martes, 8 de marzo de 2011

Capítulo IX

-¿Qué te parece la mujer de las Leyendas de Bécquer?
Helena apoyó la cara en la mano y miró por la ventana en gesto pensativo.
–Quizás, si tomamos como ejemplo a heroínas románticas como Leonor o Inés, parece una contraposición.
Álvaro sonrió ante estas palabras, satisfecho.
-¿Por qué?-preguntó.
-Porque Inés, por ejemplo, al igual que la mayoría de las principales mujeres de los dramas románticos, es como la personificación de un ángel. Es más, se deja explícito en “¿no es verdad ángel de amor / que en esta apartada orilla / más pura la luna brilla / y se respira mejor?”. Sin embargo, las mujeres de las leyendas de Bécquer son casi diabólicas.
-¿Casi?
Helena rio.
-Bueno, si me permite la expresión, son unas malas pécoras.
Álvaro correspondió la risa con una carcajada que intentó apagar ya que estaban en la biblioteca.
-Si te das cuenta, es, con ciertos matices, la asimilación del carácter diabólico del héroe romántico por parte de la mujer.
-O sea, una especie de intercambio de papeles.
-Exacto. ¿Por qué crees que estos personajes atraían tanto?
-Por… ¿el ideal romántico de la mujer imposible?
-Magnífico. Verás, Bécquer tiene una rima que lo expresa muy bien:

“Yo soy ardiente, yo soy morena,
yo soy el símbolo de la pasión,
de ansia de goces mi alma está llena.
¿A mí me buscas?
No es a ti, no.
Mi frente es pálida, mis trenzas de oro,
puedo brindarte dichas sin fin.
Yo de ternura guardo un tesoro.
¿A mí me llamas?
No, no es a ti.
Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz.
Soy incorpórea, soy intangible,
no puedo amarte. “


-Oh ven, ven tú-acabó diciendo Álvaro para sí- Es increíble la fascinación que ejercen en los hombres las mujeres que nunca podrán tener.
Alzó la mirada y se encontró con la de Helena, a quien sonrió. La muchacha bajó la vista hacia el libro que había entre ambos, sintiendo cómo se ruborizaba ligeramente.
Al cabo de un rato, Álvaro volvió a hablar.
-¿Crees que podríamos cambiar el orden de las dos primeras estrofas?
-Mmm… no.
-¿Por qué?
-Porque es casi platónico.
Álvaro abrió los ojos en señal de sorpresa.
-Bueno… yo me refería a que es una especie de gradación de la mujer que menos desearía un romántico hasta su ideal, pero lo cierto es que eso de Platón me ha sorprendido.
-Me refiero al hecho de las tres mujeres. El tres… siempre está el tres, ya estamos hablando de personajes o incluso de capítulos principales en el Lazarillo.
-Pero no entiendo qué tiene que ver con Platón.
-Dese cuenta de que, en su República, Platón dijo que la población habría de dividirse en campesinos, guerreros y filósofos.
-Sí, más o menos.
-El caso es que los campesinos, el escalafón más bajo, estaban dominados por su estómago. Estaban el deseo y la pasión.
-Y la morena es “el símbolo de la pasión”.
-Sí. Luego está la rubia, que es la ternura personificada. ¿Y dónde habitan la ternura y el amor según nuestra tradición literaria?
-En el corazón-dijo Álvaro- que era, precisamente, lo que dominaba a los guerreros de la República platónica.
-Y, por último, lo intangible.
-Y lo intangible sólo puede ser percibido por la mente.
-¡Como los filósofos! –concluyó Helena con entusiasmo al ver que Álvaro había entendido su teoría- ¿Cree usted que Bécquer leyó algo de Platón?
-Seguramente –contestó Álvaro- Pero lo cierto es que, aunque Bécquer hubiese utilizado una base platónica en su rima, su concepto de amor difiere bastante del de Platón. Al fin y al cabo, como me dijo una vez mi profesor de filosofía, don Carlos, el amor platónico es la fundamentación de una pretensión.
En ese momento, la puerta de la biblioteca se abrió y entró Victoria. Helena alzó una mano para llamarla y después se volvió de nuevo hacia Álvaro.
-Me tengo que ir-dijo con pena- Es que tenemos cena…
-¿Ambas? -preguntó con una sonrisa para tratar de animarla.
-Sí. En casa de los padres de los chicos del otro día.
Álvaro alzó una ceja y sonrió enigmáticamente. A Helena le pareció un gesto casi socarrón.
-¿Cena familiar?
-No, no-se apresuró a contestar Helena- Mi padre y el de Marcial trabajan juntos.
-Vaya, ¿su padre trabaja en el ministerio?
-Sí. Es secretario de educación.
Álvaro se volvió hacia el libro y lo recogió con las cejas arqueadas.
-Vaya-dijo simplemente.
Helena no supo interpretar ese gesto, pero Victoria acababa de llegar, por lo que se giró hacia ella.
-Buenas tardes, don Álvaro-saludó la chica.
-Buenas tardes, Victoria.
Aprovechando que su profesor se había vuelto, Victoria le preguntó a su amiga, por gestos, que qué hacía con el profesor en la biblioteca, pero Helena simplemente se encogió de hombros y se levantó.
-Bueno, don Álvaro, nos vamos.
-Ha sido una tarde agradable. Nos vemos el lunes.
-Hasta el lunes-contestaron las dos amigas al unísono.
Cuando se dieron la vuelta, les llegó un susurro de Álvaro que les decía “pásenlo bien en la cena familiar”.
Helena se volvió hacia él y vio que estaba guardando las cosas en su cartera con una media sonrisa pícara. La chica negó con la cabeza y se unió a Victoria dando un suspiro.

