-Y estábamos todos allí… ¡Y ole! ¡Ole! Qué arte… ¡Qué arte! Le hizo una pasada, luego otra, otra y otra y luego… Se miraron…-se acercó a Victoria más de lo que sería cortés, interpretando la escena, pero a esta no pareció importarle; mientras, Helena se hallaba recostada en el respaldo del banco, observando a Marcial con mirada escéptica-La tarde era cálida, hacía un sol de justicia… Paquirri sacó el estoque, se lo puso a la altura de los ojos, el toro lo miró babeando sangre… Y entonces, Paquirri le gritó: ¡eh! Y el toro arremetió. Y entonces… ¡pum!-acompañó su exclamación con un rápido movimiento que sobresaltó a Victoria, quien parecía embebida en la historia-. Le clavó el estoque hasta el corazón. ¡Fíjate lo que te digo, niña! ¡Hasta el mismísimo corazón!
Victoria y el primo de Marcial aplaudieron, pero Helena se limitó a suspirar y a mirar hacia otro sitio.
-Primo, el día en el que escribas, la gente dejará de leer el Quijote ese.
Helena se volvió hacia Ernesto con un brillo de desprecio en la mirada. Ernesto era el primo de Marcial quien, para sorpresa de las chicas, se había presentado también aquella tarde en El Retiro. Victoria, en un principio, había quedado tan solo con Marcial y se había llevado a Helena para que la gente no pudiera pensar que se trataba de una cita romántica, sin embargo, a Marcial lo acompañaba su primo, por lo que parecía la reunión de dos parejas. Helena había insistido a su amiga en que terminase la cita cuanto antes para evitar habladurías, en cambio, Victoria, a pesar de ser muy tradicional para algunas cosas, estaba tan obnubilada con Marcial que no le dio importancia.
Si a Helena Marcial le parecía repelente, su primo lo superaba con creces. Según les habían contado al inicio de la tarde, Ernesto llevaba tres años viviendo con la familia de Marcial, pues su madre era de salud frágil y se había mudado a la casa del pueblo con la abuela de los dos chicos. Ernesto se había quedado viviendo en Madrid porque había querido empezar a estudiar Derecho en la Complutense.
Aquella tarde estaba siendo para Helena la más tediosa de toda su vida. No habían hablado más que de toros, fútbol y habían intentado mantener alguna conversación sobre política a un nivel tan básico que resultaba ridículo.
-Venga, ¿recogemos ya?- propuso Marcial.
-Vale-respondió Helena levantándose rápidamente y recogiendo su bolso.
-Bueno…- aceptó de mala gana Victoria.
-¿Por qué no vamos paseando hasta la cuesta de Moyano?- preguntó Ernesto.
-¡Qué buena idea!-exclamó Victoria, volviendo a sonreír instantáneamente.
Marcial se acercó ligeramente a ella y tomó entre sus dedos un mechón de su cabello, jugando con él.
-Sí, y así os la enseñamos-añadió con una sonrisa pícara.
Victoria se puso colorada y rio débilmente, pero Helena masculló con voz agria:
-Hemos estado allí mil veces…
Los otros tres se callaron durante unos instantes ante el evidente mal humor de la chica, pero Marcial pronto hizo una gracia haciendo patente su bufonería y volvieron a reír. Después se pusieron en marcha, Victoria al lado de Marcial, riendo todas sus gracias y bebiendo de cada una de sus palabras, y Helena, desabrida, tras ellos a una distancia prudente. Ernesto se acercó a ella con las manos en los bolsillos y anduvo un buen rato sin abrir la boca, pero al cabo de un tiempo se volvió hacia Helena esbozando la mejor de sus sonrisas y dijo:
-Pareces enfadada, y una cara tan bonita no debería de estar nunca así.
-¿Por qué?-preguntó Helena secamente.
Ernesto detuvo su paso un momento, desconcertado por la respuesta, pero pronto se sobrepuso y volvió al lado de Helena.
-Porque… Eres bonita.
-¿Y qué?
