suele gustar la literatura romántica.
-Pero... ¿romántica en cuanto a qué?
-Vaya, vaya, veo que entiendes. No me refería al Romanticismo con mayúscula.
-Oh... Lo supuse. Bueno, la literatura romántica, o rosa, no me gusta demasiado-dijo Helena sintiendo cómo el feminismo ardía dentro de sí.
-¡Bien, bien! ¡Buena chica! De veras me alegro de encontrar a alguien así-el hombre cogió un pequeño volumen muy viejo y desgastado-. ¿Conoces a Quevedo?
-Por supuesto.
-¿Y qué conoces de él?
-Sus sátiras.
-Todo el mundo conoce sus sátiras... Toma-le tendió el libro-. Lee algunos. Con suerte encontrarás uno por el que te replantearás tu gusto por la literatura romántica.
Helena abrió el libro al azar, pasando los ojos sobre algunos versos, sin leer ninguno en concreto, hasta que un poema le llamó la atención.

Cerrar podrá mis ojos la postrera
Sombra que me llevare el blanco día,
Y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera.


Leía, despacio.

Mas no, de esotra parte, en la ribera,
Dejará la memoria, en donde ardía:
Nadar sabe mi llama el agua fría,
Y perder el respeto a ley severa.


Entonaba en su cabeza cada verso, cada pausa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
Venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido

En ese momento, la voz de su cabeza pareció materializarse en un hombre que recitaba, casi en su oído, la última estrofa del poema.

Su cuerpo dejará no su cuidado;
Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo serán, mas polvo enamorado.