* * *

Llegaron puntuales a casa de los Ramos. Victoria y Remedios estaban sumamente entusiasmadas, pero Helena parecía caminar hacia el patíbulo.
-Hombre, José, buenas noches-dijo Ramos al abrirles la puerta con una cálida sonrisa.
-Buenas noches, señor Ramos. ¿Cómo está usted?
-¡Pero no me llames de usted! ¡Que somos casi de la familia!
Helena arqueó una ceja y miró halaizada* al señor Ramos a causa de sus palabras.
-Remedios, ¿le importa que la tutee?
-Por supuestísimo que no, señor Ramos -respondió la madre de Helena con una mirada de evidente emoción y satisfacción.
-Marcial, llámame Marcial, Remedios-corrigió el señor Ramos con una sonrisa. Después se volvió hacia Helena y Victoria- ¡pero mira a quién tengo aquí! ¡Helenita!, cada día estás más bonita. ¿Me vas a presentar a tu amiguita?
Helena sintió un escalofrío ante la tremenda cacofonía que había producido tanta terminación en “ita”.
-Claro... Ella es Victoria. Victoria, él es el señor Ramos...
-¡Marcial, Helenita! ¡Llámame Marcial!
-Señor... No sé si sería correcto...
-¡Cómo no va a serlo!-exclamó Ramos con un tono ligeramente contrariado.
-Pues... porque usted es una persona a la que debo respeto y...
-Pero que me llames por mi nombre no quiere decir que no me lo tengas. ¡Si te conozco desde que eras un bebé! Además-se volvió y señaló con una mano a su hijo y a su sobrino, quienes estaban a su espalda mirando a Helena con una sonrisa algo socarrona-, las amigas de mis hijos, sobre todo si son amigas tan especiales, ¡son como mis hijas!
Helena estuvo a punto de abrir los ojos desmesuradamente ante la clara insinuación de una posible relación entre ella y alguno de los individuos que la miraban con sorna, pero se contuvo a duras penas. Carraspeó ligeramente y trató de contener las agrias palabras que luchaban por salir de su boca.
-Sí, señor-contestó en un murmuro-. Entonces... Marcial, ésta es Victoria. Victoria, él es el padre de Marcial y tío de Ernesto.
Victoria y Ramos se saludaron con dos besos.
-Pareces una buena chica-comentó el señor Ramos.
Victoria recibió las palabras como si se tratasen de la loa más hermosa.
-Gracias, señor -respondió en un leve susurro con las mejillas coloradas.
-Bueno, ¿por qué no os vais al despacho? -dijo Ramos separándose de Victoria- Seguro que allí los jóvenes estáis más tranquilos.
-Claro. -respondió su hijo. Después se dirigió a las chicas-Venid por aquí.
Las dos amigas siguieron a Marcial y a su primo y llegaron a una sala donde había estanterías con libros, un escritorio lleno de papeles con el membrete del ministerio y un sofá. En el suelo había una alfombra granate y, sobre las paredes, algunos cuadros, un par de diplomas, una imagen de Franco y, bajo ésta, una pequeña bandera de España con el águila negra.
-¿Qué tal, Victoria? ¿Cómo estás?-preguntó Marcial a la muchacha, dándole un beso en la mejilla.
-Muy bien, gracias, ¿y tú? –le correspondió con una sonrisa.
-Ahora, estupendamente.
Ernesto se sentó al lado de Helena y se quedó mirandola fijamente, haciendo que ésta lo mirara también.
-He estado mejor y ni se te ocurra- se adelantó la joven para no dar tiempo a que Ernesto imitara a su primo.
El chico abrió la boca y aspiró aire, al parecer dispuesto a añadir algo, pero pareció pensárselo mejor, esbozó una sonrisa indiferente y sacudió la cabeza.
-¿Hoy también vienes con las uñas fuera?-dijo.
Helena arqueó una ceja.
-Creo que no soy un gato.
Ernesto sonrió con picardía.
-Pues tienes los ojos igual de bonitos.
-Vaya, menudo piropo. ¿Alguno más?
El joven se echó hacia atrás en el sillón y adoptó un gesto pensativo.
-Sí... También tienes los labios tan bonitos como el color de las rosas.
Helena apretó los labios para no soltar una carcajada.
-Oh... Qué original. Lees mucho a Garcilaso, ¿verdad?
Marcial puso cara de desconcierto y abrió la boca para replicar, pero, para alegría de Helena, al poco rato la voz de Mercedes, la mujer de Ramos, desde el salón les llamó para cenar.
La mesa estaba llena de platos y comida que, según la mujer, llevaba todo el día preparando. El señor Ramos había descorchado varias botellas de vino y se hallaba brindando con José, entre graves risas, y Mercedes y Remedios estaban terminando de servir la cena mientras la pequeña Anita terminaba de colocar los cubiertos).
Los jóvenes se sentaron en la misma ala de la mesa. Para desgracia de Helena, se tuvo que sentar al lado de Ernesto, viendo cómo su tío le guiñaba un ojo. La joven se limitó a la resignación y el disimulo para que no se le notara la repugnancia que le causaba aquel gesto.
Bendijeron la mesa como era costumbre, pero Helena, con las manos cruzadas delante de ella y los ojos cerrados, lejos de prestar atención a las palabras del señor Ramos, pensaba con curiosidad en si su profesor de gramática bendecía la mesa. Luego trató de imaginárselo, pero la escena le resultó tan cómica que estuvo a punto de reír.
Un comunitario “amén” la sorprendió preguntándose si su profesor tendría familia y si estaría cenando con ellos en aquellos precisos instantes, así que se unió a la palabra -que tan vacía le parecía, pero, qué le iba a hacer, era costumbre- y se santiguó ligeramente más tarde que el resto de la mesa.
La cena comenzó y, tal y como ella había esperado, las conversaciones fueron un calco de las de su última cena familiar, con el ligero añadido de un Marcial donjuanesco, una Victoria coqueta y un Ernesto insoportablemente lerdo. Remedios y Mercedes intercambiaban los últimos cotilleos de no sé qué cantante con no se cuál torero, las mejores recetas de cocina y lo magnífica que era -”¡mire usted!”- la lavadora. La conversación entre su padre y el señor Ramos le parecía algo más interesante, a pesar de que los politiqueos nunca habían sido de su agrado, pero últimamente la situación de su país le inquietaba bastante, aunque sabía que su fuente de información -su padre- no era del todo objetiva.
Los jóvenes charlaban sobre cosas triviales en las que Helena no intervino en casi ninguna ocasión. Ernesto hizo más de un intento de entablar una conversación con ella, pero a medida que pasaba la noche se iba atreviendo menos.
-Qué callada estás, ¿no, Helenita? –dijo el señor Ramos dirigiéndose a ella- ¿No te estarás aburriendo?
-No, no, señor Ramos – se apresuró a contestar- sólo es que estoy cansada. No se preocupe.
-Claro, eso de estudiar e ir a la universidad debe de ser agotador para una mujer, ¿verdad?
Helena no supo qué decir; durante unos segundos permaneció en silencio, ante la atenta mirada de todos y la de su padre, inquisitivo.
-Supongo, señor…- terminó por decir, agachando la cabeza, para dar fin a aquella desagradable escena.
-¡Claro que sí! ¿Tú qué piensas, Victoria?
-Bueno, yo, eh…claro, yo hago Filología por entretenerme, ya sabe- Helena le dirigió la mirada, perpleja- en realidad, lo que yo quiero es ser una buena esposa y madre de mis hijos.
-Eso es lo que tenéis que hacer y no tanto estudio-masculló el padre de Helena.
-Bueno, yo creo- intervino Ernesto- que Helenita sería tan buena filóloga como ama de casa- con la excusa de la apelación, posó su mano sobre la pierna de Helena por debajo de la mesa, haciendo que ésta pegase un respingo
El brusco movimiento de Helena hizo que golpease la mesa con la rodilla y derramase la copa de vino sobre su vestido.
-¡Ay!-exclamó levantándose.
-¡Helena! ¡Hija! ¿Pero qué has hecho?-dijo su madre mirando la mancha con disgusto.
Helena le lanzó una mirada furibunda a Ernesto, quien la observaba con diversión, y se sintió tentada a gritarle cuatro verdades, pero se mordió la lengua e intentó limpiar el vino.
-Vaya...-masculló con furia contenida.
-Ven a la cocina-dijo Mercedes, levantándose-, que eso se arregla con un poco de sifón.
-Tranquila-dijo Helena-. No se moleste, ya voy yo. Usted siga cenando.
-No pasa nada.
-En serio... No quisiera molestar. Prosigan con su cena, que yo no tardo nada-luego se volvió hacia su amiga-. Victoria, ¿me acompañas?
-Sí, claro.
Una vez en la cocina, Victoria cogió la botella del sifón, que estaba sobre la encimera y se acercó a Helena, quien la observaba con gesto hosco.
-¿Qué pasa?-murmuró asustada.
-¡A ti qué narices te pasa!-exclamó Helena entre susurros.
-¿Cómo?
-¿A qué viene eso de que haces la carrera por diversión?
-Pues... Bueno, hija, era un decir...
-¡Qué decir ni qué ocho cuartos!
-¡Ay! Helena...
Victoria echó algo de sifón en el vestido de su amiga y lo frotó mientras Helena mascullaba entre dientes.
-Eres increíble...
-¡Solo quiero caerles bien!
-¡Y para eso hace falta cargarse los progresos de la mujer!
-¡No hace falta desmadrar tanto las cosas!
-¡Qué desmadrar ni qué desmadrar!
En ese momento, Ernesto entró a la cocina. Helena le dirigió una mirada fría como el hielo mientras le quitaba el trapo de las manos a Victoria.
-Te asustas con demasiada facilidad, ¿no crees?-dijo con media sonrisa sarcástica.
-Y tú eres un sobón, ¿no crees?-lo imitó Helena.
-Por dios, mujer, hay que ver cómo te pones por una tonteriíta de nada.
-¿Tonteriíta? ¿¡Tonteriíta!?-exclamó Helena con furia-. Mira, como vuelvas a tocarme te aseguro que lo que ocurrió en Babel se quedará corto.
-¡Bueno, bueno!-rio el chico poniendo las manos en alto, claramente divertido-. Cómo estamos hoy...
Helena lo fulminó con la mirada y volvió a la mancha de su vestido, que comenzaba a aclararse ligeramente.
-Vaya... Así que al final no vas mala ama de casa-comentó Ernesto sentándose sobre la encimera.
Helena hizo oídos sordos.
-Claro que sí-dijo Victoria, como queriendo aliviar la tensión-. Ella...
-Calla, Vico-gruñó Helena.
-¿Qué pasa? ¿También te molesta que te alabe?-preguntó Ernesto.
-Podrías alabar otra cosa que no fuese mi habilidad para limpiar.
-Podría alabar muchas cosas, pero supongo que no sería muy decente.
Aquellas palabras habían encendido la parte feminista de Helena. Sin decir nada más, colocó el sifón en su sitio. Estuvo de espaldas unos segundos, breve momento en el que Victoria y Ernesto cruzaban miradas de duda.
-A ver si alabas esto con la misma gracia- con la mayor tranquilidad del mundo, le tiró a Ernesto un vaso lleno de agua, empapándole la cara y la camisa. Ante las miradas de incredulidad de ambos, salió de la cocina, con la cabeza bien alta.