-Pues… Que las niñas bonitas…
-No pagan dinero-terminó Helena con un tono burlón.
Ernesto calló, pero acabó riendo al cabo de un rato.
-Eres muy bromista, ¿no crees?
-Es que cumplo el papel del donaire en este esperpento.
-¿Cómo…?
Helena resopló.
-Nada, hijo, nada.
Ernesto se paró a pensar un segundo. Entonces, anduvo más rápido hasta situarse delante de la chica, cortándole el paso.
-¿Pero qué…?
-Mira, sé que no te conozco, ¿pero de verdad eres así?
Helena arqueó las cejas.
-¿Así cómo?
-¿Hace falta que te lo explique?- contestó el chico, imitando su tono de voz.
Ella simplemente puso los ojos en blanco y rio irónicamente. En seguida siguió andando hasta alcanzar a los otros dos. En cambio y muy a su pesar, el joven insistió de nuevo, esta vez pasándole un brazo por la espalda.
-¿Se puede saber qué haces? -preguntó Helena, separándose- no, quiero decir, ¿eres idiota o qué?
-Bueno, bueno, preciosa, no te pongas así, que no es para tanto. Además, sólo quería ser agradable.
-Ya, pues no lo intentes, ¿vale?
-¿También le molesta que ande a su lado, marquesa?
Victoria y Marcial, que iban delante, se pararon para esperar a los otros dos.
-¿Se puede saber qué os pasa, que vais todo el rato discutiendo? -preguntó Marcial, encogiendo los hombros.
-Es que a veces Helena se pone un poco infantil cuando salimos, ¿verdad?- se apresuró a decir Victoria.
-¿Que yo qué?
-Anda, ven un rato conmigo- dijo la chica cogiendo a su amiga del brazo.
Emprendieron de nuevo la marcha. Esta vez, Victoria reprendía a Helena por su comportamiento.
-Helena, por favor, compórtate un poco.
-¡Pero bueno! ¡Es que no sabes cómo es! Es…
Su amiga la cortó para no escuchar aquel improperio.
-Hazlo por mí entonces, anda. Quiero poder seguir paseando con Marcial. Es tan atento y cariñoso… ¡Igual dentro de poco hasta me coge del brazo! ¿te imaginas?
-Mucho estoy haciendo yo por ti, eso es lo que imagino.
-Venga, por favor… ya sabes que eres mi mejor amiga. Anda… por favor… Además, solo tienes que tener un poco de paciencia con él. Seguro que le gustas y hace todo eso por llamar la atención.
-¿Gustarle?
-Claro, eres muy guapa.
-Victoria que nos conocemos. Ya sabes que no me dejo comprar por ningún tipo de adulación.
-¿Pero vas a hacer eso por mí?
Después de pensar durante unos segundos, respiró hondo y finalmente accedió.
-Está bien…
-¡Ay, gracias!- abrazó a su amiga.
Por fin llegaron a su destino. Ante ellos se extendía una larga calle cuyas protagonistas eran unas viejas casetas con libros más antiguos que las mismas.
Echaron a andar, esta vez más despacio, parándose frente a los puestos, observando, releyendo por encima, cogiendo libros…
Helena ojeaba uno de los tomos de Las novelas ejemplares de Cervantes cuando levantó la vista y vio cómo Victoria se pegaba mucho, quizá demasiado, a Marcial compartiendo la lectura de un libro, además de cómo Ernesto trataba de leerlo también.
-Ernesto, ¿te gusta Cervantes? -Helena había hecho un esfuerzo sobrehumano para llamar la atención del chico y dejar a los otros dos solos, por su amiga. El joven se acercó, extrañado.
-Dime.
-Que si te gusta Cervantes.
-Bueno, supongo que no está mal.
Para Helena el oír aquello fue como recibir un bofetón.
-¿Que no está mal?
-Supongo, no sé.
-Anda que…
-¿Pero qué te pasa ahora? Es que no entiendo de qué vas, ¿eh? -hizo ademán de volver con Marcial y Victoria, pero Helena le cogió del brazo para impedírselo.