Helena sintió un escalofrío con aquel final. Se giró con curiosidad para ver quién había acabado el poema por ella. Se sorprendió al ver que Álvaro la miraba, sonriente.
-Ho… hola, profesor- dijo sin poder evitar sonrojarse.
-Buenas tardes. Así que esta vez Quevedo. Tiene buen gusto, ¿sabe?
-Bueno, lo cierto es que el librero me ha recomendado este libro para demostrarme que Quevedo no era sólo autor de sátiras.
-En ese caso, debe de ser un tendero inteligente. Con cultura literaria al menos. Dígame, ¿qué le parece el poema?
-Me parece que este poema es un ejemplo de que eso de que Góngora es difícil y Quevedo es fácil, es mentira. Vamos, que también tiene poemas que se traen lo suyo. Aún así, me parece maravilloso. Sobre todo el último verso…
-Polvo serán, mas polvo enamorado –repitió Álvaro- tiene razón con eso de Góngora. ¿Entonces le ha gustado? Lo cierto es que ese libro es muy bueno. –Helena asintió- En ese caso, espere un momento. ¡Ildefonso! –llamó al librero, que se acercó, ajustándose las gafas.
-¡Álvaro! ¡Es usted! ¿Cómo le va? –preguntó con aprecio el anciano.
-Muy bien, Ildefonso.
-¿Sigue dando clases en la universidad?
-Por supuesto. ¿Y usted sigue siendo tan buen alumno?
-Lo intento, Álvaro, lo intento. Dígame, ¿es Helena su familiar?
-No, no. Es una de mis alumnas. Helena, éste es Ildefonso. Desde hace tiempo trocamos libros por clases de literatura.
-¡Maravilloso! ¡Su alumna! Sacará buenas notas, ¿no? Sabe de literatura.
-Sí, lo sé –contestó mirando a Helena de reojo, la cual no pudo evitar sonrojarse de nuevo.
-En ese caso, toma, niña, te regalo el libro. –dijo Ildefonso, tendiéndole el antiguo ejemplar.
-¿Qué…? –preguntó sorprendida la joven.
-Sí, que es para usted. Así se acordará de este pobre viejo amante de la literatura en su carrera.
-Vaya, gracias, señ… Ildefonso.
Se despidieron del librero, que tenía que ir a atender a unos clientes.
-Es muy amable, ¿verdad? –preguntó Álvaro.
-Sí, sí, mucho. Qué detalle.
-¿Está pasando la tarde dando una vuelta?- Le preguntó Álvaro cuando Ildefonso se hubo ido.
-Sí. Estuvimos comiendo en el Retiro y acabamos aquí.
-¿Ha venido acompañada?
-De hecho sí. He venido con… Victoria. -Álvaro se dio la vuelta y vio a Victoria, aplaudiendo las patochadas de Marcial y Ernesto, y esbozó una leve sonrisa. Helena carraspeó ante la mirada de Álvaro y añadió- Y un par de… conocidos.
-Vaya-dijo Álvaro- sí que se saben bien esa m… obra de Eduardo Marquina.-Helena estuvo a punto de reír, pero se contuvo.-Es una pena que esté acompañada-dijo, y miró a Helena con un extraño brillo pícaro en los ojos- porque había pensado en invitarla a un chocolate con churros en San Ginés y así continuaríamos nuestra conversación sobre literatura.
Helena sintió una repentina alegría y una rápida decepción, y deseó que un rayo cayese sobre aquellos dos patanes en aquel preciso instante.
-Habría estado bien, pero… tengo que acompañar a Victoria-añadió a regañadientes-ya sabe… la gente habla mucho.
-Tiene usted razón-afirmó Álvaro sin perder el atisbo de diversión en la mirada.
En ese momento, Marcial y Ernesto, que ya habían concluído su improvisado “recital” y habían sido aclamados con los aplausos de la mayoría de las personas de la cuesta, se acercaron a Helena, junto con Victoria.
-¡Profesor Márquez!-dijo Marcial acercándose a Álvaro y dándole la mano.
-Buenas tardes, señor Ramos. ¿Qué tal le va?
-Tirando, señor.
-¿Qué tal le va en la universidad?
-Bueno… sigo arrastrando algunas asignaturas de primero y segundo, pero creo que para el año que viene me las habré quitado de encima.
-Todavía no se ha presentado a mi examen de recuperación-dijo Álvaro con un ligero matiz socarrón que sólo pudo identificar Helena.
-Ya… es que es demasiado… temario-titubeó Marcial.
-Pero es bastante sencillo-replicó Álvaro.
-Bueno… a mí no me lo parece-respondió el chico, sonriendo ampliamente a modo de excusa. Después se volvió hacia María Helena y, pasándole el brazo por la espalda, añadió-le pediré ayuda a Helena, que por lo que he oído, es muy buena en gramática.
Ernesto rio como si su primo hubiese dicho la gracia más ingeniosa del mundo y Victoria sonrió. Helena simplemente apartó la mirada de Álvaro.
-Entonces ha oído bien-oyó que decía el profesor. Se volvió de nuevo hacia él-es una de las alumnas más talentosas que he tenido nunca- Helena se sintió abrumada y profundamente agradecida, a la par que orgullosa, y sonrió a su profesor, quien le devolvió el gesto discretamente- Sin duda la ayuda de María Helena le sería de gran utilidad.
Marcial y Ernesto perdieron su sonrisa pero, al momento, Marcial volvió a esbozar un falso gesto amable, ya que era el más cordial de los dos. Helena supo que le había dolido que un profesor pusiese la mentalidad de una mujer y encima menor que él en una posición de superioridad, y estaba segura de que Álvaro lo sabía y lo había hecho conscientemente. Eso hizo que apreciase aún más a su profesor.
-Bueno-dijo Marcial- Entonces tendré que estudiar con ella.
“Ni loca”, pensó Helena.
Álvaro sonrió cortésmente. Después sacó un viejo y abollado reloj de bolsillo y miró la hora.
-Vaya. Qué tarde es. Lamento tener que dejarles. Disfruten de su paseo.
-Gracias, señor Márquez-respondió Marcial con cortesía, dándole la mano de nuevo.
-María Helena, Victoria, las veo en clase pasado mañana.
Las dos chicas asintieron y Álvaro se alejó por la cuesta tras una última mirada a Helena, que a ésta se le antojó algo cómplice. La chica observó cómo se alejaba, con pena.
-Vaya idiota- dijo Ernesto cuando el profesor se hubo alejado.
-Qué se le va a hacer-contestó Marcial- no podía decirle que no apruebo porque sus apuntes dan asco y no sabe explicar. Bueno, ¿vamos a tomar algo?
-¡Claro! –respondió Victoria con entusiasmo.
Los tres jóvenes echaron a andar y Helena les siguió con desgana, apartando la mirada a duras penas de la figura de su profesor, cubierto por una gabardina y un sombrero, y odiando aún más a los dos primos por su opinión.

No hay comentarios:

Publicar un comentario