*Halaizado: reverso arlesco. Según R.A.E.: Estupefacto, sorprendido. A.R.L.E.(Asociación Revolucionaria de la Lengua Española, 2010).

domingo, 20 de febrero de 2011

Capítulo VIII

Los pasillos del ministerio estaban cubiertos de mármol, y el ambiente estaba impregnado de una vieja gloria pasada y el fuerte olor de un Farias. José Palacios, cartera en mano, saludó a los guardias al pasar.
-Buenos días, señor Palacios-dijo uno de ellos.
-Buenos días, Manuel. ¿Qué tal tu mujer?
-Ya está en casa, señor.
-¿Y el niño?
-Sano y fuerte. Ya pesa casi cinco kilos.
-¿Cómo le llamasteis al final?
-Francisco, en honor al Excelentísimo.
-Como mi nieto-agregó José-. Mi hija se lo puso también por eso.
José se despidió cortesmente de los guardias y prosiguió hasta su despacho. Una vez allí saludó a su secretaria y cerró la puerta. Gasto parte de la mañana buscando unos documentos que habría de entregar a la semana siguiente, sin embargo, la mayor parte del tiempo la empleó leyendo el periódico. A eso de las doce y media, llamaron a su puerta.
-¡Adelante!-exclamó José.
La puerta se abrió y Marcial Ramos, director del gabinete del ministerio de educación, entró.
-¡Palacios! ¿Qué tal está?
José se levantó de la silla y estrechó la mano que Ramos le ofrecía.
-¡Hombre! Buenos días. Aquí andaba, leyendo la prensa.
-¿Algo interesante?
-Nada. Algo sobre el atentado a... al chino ese. A Sato. ¿O era japonés?
-¡Vaya usted a saber!
-Estos asiáticos son todos iguales...
-Pero siéntese usted-lo invitó José.
-Mire lo que le traigo-dijo Ramos tendiéndole un puro.
-Vaya. ¿A qué se debe tanto honor?
-A que me los ha mandado el mismísimo caudillo.
-¡Un Márquez! De los más caros del mercado. Pensé que solo se venían en Sudamérica.
-El propio Márquez le ha enviado un cargamento de su mejores puros como obsequio.
-Ese tal Márquez debe de ser uno de los tipos más ricos de Sudamérica.
-¡Y de España!-exclamó Ramos levantando el índice para enfatizar.
Ambos hombres pelaron el puro y lo encendieron. Dieron varias caladas y alabaron su fuerte sabor. Después, Ramos se volvió hacia José y le dijo:
-Ayer me comentaron mi hijo y mi sobrino que fueron a comer al Retiro con Helenita y una amiga suya.
-Sí, Victorita.
-Me alegro mucho de que nuestros hijos se lleven tan bien. ¡Y además por casualidades de la vida!
-Sí, ¡es que este mundo es un pañuelo! Mi mujer y yo estamos muy orgullosos de que Marcial y Helenita sean amigos, ya que su hijo es un hombre de tomo y lomo. Cortés, caballero y respetuoso.
-Ya está hecho todo un hombre. Desde que volvió de la mili ya no es aquel niño infantil de antes.
-Pero su hijo siempre ha tenido los pies en la tierra.
-Eso sí.
-No como mi Helenita. ¡Estudiar filología! ¡Vaya idea! Ya me dirá usted para qué le sirve eso a una mujer, si lo que tendría que estar haciendo es aprender a ser una buena ama de casa y esposa.
-Ya, si es que la filología no sirve para nada. De hecho, yo he dejado que mi Marcial estudie esa carrera porque le voy a meter en el Ministerio. Si al menos se hubiese metido en derecho como Ernesto, mi sobrino...
-¿Qué tal está, por cierto, su hermana?
-¡Ay, la pobre Férula! Cada día está más débil. La pobre se ha tenido que ir a vivir con nuestra madre y nos ha dejado a Ernesto para que cuidemos de él mientras el chico estudia.
-¡Ya ve usted! ¿Qué va a hacer un joven de su edad en un pueblo?
-Exacto. Además, mi mujer y yo estamos muy contentos de tenerle con nosotros, ya que para mí, desde que Gonzalo, su padre, murió, siempre ha sido como un hijo. Y se lleva muy bien con Marcial, son como hermanos.
-Ah... ¡la familia!
-Por cierto, hablando de Ernesto. Cuando volvió a casa el sábado, no paró de hablar de Helenita.
-¿En serio?
-Sí. Al parecer, el que sea una mujercita de armas tomar le ha cautivado, ¿los imagina usted casados?
A José no le agradó demasiado la idea de ver a su pequeña casada, pero en su fuero interno tuvo que reconocer que Ernesto realmente le gustaría como yerno.
-Lo cierto es que harían buena pareja.
-Oiga, le propongo una cosa. ¿Por qué no vienen a cenar el viernes a casa? Mercedes hará algo rico de comer. Y tráigase también a la amiga de Helenita, que tengo ganas de conocerla.
-Claro que sí. Allí estaremos.
-Pásense sobre las ocho.
La conversación se desvió a otros temas y los hombres siguieron fumando y riendo y, por qué no, organizando la vida de sus hijos.