-No, lo siento, quiero decir que… -le soltó del brazo en seguida- que a cada uno le gusta una cosa, ¿no?
Ernesto la miró entrecerrando los ojos, llevándose una mano a la barbilla.
-Claro, a cada uno le gusta una cosa… un libro… -según hablaba, se acercaba más a Helena- una persona…
Ésta apartó la vista, nerviosa por la actitud del joven, y se alejó un poco para coger otro libro.
-¿Y Garcilaso de la Vega? -le preguntó, tratando de disimular. Cogió otro de los viejos libros y se sobresaltó por la reacción exagerada de Ernesto.
-¡No lo dejes! -prácticamente se lo arrebató de las manos- ¡eh, Marcial! ¡Mira esto! -exclamó a su amigo mostrándole un libro cuya portada rezaba En Flandes se ha puesto el sol.
-¡Ese sí que es bueno!
Marcial se acercó adonde estaban, seguido de Victoria.
Los dos primos se pusieron a recitar aquella obra con grandilocuencia. Tanto para Victoria como para alguna de las personas que por allí pasaban aquello era un espectáculo digno de admiración y de un merecido aplauso ya que, arte a parte, resultaba toda una loa a la Patria. En cambio, para Helena aquello era como asistir a un circo hecho por y para payasos. Queriendo apartarse del tumulto visiblemente avergonzada, se dirigió a otro puesto de libros. En ocasiones miraba de reojo aquella escena elevando las cejas y negando sutilmente con la cabeza.
Se acercó a un puesto cuyos libros parecían ser los más viejos y usados de toda la cuesta, y quizás por ello era el puesto con más encanto. Helena tomó un pesado volumen entre sus manos y pasó sus domadas hojas, aspirando el olor tremendamente agradable del papel viejo.
-Es maravilloso, ¿verdad?
Helena alzó la vista hacia el lugar del que había salido la voz, y se dio cuenta de que el dueño del puesto la llevaba observando un buen rato.
-¿Disculpe?-preguntó con cortesía.
-El olor a libro viejo-especificó el hombre.
-¡Ah! Sí-respondió Helena, depositando el libro a un lado-. Me encanta cómo huele.
-Y a mí, por eso trabajo aquí. O quizás me gusta el olor a libro viejo por mi trabajo. O.. ¿qué sé yo? ¿No dicen que todos los amantes adoran cada uno de los aspectos de su amado?-tomó un libro y se llevó el lomo a su nariz-. Maravilloso... Sin duda lo segundo mejor que te puedes encontrar en un libro. Lo primero, las palabras, por supuesto-Helena sonrió-. Dime, niña. ¿Cuántos años tienes?
-Diecinueve, señor.
-Me alegro de que los jóvenes sigan apreciando los libros cómo antaño... Tanto televisor, tanto televisor... ¡Exprime el coco! ¡Te lo digo yo!
La muchacha rio.
-Estoy totalmente de acuerdo, señor.
-No, no me llames señor, por favor. Llámame Ildefonso.
-Si gusta... Mi nombre es Helena.
-¡Helena! Pero... ¿Elena de Borbón o Helena de Troya?
-Helena de Troya.
-Vaya, vaya... Más bella que el sol. ¡Sí señor! Es lo que el mundo necesita, bellas ninfas que adoren la lectura.
Helena se sonrojó.
-Bueno, señor... Yo no diría tanto...
-¡Ildefonso!
-Ildefonso, Ildefonso... –se corrigió, asintiendo con la cabeza.
-Y dime, Helena, ¿qué clase de lectura te gusta?
-Pues...-la muchacha se quedó pensativa, sin saber muy bien qué responder- Lo cierto es que un poco de todo.
-A las muchachas os suele gustar la literatura romántica.
-Pero... ¿romántica en cuanto a qué?
-Vaya, vaya, veo que entiendes. No me refería al Romanticismo con mayúscula.