viernes, 14 de enero de 2011

Capítulo VII

-Y estábamos todos allí… ¡Y ole! ¡Ole! Qué arte… ¡Qué arte! Le hizo una pasada, luego otra, otra y otra y luego… Se miraron…-se acercó a Victoria más de lo que sería cortés, interpretando la escena, pero a esta no pareció importarle; mientras, Helena se hallaba recostada en el respaldo del banco, observando a Marcial con mirada escéptica-La tarde era cálida, hacía un sol de justicia… Paquirri sacó el estoque, se lo puso a la altura de los ojos, el toro lo miró babeando sangre… Y entonces, Paquirri le gritó: ¡eh! Y el toro arremetió. Y entonces… ¡pum!-acompañó su exclamación con un rápido movimiento que sobresaltó a Victoria, quien parecía embebida en la historia-. Le clavó el estoque hasta el corazón. ¡Fíjate lo que te digo, niña! ¡Hasta el mismísimo corazón!
Victoria y el primo de Marcial aplaudieron, pero Helena se limitó a suspirar y a mirar hacia otro sitio.
-Primo, el día en el que escribas, la gente dejará de leer el Quijote ese.
Helena se volvió hacia Ernesto con un brillo de desprecio en la mirada. Ernesto era el primo de Marcial quien, para sorpresa de las chicas, se había presentado también aquella tarde en El Retiro. Victoria, en un principio, había quedado tan solo con Marcial y se había llevado a Helena para que la gente no pudiera pensar que se trataba de una cita romántica, sin embargo, a Marcial lo acompañaba su primo, por lo que parecía la reunión de dos parejas. Helena había insistido a su amiga en que terminase la cita cuanto antes para evitar habladurías, en cambio, Victoria, a pesar de ser muy tradicional para algunas cosas, estaba tan obnubilada con Marcial que no le dio importancia.
Si a Helena Marcial le parecía repelente, su primo lo superaba con creces. Según les habían contado al inicio de la tarde, Ernesto llevaba tres años viviendo con la familia de Marcial, pues su madre era de salud frágil y se había mudado a la casa del pueblo con la abuela de los dos chicos. Ernesto se había quedado viviendo en Madrid porque había querido empezar a estudiar Derecho en la Complutense.
Aquella tarde estaba siendo para Helena la más tediosa de toda su vida. No habían hablado más que de toros, fútbol y habían intentado mantener alguna conversación sobre política a un nivel tan básico que resultaba ridículo.
-Venga, ¿recogemos ya?- propuso Marcial.
-Vale-respondió Helena levantándose rápidamente y recogiendo su bolso.
-Bueno…- aceptó de mala gana Victoria.
-¿Por qué no vamos paseando hasta la cuesta de Moyano?- preguntó Ernesto.
-¡Qué buena idea!-exclamó Victoria, volviendo a sonreír instantáneamente.
Marcial se acercó ligeramente a ella y tomó entre sus dedos un mechón de su cabello, jugando con él.
-Sí, y así os la enseñamos-añadió con una sonrisa pícara.
Victoria se puso colorada y rio débilmente, pero Helena masculló con voz agria:
-Hemos estado allí mil veces…
Los otros tres se callaron durante unos instantes ante el evidente mal humor de la chica, pero Marcial pronto hizo una gracia haciendo patente su bufonería y volvieron a reír. Después se pusieron en marcha, Victoria al lado de Marcial, riendo todas sus gracias y bebiendo de cada una de sus palabras, y Helena, desabrida, tras ellos a una distancia prudente. Ernesto se acercó a ella con las manos en los bolsillos y anduvo un buen rato sin abrir la boca, pero al cabo de un tiempo se volvió hacia Helena esbozando la mejor de sus sonrisas y dijo:
-Pareces enfadada, y una cara tan bonita no debería de estar nunca así.
-¿Por qué?-preguntó Helena secamente.
Ernesto detuvo su paso un momento, desconcertado por la respuesta, pero pronto se sobrepuso y volvió al lado de Helena.
-Porque… Eres bonita.
-¿Y qué?
-Pues… Que las niñas bonitas…
-No pagan dinero-terminó Helena con un tono burlón.
Ernesto calló, pero acabó riendo al cabo de un rato.
-Eres muy bromista, ¿no crees?
-Es que cumplo el papel del donaire en este esperpento.
-¿Cómo…?
Helena resopló.
-Nada, hijo, nada.
Ernesto se paró a pensar un segundo. Entonces, anduvo más rápido hasta situarse delante de la chica, cortándole el paso.
-¿Pero qué…?
-Mira, sé que no te conozco, ¿pero de verdad eres así?
Helena arqueó las cejas.
-¿Así cómo?
-¿Hace falta que te lo explique?- contestó el chico, imitando su tono de voz.
Ella simplemente puso los ojos en blanco y rio irónicamente. En seguida siguió andando hasta alcanzar a los otros dos. En cambio y muy a su pesar, el joven insistió de nuevo, esta vez pasándole un brazo por la espalda.
-¿Se puede saber qué haces? -preguntó Helena, separándose- no, quiero decir, ¿eres idiota o qué?
-Bueno, bueno, preciosa, no te pongas así, que no es para tanto. Además, sólo quería ser agradable.
-Ya, pues no lo intentes, ¿vale?
-¿También le molesta que ande a su lado, marquesa?
Victoria y Marcial, que iban delante, se pararon para esperar a los otros dos.
-¿Se puede saber qué os pasa, que vais todo el rato discutiendo? -preguntó Marcial, encogiendo los hombros.
-Es que a veces Helena se pone un poco infantil cuando salimos, ¿verdad?- se apresuró a decir Victoria.
-¿Que yo qué?
-Anda, ven un rato conmigo- dijo la chica cogiendo a su amiga del brazo.
Emprendieron de nuevo la marcha. Esta vez, Victoria reprendía a Helena por su comportamiento.
-Helena, por favor, compórtate un poco.
-¡Pero bueno! ¡Es que no sabes cómo es! Es…
Su amiga la cortó para no escuchar aquel improperio.
-Hazlo por mí entonces, anda. Quiero poder seguir paseando con Marcial. Es tan atento y cariñoso… ¡Igual dentro de poco hasta me coge del brazo! ¿te imaginas?
-Mucho estoy haciendo yo por ti, eso es lo que imagino.
-Venga, por favor… ya sabes que eres mi mejor amiga. Anda… por favor… Además, solo tienes que tener un poco de paciencia con él. Seguro que le gustas y hace todo eso por llamar la atención.
-¿Gustarle?
-Claro, eres muy guapa.
-Victoria que nos conocemos. Ya sabes que no me dejo comprar por ningún tipo de adulación.
-¿Pero vas a hacer eso por mí?
Después de pensar durante unos segundos, respiró hondo y finalmente accedió.
-Está bien…
-¡Ay, gracias!- abrazó a su amiga.
Por fin llegaron a su destino. Ante ellos se extendía una larga calle cuyas protagonistas eran unas viejas casetas con libros más antiguos que las mismas.
Echaron a andar, esta vez más despacio, parándose frente a los puestos, observando, releyendo por encima, cogiendo libros…
Helena ojeaba uno de los tomos de Las novelas ejemplares de Cervantes cuando levantó la vista y vio cómo Victoria se pegaba mucho, quizá demasiado, a Marcial compartiendo la lectura de un libro, además de cómo Ernesto trataba de leerlo también.
-Ernesto, ¿te gusta Cervantes? -Helena había hecho un esfuerzo sobrehumano para llamar la atención del chico y dejar a los otros dos solos, por su amiga. El joven se acercó, extrañado.
-Dime.
-Que si te gusta Cervantes.
-Bueno, supongo que no está mal.
Para Helena el oír aquello fue como recibir un bofetón.
-¿Que no está mal?
-Supongo, no sé.
-Anda que…
-¿Pero qué te pasa ahora? Es que no entiendo de qué vas, ¿eh? -hizo ademán de volver con Marcial y Victoria, pero Helena le cogió del brazo para impedírselo.
-No, lo siento, quiero decir que… -le soltó del brazo en seguida- que a cada uno le gusta una cosa, ¿no?
Ernesto la miró entrecerrando los ojos, llevándose una mano a la barbilla.
-Claro, a cada uno le gusta una cosa… un libro… -según hablaba, se acercaba más a Helena- una persona…
Ésta apartó la vista, nerviosa por la actitud del joven, y se alejó un poco para coger otro libro.
-¿Y Garcilaso de la Vega? -le preguntó, tratando de disimular. Cogió otro de los viejos libros y se sobresaltó por la reacción exagerada de Ernesto.
-¡No lo dejes! -prácticamente se lo arrebató de las manos- ¡eh, Marcial! ¡Mira esto! -exclamó a su amigo mostrándole un libro cuya portada rezaba En Flandes se ha puesto el sol.
-¡Ese sí que es bueno!
Marcial se acercó adonde estaban, seguido de Victoria.
Los dos primos se pusieron a recitar aquella obra con grandilocuencia. Tanto para Victoria como para alguna de las personas que por allí pasaban aquello era un espectáculo digno de admiración y de un merecido aplauso ya que, arte a parte, resultaba toda una loa a la Patria. En cambio, para Helena aquello era como asistir a un circo hecho por y para payasos. Queriendo apartarse del tumulto visiblemente avergonzada, se dirigió a otro puesto de libros. En ocasiones miraba de reojo aquella escena elevando las cejas y negando sutilmente con la cabeza.
Se acercó a un puesto cuyos libros parecían ser los más viejos y usados de toda la cuesta, y quizás por ello era el puesto con más encanto. Helena tomó un pesado volumen entre sus manos y pasó sus domadas hojas, aspirando el olor tremendamente agradable del papel viejo.
-Es maravilloso, ¿verdad?
Helena alzó la vista hacia el lugar del que había salido la voz, y se dio cuenta de que el dueño del puesto la llevaba observando un buen rato.
-¿Disculpe?-preguntó con cortesía.
-El olor a libro viejo-especificó el hombre.
-¡Ah! Sí-respondió Helena, depositando el libro a un lado-. Me encanta cómo huele.
-Y a mí, por eso trabajo aquí. O quizás me gusta el olor a libro viejo por mi trabajo. O.. ¿qué sé yo? ¿No dicen que todos los amantes adoran cada uno de los aspectos de su amado?-tomó un libro y se llevó el lomo a su nariz-. Maravilloso... Sin duda lo segundo mejor que te puedes encontrar en un libro. Lo primero, las palabras, por supuesto-Helena sonrió-. Dime, niña. ¿Cuántos años tienes?
-Diecinueve, señor.
-Me alegro de que los jóvenes sigan apreciando los libros cómo antaño... Tanto televisor, tanto televisor... ¡Exprime el coco! ¡Te lo digo yo!
La muchacha rio.
-Estoy totalmente de acuerdo, señor.
-No, no me llames señor, por favor. Llámame Ildefonso.
-Si gusta... Mi nombre es Helena.
-¡Helena! Pero... ¿Elena de Borbón o Helena de Troya?
-Helena de Troya.
-Vaya, vaya... Más bella que el sol. ¡Sí señor! Es lo que el mundo necesita, bellas ninfas que adoren la lectura.
Helena se sonrojó.
-Bueno, señor... Yo no diría tanto...
-¡Ildefonso!
-Ildefonso, Ildefonso... –se corrigió, asintiendo con la cabeza.
-Y dime, Helena, ¿qué clase de lectura te gusta?
-Pues...-la muchacha se quedó pensativa, sin saber muy bien qué responder- Lo cierto es que un poco de todo.
-A las muchachas os suele gustar la literatura romántica.
-Pero... ¿romántica en cuanto a qué?
-Vaya, vaya, veo que entiendes. No me refería al Romanticismo con mayúscula.
-Oh... Lo supuse. Bueno, la literatura romántica, o rosa, no me gusta demasiado-dijo Helena sintiendo cómo el feminismo ardía dentro de sí.
-¡Bien, bien! ¡Buena chica! De veras me alegro de encontrar a alguien así-el hombre cogió un pequeño volumen muy viejo y desgastado-. ¿Conoces a Quevedo?
-Por supuesto.
-¿Y qué conoces de él?
-Sus sátiras.
-Todo el mundo conoce sus sátiras... Toma-le tendió el libro-. Lee algunos. Con suerte encontrarás uno por el que te replantearás tu gusto por la literatura romántica.
Helena abrió el libro al azar, pasando los ojos sobre algunos versos, sin leer ninguno en concreto, hasta que un poema le llamó la atención.