-Oh... Lo supuse. Bueno, la literatura romántica, o rosa, no me gusta demasiado-dijo Helena sintiendo cómo el feminismo ardía dentro de sí.
-¡Bien, bien! ¡Buena chica! De veras me alegro de encontrar a alguien así-el hombre cogió un pequeño volumen muy viejo y desgastado-. ¿Conoces a Quevedo?
-Por supuesto.
-¿Y qué conoces de él?
-Sus sátiras.
-Todo el mundo conoce sus sátiras... Toma-le tendió el libro-. Lee algunos. Con suerte encontrarás uno por el que te replantearás tu gusto por la literatura romántica.
Helena abrió el libro al azar, pasando los ojos sobre algunos versos, sin leer ninguno en concreto, hasta que un poema le llamó la atención.
Cerrar podrá mis ojos la postrera
Sombra que me llevare el blanco día,
Y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera.
Leía, despacio.
Mas no, de esotra parte, en la ribera,
Dejará la memoria, en donde ardía:
Nadar sabe mi llama el agua fría,
Y perder el respeto a ley severa.
Entonaba en su cabeza cada verso, cada pausa.
Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
Venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido
En ese momento, la voz de su cabeza pareció materializarse en un hombre que recitaba, casi en su oído, la última estrofa del poema.
Su cuerpo dejará no su cuidado;
Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo serán, mas polvo enamorado.
Helena sintió un escalofrío con aquel final. Se giró con curiosidad para ver quién había acabado el poema por ella. Se sorprendió al ver que Álvaro la miraba, sonriente.
-Ho… hola, profesor- dijo sin poder evitar sonrojarse.
-Buenas tardes. Así que esta vez Quevedo. Tiene buen gusto, ¿sabe?
-Bueno, lo cierto es que el librero me ha recomendado este libro para demostrarme que Quevedo no era sólo autor de sátiras.
-En ese caso, debe de ser un tendero inteligente. Con cultura literaria al menos. Dígame, ¿qué le parece el poema?
-Me parece que este poema es un ejemplo de que eso de que Góngora es difícil y Quevedo es fácil, es mentira. Vamos, que también tiene poemas que se traen lo suyo. Aún así, me parece maravilloso. Sobre todo el último verso…
-Polvo serán, mas polvo enamorado –repitió Álvaro- tiene razón con eso de Góngora. ¿Entonces le ha gustado? Lo cierto es que ese libro es muy bueno. –Helena asintió- En ese caso, espere un momento. ¡Ildefonso! –llamó al librero, que se acercó, ajustándose las gafas.
-¡Álvaro! ¡Es usted! ¿Cómo le va? –preguntó con aprecio el anciano.
-Muy bien, Ildefonso.
-¿Sigue dando clases en la universidad?
-Por supuesto. ¿Y usted sigue siendo tan buen alumno?
-Lo intento, Álvaro, lo intento. Dígame, ¿es Helena su familiar?
-No, no. Es una de mis alumnas. Helena, éste es Ildefonso. Desde hace tiempo trocamos libros por clases de literatura.
-¡Maravilloso! ¡Su alumna! Sacará buenas notas, ¿no? Sabe de literatura.
-Sí, lo sé –contestó mirando a Helena de reojo, la cual no pudo evitar sonrojarse de nuevo.
-En ese caso, toma, niña, te regalo el libro. –dijo Ildefonso, tendiéndole el antiguo ejemplar.
-¿Qué…? –preguntó sorprendida la joven.
-Sí, que es para usted. Así se acordará de este pobre viejo amante de la literatura en su carrera.
-Vaya, gracias, señ… Ildefonso.
Se despidieron del librero, que tenía que ir a atender a unos clientes.
-Es muy amable, ¿verdad? –preguntó Álvaro.
-Sí, sí, mucho. Qué detalle.
-¿Está pasando la tarde dando una vuelta?- Le preguntó Álvaro cuando Ildefonso se hubo ido.
-Sí. Estuvimos comiendo en el Retiro y acabamos aquí.
-¿Ha venido acompañada?