Cerrar podrá mis ojos la postrera
Sombra que me llevare el blanco día,
Y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera.


Leía, despacio.

Mas no, de esotra parte, en la ribera,
Dejará la memoria, en donde ardía:
Nadar sabe mi llama el agua fría,
Y perder el respeto a ley severa.


Entonaba en su cabeza cada verso, cada pausa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
Venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido

En ese momento, la voz de su cabeza pareció materializarse en un hombre que recitaba, casi en su oído, la última estrofa del poema.

Su cuerpo dejará no su cuidado;
Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo serán, mas polvo enamorado.


Helena sintió un escalofrío con aquel final. Se giró con curiosidad para ver quién había acabado el poema por ella. Se sorprendió al ver que Álvaro la miraba, sonriente.
-Ho… hola, profesor- dijo sin poder evitar sonrojarse.
-Buenas tardes. Así que esta vez Quevedo. Tiene buen gusto, ¿sabe?
-Bueno, lo cierto es que el librero me ha recomendado este libro para demostrarme que Quevedo no era sólo autor de sátiras.
-En ese caso, debe de ser un tendero inteligente. Con cultura literaria al menos. Dígame, ¿qué le parece el poema?
-Me parece que este poema es un ejemplo de que eso de que Góngora es difícil y Quevedo es fácil, es mentira. Vamos, que también tiene poemas que se traen lo suyo. Aún así, me parece maravilloso. Sobre todo el último verso…
-Polvo serán, mas polvo enamorado –repitió Álvaro- tiene razón con eso de Góngora. ¿Entonces le ha gustado? Lo cierto es que ese libro es muy bueno. –Helena asintió- En ese caso, espere un momento. ¡Ildefonso! –llamó al librero, que se acercó, ajustándose las gafas.
-¡Álvaro! ¡Es usted! ¿Cómo le va? –preguntó con aprecio el anciano.
-Muy bien, Ildefonso.
-¿Sigue dando clases en la universidad?
-Por supuesto. ¿Y usted sigue siendo tan buen alumno?
-Lo intento, Álvaro, lo intento. Dígame, ¿es Helena su familiar?
-No, no. Es una de mis alumnas. Helena, éste es Ildefonso. Desde hace tiempo trocamos libros por clases de literatura.
-¡Maravilloso! ¡Su alumna! Sacará buenas notas, ¿no? Sabe de literatura.
-Sí, lo sé –contestó mirando a Helena de reojo, la cual no pudo evitar sonrojarse de nuevo.
-En ese caso, toma, niña, te regalo el libro. –dijo Ildefonso, tendiéndole el antiguo ejemplar.
-¿Qué…? –preguntó sorprendida la joven.
-Sí, que es para usted. Así se acordará de este pobre viejo amante de la literatura en su carrera.
-Vaya, gracias, señ… Ildefonso.
Se despidieron del librero, que tenía que ir a atender a unos clientes.
-Es muy amable, ¿verdad? –preguntó Álvaro.
-Sí, sí, mucho. Qué detalle.
-¿Está pasando la tarde dando una vuelta?- Le preguntó Álvaro cuando Ildefonso se hubo ido.
-Sí. Estuvimos comiendo en el Retiro y acabamos aquí.
-¿Ha venido acompañada?
-De hecho sí. He venido con… Victoria. -Álvaro se dio la vuelta y vio a Victoria, aplaudiendo las patochadas de Marcial y Ernesto, y esbozó una leve sonrisa. Helena carraspeó ante la mirada de Álvaro y añadió- Y un par de… conocidos.
-Vaya-dijo Álvaro- sí que se saben bien esa m… obra de Eduardo Marquina.-Helena estuvo a punto de reír, pero se contuvo.-Es una pena que esté acompañada-dijo, y miró a Helena con un extraño brillo pícaro en los ojos- porque había pensado en invitarla a un chocolate con churros en San Ginés y así continuaríamos nuestra conversación sobre literatura.
Helena sintió una repentina alegría y una rápida decepción, y deseó que un rayo cayese sobre aquellos dos patanes en aquel preciso instante.
-Habría estado bien, pero… tengo que acompañar a Victoria-añadió a regañadientes-ya sabe… la gente habla mucho.
-Tiene usted razón-afirmó Álvaro sin perder el atisbo de diversión en la mirada.
En ese momento, Marcial y Ernesto, que ya habían concluído su improvisado “recital” y habían sido aclamados con los aplausos de la mayoría de las personas de la cuesta, se acercaron a Helena, junto con Victoria.
-¡Profesor Márquez!-dijo Marcial acercándose a Álvaro y dándole la mano.
-Buenas tardes, señor Ramos. ¿Qué tal le va?
-Tirando, señor.
-¿Qué tal le va en la universidad?
-Bueno… sigo arrastrando algunas asignaturas de primero y segundo, pero creo que para el año que viene me las habré quitado de encima.
-Todavía no se ha presentado a mi examen de recuperación-dijo Álvaro con un ligero matiz socarrón que sólo pudo identificar Helena.
-Ya… es que es demasiado… temario-titubeó Marcial.
-Pero es bastante sencillo-replicó Álvaro.
-Bueno… a mí no me lo parece-respondió el chico, sonriendo ampliamente a modo de excusa. Después se volvió hacia María Helena y, pasándole el brazo por la espalda, añadió-le pediré ayuda a Helena, que por lo que he oído, es muy buena en gramática.
Ernesto rio como si su primo hubiese dicho la gracia más ingeniosa del mundo y Victoria sonrió. Helena simplemente apartó la mirada de Álvaro.
-Entonces ha oído bien-oyó que decía el profesor. Se volvió de nuevo hacia él-es una de las alumnas más talentosas que he tenido nunca- Helena se sintió abrumada y profundamente agradecida, a la par que orgullosa, y sonrió a su profesor, quien le devolvió el gesto discretamente- Sin duda la ayuda de María Helena le sería de gran utilidad.
Marcial y Ernesto perdieron su sonrisa pero, al momento, Marcial volvió a esbozar un falso gesto amable, ya que era el más cordial de los dos. Helena supo que le había dolido que un profesor pusiese la mentalidad de una mujer y encima menor que él en una posición de superioridad, y estaba segura de que Álvaro lo sabía y lo había hecho conscientemente. Eso hizo que apreciase aún más a su profesor.
-Bueno-dijo Marcial- Entonces tendré que estudiar con ella.
“Ni loca”, pensó Helena.
Álvaro sonrió cortésmente. Después sacó un viejo y abollado reloj de bolsillo y miró la hora.
-Vaya. Qué tarde es. Lamento tener que dejarles. Disfruten de su paseo.
-Gracias, señor Márquez-respondió Marcial con cortesía, dándole la mano de nuevo.
-María Helena, Victoria, las veo en clase pasado mañana.
Las dos chicas asintieron y Álvaro se alejó por la cuesta tras una última mirada a Helena, que a ésta se le antojó algo cómplice. La chica observó cómo se alejaba, con pena.
-Vaya idiota- dijo Ernesto cuando el profesor se hubo alejado.
-Qué se le va a hacer-contestó Marcial- no podía decirle que no apruebo porque sus apuntes dan asco y no sabe explicar. Bueno, ¿vamos a tomar algo?
-¡Claro! –respondió Victoria con entusiasmo.
Los tres jóvenes echaron a andar y Helena les siguió con desgana, apartando la mirada a duras penas de la figura de su profesor, cubierto por una gabardina y un sombrero, y odiando aún más a los dos primos por su opinión.

lunes, 10 de enero de 2011

Capítulo VI

-Dentro de las oraciones adverbiales, algunas se adjuntan, por regla general, al sintagma verbal, que serían las causales, finales y modales. Como en la frase “No podré ir porque tengo que estudiar”, que es causal, o en “Me he comprado un coche para impresionar”, que es final. O... mmm... “Estoy haciéndolo según me dijeron”, que es modal. ¿Correcto? Sin embargo, otras se adjuntarían a la oración, como circunstanciales, Y serían las concesivas y condicionales. Una concesiva podría ser “Aunque me sentía mal, al final fui al cine”, y una condicional “Si lo hubiera sabido, habría venido”.
-Eh...
Victoria se llevó la pluma estilográfica a los labios y frunció el ceño como si le costase estructurar tanta información. Helena la observó, perpleja, después de su tercera explicación de las oraciones adverbiales.
-¿Me sigues?-preguntó.
Victoria se echó hacia atrás en la silla, dejando la pluma sobre la mesa y se frotó los ojos con cansancio.
-No, lo cierto es que no-respondió.
Helena abrió mucho los ojos, sorprendidísima, y se llevó una mano al pecho.
-¡No me digas!-exclamó, evidentemente afectada- ¿Qué es lo que no has entendido?
Victoria rio.
-Mujer, no te lo tomes tan a la tremenda...
-¡Pero es muy importante que entiendas la gramática!
-Ya tendré tiempo para entenderla...
-Los exámenes están a la vuelta de la esquina.
-¡Pero si quedan meses y meses!
-¡Pero no es bueno dejar las cosas para el último momento!
-Ay, Helena... En serio, a veces eres fácil de odiar.
-En fin... Yo sólo quería ayudarte-repuso Helena, guardando los apuntes que tenía sobre la mesa y sacando una lista de frases y una hoja llena de análisis sintácticos.
-Y lo agradezco-respondió Victoria, sinceramente-. Pero es que no me entra.
-Tampoco es tan complicado...
-Ya... Si tienes razón... Pero...
-¿Pero qué?
La chica suspiró y miró por la ventana con ojos soñadores. Helena arrugó la frente cuando una ligera pero incómoda idea entró en su mente.
-Vico... No me digas que has estado todo el rato pensando en ese chico de tercero.
-Marcial, se llama Marcial.
-Como si se llama Pepe. Victoria...
La aludida sonrió y se puso ligeramente colorada.
-Quizás-dijo, y acto seguido se le escapó una aguda risilla.
Helena suspiró y llevó las manos al cielo en un silencioso grito desesperado.
-Eres increíble...
-¡Es que tú no lo entiendes!-dijo Victoria, cogiendo a su amiga del brazo-. ¡Me estoy enamorando, Helena!
-¡Pero si solo le conoces de dos días!
-¿Y qué? El amor no entiende del tiempo...
-Bah... Parece la típica frase de una novela rosa barata.
Victoria se alejó de ella con gesto ofendido.
-¿Cómo puedes ser tan insensible?
-No lo soy.
-¿Cómo que no? Nunca te fijas en ningún chico... ¡Y encima te burlas cuando yo lo hago!
-Mira, Victoria. No me burlo de ti por que te guste una persona. Es tan solo que te emocionas demasiado con un chico al que acabas de conocer, ¿no crees? Sólo le has visto un día y ya no puedes dejar de pensar en él. Y para terminar, ¿qué más te da a ti que yo me fije o me deje de fijar en los chicos?
-Es raro, Helena.
-¿Pero por qué? ¡No lo entiendo!-exclamó Helena, desesperada.
-¿Qué pasa, chicas?-preguntó la madre de Helena, entrando en la habitación de ésta.
Las dos chicas habían salido pronto de la Facultad y se habían dirigido a casa de Helena para estudiar, pues Victoria no llevaba muy bien la Gramática.
-Nada, mamá-respondió Helena, levantándose y dejando un par de libros sobre su escritorio.
-¿Entonces a qué vienen esos gritos? ¿Y quién es ese tal Marcial?
Helena se agachó para sacar unos folios del escritorio y que así su madre no se diese cuenta de su cara de frustración. Probablemente llevase todo el rato escuchando detrás de la puerta, pensando de qué manera podría averiguar más cosas de Marcial, así que lo de los gritos le había resultado tremendamente oportuno.
Victoria carraspeó y al final se vio obligada a contestar, ya que Helena no parecía dispuesta a ello.
-Es un chico de la universidad... Está estudiando filología.
-¿Es tu novio?-preguntó la madre con voz escandalizada.
-¡No!-exclamó Victoria, y Helena tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano por no reír-. Tan solo me acompañó el otro día desde el autobús hasta la facultad. Es muy gentil...
-Ten cuidado, Victoria-la avisó su madre-. Aunque parezca educado, puede intentar cosas deshonestas.
A Helena siempre le había desagradado que su madre fuese tan extremista, pero en aquella ocasión se alegró de que tratase de hacer que Victoria olvidara al chico.
-No lo creo, doña Remedios... Parece de buena familia.
-¿Cómo se apellida?-preguntó Remedios, que siempre se había ablandado ante las mágicas palabras que había pronunciado Victoria.
-Ramos Sanz.
-Marcial Ramos Sanz...-Remedios se llevó una mano a la barbilla. Después abrió mucho los ojos, habiendo, evidentemente, recordado algo-. ¡El pequeño Marcial! No puede ser...
-¿Lo conoce?-preguntó Victoria, entusiasmada.
-¿Que si lo conozco? Ay, Victorita, en menudo galán te has ido a fijar...
Helena se volvió, boquiabierta, y vio cómo su madre y su amiga se habían cogido de las manos, ambas sentadas en la cama de Helena.
-¿Cómo? ¿Lo conoces, madre?
-¡Claro que sí! ¡Es el hijo del jefe de tu padre, Helenita! ¡El señor Ramos!
-¡Ay! ¿En serio?-preguntó Victoria completamente emocionada.
-Sí. Es un chico guapísimo. ¡Es un caballero de tomo y lomo!
-Lo es...
-En la mili fue uno de los mejores quintos. ¡Todos lo alabaron! ¿No recuerdas tú al pequeño Marcial?-se dirigió a Helena.
Ésta, que estaba perpleja, se limitó a encogerse de hombros.
-Vino hace cuatro años a cenar con sus padres. Preparé un pavo asado con la receta familiar... ¡riquísimo!
Remedios y Victoria rieron, pero Helena estaba tratando de recordar. Al fin creyó recordar a un chico con cara de cerdo y cerebro de mosquito que rondaba la veintena y que no cesaba de tratar provocarla con palabras estúpidas.
-Ah... ¿Ése es Marcial?-preguntó al borde del vómito.
-Sí, hija, ése es-respondió su madre, orgullosa de poseer tanta información.
-¡Ay, Helena! Has cenado con él...
-Sí-masculló ésta, sin compartir ni una pizca de la alegría de su amiga-. El mundo es un pañuelo...
-Entonces, doña Remedios, si acepto ir con él este sábado al Retiro, ¿no será un error?
-¿Te ha invitado a ir al Retiro?-preguntó Remedios, con un tono que, aunque era más confiado que el anterior, todavía sonaba preventivo.
-Sí, pero me ha dicho que me lleve a una amiga, para evitar malentendidos-se apresuró a añadir Victoria-. Dice que no le importa lo que piensen de él, pero que jamás se perdonaría que por su culpa mi honor se viese afectado.
-Pero qué chico tan encantador.
“Tanto como un sapo” pensó Helena.
-¿A que sí?-repuso Victoria- Lo malo es que quería pedirle a Helena que nos acompañase, pero claro... Se ha reído de mí en cuanto hemos hablado de Marcial.
-¿Que me querías pedir qué?-preguntó Helena, anonadada.
-¡Hija! Qué insensible eres a veces...
“Ya estamos” masculló interiormente “¿Es insensible, acaso, la palabra del día?”
-Victoria, yo... no creo que pueda. Tengo mucho que estudiar.
-¿No puedes estudiar el domingo?
-Pero es que son demasiadas cosas.
Su amiga frunció el ceño.
-Llevas todo mejor que yo y no estoy tan preocupada como tú por la universidad.
“Pero yo me tomo más en serio mis estudios” pensó Helena.
-Pero aún así...
-Hija, deja de estudiar tanto, que te va a dar algo de no salir de casa. Así que nada, el sábado acompañas a Victorita al Retiro y así le pides a Marcial que le dé recuerdos a su madre de mi parte.
-¿Que qué...?
-¡Gracias, doña Remedios!-dijo Victoria abrazando a la madre de Helena.
Ésta última se quedó mirando a ambas mujeres, boquiabierta, y sin poder creer todavía su mala suerte. Su madre se comportaba siempre de manera desconfiada respecto a los hombres, pero como aquel era de “buena familia”, Helena tendría que aguantarle durante toda la tarde aunque eso fuese lo último que le apeteciese.
Remedios y Victoria comenzaron a hablar de la ropa que se pondría la chica para la “cita” del sábado y Helena alzó una mano para alcanzar el libro de Bécquer, que había dejado sobre la estantería. Acarició su lomo y sonrió tristemente, pensando en que se lo llevaría el sábado y así podría recordar la maravillosa tarde que pasó con su profesor de literatura cuando la charla entre Marcial, Victoria y ella se hiciese insoportable.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Capítulo V