-De hecho sí. He venido con… Victoria. -Álvaro se dio la vuelta y vio a Victoria, aplaudiendo las patochadas de Marcial y Ernesto, y esbozó una leve sonrisa. Helena carraspeó ante la mirada de Álvaro y añadió- Y un par de… conocidos.
-Vaya-dijo Álvaro- sí que se saben bien esa m… obra de Eduardo Marquina.-Helena estuvo a punto de reír, pero se contuvo.-Es una pena que esté acompañada-dijo, y miró a Helena con un extraño brillo pícaro en los ojos- porque había pensado en invitarla a un chocolate con churros en San Ginés y así continuaríamos nuestra conversación sobre literatura.
Helena sintió una repentina alegría y una rápida decepción, y deseó que un rayo cayese sobre aquellos dos patanes en aquel preciso instante.
-Habría estado bien, pero… tengo que acompañar a Victoria-añadió a regañadientes-ya sabe… la gente habla mucho.
-Tiene usted razón-afirmó Álvaro sin perder el atisbo de diversión en la mirada.
En ese momento, Marcial y Ernesto, que ya habían concluído su improvisado “recital” y habían sido aclamados con los aplausos de la mayoría de las personas de la cuesta, se acercaron a Helena, junto con Victoria.
-¡Profesor Márquez!-dijo Marcial acercándose a Álvaro y dándole la mano.
-Buenas tardes, señor Ramos. ¿Qué tal le va?
-Tirando, señor.
-¿Qué tal le va en la universidad?
-Bueno… sigo arrastrando algunas asignaturas de primero y segundo, pero creo que para el año que viene me las habré quitado de encima.
-Todavía no se ha presentado a mi examen de recuperación-dijo Álvaro con un ligero matiz socarrón que sólo pudo identificar Helena.
-Ya… es que es demasiado… temario-titubeó Marcial.
-Pero es bastante sencillo-replicó Álvaro.
-Bueno… a mí no me lo parece-respondió el chico, sonriendo ampliamente a modo de excusa. Después se volvió hacia María Helena y, pasándole el brazo por la espalda, añadió-le pediré ayuda a Helena, que por lo que he oído, es muy buena en gramática.
Ernesto rio como si su primo hubiese dicho la gracia más ingeniosa del mundo y Victoria sonrió. Helena simplemente apartó la mirada de Álvaro.
-Entonces ha oído bien-oyó que decía el profesor. Se volvió de nuevo hacia él-es una de las alumnas más talentosas que he tenido nunca- Helena se sintió abrumada y profundamente agradecida, a la par que orgullosa, y sonrió a su profesor, quien le devolvió el gesto discretamente- Sin duda la ayuda de María Helena le sería de gran utilidad.
Marcial y Ernesto perdieron su sonrisa pero, al momento, Marcial volvió a esbozar un falso gesto amable, ya que era el más cordial de los dos. Helena supo que le había dolido que un profesor pusiese la mentalidad de una mujer y encima menor que él en una posición de superioridad, y estaba segura de que Álvaro lo sabía y lo había hecho conscientemente. Eso hizo que apreciase aún más a su profesor.
-Bueno-dijo Marcial- Entonces tendré que estudiar con ella.
“Ni loca”, pensó Helena.
Álvaro sonrió cortésmente. Después sacó un viejo y abollado reloj de bolsillo y miró la hora.
-Vaya. Qué tarde es. Lamento tener que dejarles. Disfruten de su paseo.
-Gracias, señor Márquez-respondió Marcial con cortesía, dándole la mano de nuevo.
-María Helena, Victoria, las veo en clase pasado mañana.
Las dos chicas asintieron y Álvaro se alejó por la cuesta tras una última mirada a Helena, que a ésta se le antojó algo cómplice. La chica observó cómo se alejaba, con pena.
-Vaya idiota- dijo Ernesto cuando el profesor se hubo alejado.
-Qué se le va a hacer-contestó Marcial- no podía decirle que no apruebo porque sus apuntes dan asco y no sabe explicar. Bueno, ¿vamos a tomar algo?