-Helena, ¿me estás escuchando?
-¿Eh?
Helena alzó la cabeza y se encontró con la expectante mirada de su amiga Victoria. Fue entonces cuando se dio cuenta de que ésta llevaba hablándole un buen rato y ella no le había prestado atención. Llevaba toda la mañana dándole vueltas al hecho de que no había podido terminar los deberes que su profesor de Gramática les había mandado el día anterior: un total de veinte frases para analizar. Había conseguido a duras penas terminar seis en el trayecto de su casa a la Facultad, mientras iba sentada en el metro, pero finalmente se había dado por vencida al llegar a la universidad con tan solo cuarto de hora de antelación y al haberse encontrado con su dicharachera amiga Victoria. Podría haberle dicho que estaba ocupada y que tenía que acabar los deberes, pero sabía más que de sobra que ésta habría empezado a hacer preguntas, tremendamente sorprendida. Y lo cierto es que no le apetecía en absoluto intentar explicarle por qué no había tenido tiempo el día anterior, ya que, en ciertos temas, Victoria era demasiado tradicional.
Su amiga frunció el ceño con enfado.
-¿No has oído nada de lo que te he dicho?
-Claro que sí-replicó Helena, pero lo cierto es que tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para rescatar alguna información de la cháchara que sólo recordaba a medias-. Me estabas hablando del chico de tercero.
-¿Y qué pasa con él?-preguntó Victoria, inquisitiva.
-Pues... pues no sé-tuvo que admitir al fin Helena.
Victoria puso los ojos en blanco.
-O sea, ¿que yo te cuento que he encontrado al hombre de mi vida y ese es el caso que me haces?
-Bueno, Vico, si me estuvieses contando que vas a recibir el premio Nobel, probablemente te prestaría más atención.
Victoria abrió la boca para contestar, pero pareció no encontrar palabras. Frunció el entrecejo formando un exagerado gesto de ofensa y le dio la espalda a Helena, cruzándose de brazos frente a la cerrada puerta del aula de Gramática.
-Está bien-masculló secamente.
Durante un momento, Helena se sintió aliviada porque su amiga hubiese cesado la charla que había apresado su mente en un runrún permanente, sin embargo, la culpabilidad se hizo pronto presa de ella.
-Vico...-dijo con voz conciliadora- Perdóname, anda. No he tenido una buena mañana. Lo siento.
Victoria no se volvió, tan solo se limitó a murmurar:
-Aún así no te parece interesante lo que te cuento.
-¡Claro que sí!-exclamó Helena con fingido entusiasmo- ¿Cómo no me va a interesar ese chico? Cuéntame, anda.
Victoria se volvió con una sonrisa que iluminó su mirada, pero trató de parecer afectada.
-Pero no me vuelvas a ignorar, ¿eh?-dijo, y Helena asintió con la cabeza-. Bueno, pues lo que te decía era que iba en el autobús leyendo La malquerida, cuando he oído una voz preciosa de chico que me decía: “Vaya, ¿te gusta Jacinto Benavente?”. Ay... era tan guapo-añadió la chica con una sonrisa embelesada-. Luego me preguntó que adónde iba, y me dijo que él también estudiaba Filología y que estaba en tercero... Y me recomendó una obra de Eduardo Marquina: En Flandes se ha puesto el sol.
En cuanto oyó aquello, Helena catalogó a aquel chico como el interlocutor perfecto para su padre o José María. Victoria suspiró.
-Ojalá vuelva a verle...
-Es muy probable-dijo Helena-. Este edificio es pequeño.
-Ay... Marcial... Es tan apuesto...
Helena esbozó una media sonrisa socarrona.
-Acabas de conocerle, Vico. No empieces con la lista de bodas todavía.
Victoria la fulminó con la mirada.
-Eso lo dices porque todavía no has encontrado al hombre ideal para ti.
Helena rio pero no contestó. Esas eran la clase de cosas en las que no cuadraba con Victoria. A veces le molestaba que las mayores preocupaciones de su amiga fuesen la ropa que se pondría al día siguiente o el sitio en el que celebraría el banquete de su boda. Pero lo cierto es que Victoria la comprendía más que cualquier persona que ella conociese, y por ello la apreciaba. Después pensó que quizás su amiga no era la persona que mejor la comprendía, y la imagen de su profesor de Gramática hablando con ella de literatura volvió a su mente. Entonces no pudo evitar esbozar una pequeña sonrisa.
Al cabo de un rato se dio cuenta de que había dejado de prestar atención a Victoria de nuevo, así que trató de volver a la conversación.
-Ya verás cuando te enamores... No vas a dejar de darme la lata en todo el día.
Helena arqueó una ceja con escepticismo, pero no respondió nada, ya que en ese preciso instante se abrió la puerta del aula y comenzó a salir un tropel de estudiantes. Cuando la sala se vació, la clase de Helena comenzó a entrar. Victoria y ella se unieron a sus compañeros y tomaron asiento en sus sitios de siempre.
Helena sacó sus hojas y trató de terminar una frase más, pero el barullo la desconcentraba y tuvo que tachar varias veces. Intentó recordar cómo había de marcar los cuantificadores léxicos, pero se vio obligada a echar mano de sus apuntes, por lo que perdió más tiempo del que había previsto. En ese momento, el ruido de la clase comenzó a extinguirse y la puerta se cerró. Alzó la cabeza desesperada y vio cómo su profesor de Gramática cruzaba la tarima hasta dirigirse hacia su mesa.
-Buenos días-dijo.
-Buenos días, profesor-respondieron los alumnos, todos a una.
Helena dejó a un lado su pluma, rindiéndose al fin, y miró a su profesor, buscando inconscientemente que sus miradas se cruzasen, pero no ocurrió.
-Ayer les mandé que analizaran unas frases. Mi deseo era corregirlas hoy aquí, pero andamos algo apretados con el temario, así que prefiero que me las entreguen y así ver personalmente cómo les va. Por lo que hoy continuaremos con las clases de manera normal.
Hubo un murmullo de asentimiento y Helena sintió que se le caía el alma a los pies. Miró sus hojas y vio que sus deberes, además de incompletos, estaban sucios y llenos de numerosos tachones y borrones, además de que su caligrafía, temblorosa por los vaivenes del metro, dejaba mucho que desear.
A su lado, Victoria le estaba poniendo el nombre a los suyos, pero ella, con la pluma alzada, no se atrevía a entregar aquello.
-Vamos, Helena-la apremió su amiga con el taco de folios de las filas de detrás en una mano, esperando a que Helena le entregase los suyos.
Helena dejó caer la pluma y trazó su nombre como si se tratase de la firma de su propia sentencia de muerte y, junto a éste, la fecha: 2 de octubre de 1971. Tras esto, entregó las hojas a Victoria. Después enterró la cara en las manos sintiendo cómo las mejillas se le teñían por la vergüenza.
La clase se pasó tal y como les había dicho su profesor antes, con la explicación del temario, pero en un determinado momento, Álvaro les mandó analizar sintácticamente una frase. Se pusieron manos a la obra mientras él, sentado en la butaca del profesor, ordenaba las hojas de los deberes que le habían dado.
Helena terminó pronto la frase, ya que, hasta la tarde anterior, había llevado siempre al día la Gramática. Así que repasó lo que había puesto y luego levantó la mirada. Observó cómo Álvaro pasaba las hojas una a una, pero sin detenerse en ninguna, hasta que, con el ceño levemente fruncido, pareció interesarse por una hoja en concreto. La alzó ligeramente y Helena pudo ver con desolación su espantosa caligrafía. En ese momento, el joven profesor apartó los ojos del folio y miró hacia el frente, encontrándose con la mirada de la joven.
Ésta se sonrojó instantáneamente y redirigió su atención hacia el pupitre de nuevo. Cogió su pluma y comenzó a darle vueltas nerviosamente, consciente de que la mirada de su profesor seguía clavada en ella.
Álvaro no tardó en corregir la frase que había mandado y volvió a reanudar su explicación.
Cuando la clase terminó, Helena trató de darse prisa en recoger sus cosas para no tener que quedarse a solas con Álvaro, sin embargo, la voz de este se alzó por encima del barullo de la gente al recoger.
-Señorita Palacios, quédese un momento, por favor.
Helena miró a Álvaro, y vio que éste le dedicaba una mirada inescrutable. Intercambió unas rápidas palabras con Victoria, quien estaba desconcertada, y se dirigió hacia la mesa del profesor, preguntándose qué querría decirle y cómo podría excusarse.
-¿Ocurre algo?-preguntó Helena al llegar a ésta.
Álvaro no respondió inmediatamente, sino que comenzó a recoger su material, al parecer dispuesto a dejar que el aula se vaciara. Cuando la última persona se hubo ido, clavó los ojos en Helena y la habló con voz suave.
-He visto sus deberes.
Helena tragó saliva.
-¿Sí?
-Sí. No me parecen propios de usted.
-Ya... Bueno... Es que no pude terminarlos ayer y los he tenido que hacer hoy en malas condiciones-alegó la muchacha con los nervios encogiéndole el estómago.
-¿Le pasó algo?-preguntó Álvaro.
Helena analizó su mirada y se sorprendió al ver preocupación.
-No... eh... bueno, sí... Tan solo... No pude terminarlos y... Pero no pasó nada. No es que no quisiese hacerlos, de verdad. Me siento muy culpable por no haberlos traído hoy. Es la primera vez que me pasa, se lo aseguro. Yo...
-Tranquilícese. No es obligatorio hacer los deberes, tan solo es una guía para saber qué tal van con mi asignatura-dijo Álvaro cálidamente.
-Ya, pero... Lo siento mucho.
-No se disculpe más, no hay nada por lo que deba preocuparse-Álvaro la escrutó con la mirada durante unos instantes y luego añadió-: Dígame, ¿su familia apoya el que venga a la universidad?
Helena parpadeó, perpleja, atónita porque el profesor hubiese acertado a la primera.
-Mmm... Bueno... Digamos que... lo ven como una especie de pasatiempo.
Le costó sobremanera decir estas palabras, pero una vez dichas se sintió sumamente aliviada. Álvaro se acarició la perilla en gesto pensativo, después tomó una hoja que tenía sobre la mesa y se la tendió a Helena, quien la cogió dándose cuenta de que se trataba de sus deberes.
-Tome. Estaré en la biblioteca a eso de las cinco... Si quiere hablar sobre Bécquer, o Molière, o cualquier otra cosa y entregarme las frases, analizadas como sólo usted sabe hacer, pásese por allí.
Helena se quedó boquiabierta un instante, tratando de expresar su gratitud. Al fin las palabras volvieron a su boca.
-Gracias... Muchísimas gracias-dijo, presa de la alegría.
-No tiene por qué dármelas-respondió Álvaro con una sonrisa-. Dese prisa-añadió-, o llegará tarde a su próxima clase.
Helena volvió a su pupitre y guardó todas sus cosas. Se colgó el bolso en el hombro, cogió el abrigo y se dirigió a la puerta. Una vez allí se volvió de nuevo hacia su profesor.
-Muchas gracias-volvió a decir-. Le veo a las cinco.
Álvaro asintió sonriendo sinceramente. Helena salió del aula y se dirigió a su siguiente clase con una sonrisa que nada hubiese tenido que envidiar a la de Victoria.