-¡Claro! –respondió Victoria con entusiasmo.
Los tres jóvenes echaron a andar y Helena les siguió con desgana, apartando la mirada a duras penas de la figura de su profesor, cubierto por una gabardina y un sombrero, y odiando aún más a los dos primos por su opinión.
viernes, 14 de enero de 2011
lunes, 10 de enero de 2011
Capítulo VI
-Dentro de las oraciones adverbiales, algunas se adjuntan, por regla general, al sintagma verbal, que serían las causales, finales y modales. Como en la frase “No podré ir porque tengo que estudiar”, que es causal, o en “Me he comprado un coche para impresionar”, que es final. O... mmm... “Estoy haciéndolo según me dijeron”, que es modal. ¿Correcto? Sin embargo, otras se adjuntarían a la oración, como circunstanciales, Y serían las concesivas y condicionales. Una concesiva podría ser “Aunque me sentía mal, al final fui al cine”, y una condicional “Si lo hubiera sabido, habría venido”.
-Eh...
Victoria se llevó la pluma estilográfica a los labios y frunció el ceño como si le costase estructurar tanta información. Helena la observó, perpleja, después de su tercera explicación de las oraciones adverbiales.
-¿Me sigues?-preguntó.
Victoria se echó hacia atrás en la silla, dejando la pluma sobre la mesa y se frotó los ojos con cansancio.
-No, lo cierto es que no-respondió.
Helena abrió mucho los ojos, sorprendidísima, y se llevó una mano al pecho.
-¡No me digas!-exclamó, evidentemente afectada- ¿Qué es lo que no has entendido?
Victoria rio.
-Mujer, no te lo tomes tan a la tremenda...
-¡Pero es muy importante que entiendas la gramática!
-Ya tendré tiempo para entenderla...
-Los exámenes están a la vuelta de la esquina.
-¡Pero si quedan meses y meses!
-¡Pero no es bueno dejar las cosas para el último momento!
-Ay, Helena... En serio, a veces eres fácil de odiar.
-En fin... Yo sólo quería ayudarte-repuso Helena, guardando los apuntes que tenía sobre la mesa y sacando una lista de frases y una hoja llena de análisis sintácticos.
-Y lo agradezco-respondió Victoria, sinceramente-. Pero es que no me entra.
-Tampoco es tan complicado...
-Ya... Si tienes razón... Pero...
-¿Pero qué?
La chica suspiró y miró por la ventana con ojos soñadores. Helena arrugó la frente cuando una ligera pero incómoda idea entró en su mente.
-Vico... No me digas que has estado todo el rato pensando en ese chico de tercero.
-Marcial, se llama Marcial.
-Como si se llama Pepe. Victoria...
La aludida sonrió y se puso ligeramente colorada.
-Quizás-dijo, y acto seguido se le escapó una aguda risilla.
Helena suspiró y llevó las manos al cielo en un silencioso grito desesperado.
-Eres increíble...
-¡Es que tú no lo entiendes!-dijo Victoria, cogiendo a su amiga del brazo-. ¡Me estoy enamorando, Helena!
-¡Pero si solo le conoces de dos días!
-¿Y qué? El amor no entiende del tiempo...
-Bah... Parece la típica frase de una novela rosa barata.
Victoria se alejó de ella con gesto ofendido.
-¿Cómo puedes ser tan insensible?
-No lo soy.
-¿Cómo que no? Nunca te fijas en ningún chico... ¡Y encima te burlas cuando yo lo hago!
-Mira, Victoria. No me burlo de ti por que te guste una persona. Es tan solo que te emocionas demasiado con un chico al que acabas de conocer, ¿no crees? Sólo le has visto un día y ya no puedes dejar de pensar en él. Y para terminar, ¿qué más te da a ti que yo me fije o me deje de fijar en los chicos?
-Es raro, Helena.
-¿Pero por qué? ¡No lo entiendo!-exclamó Helena, desesperada.
-¿Qué pasa, chicas?-preguntó la madre de Helena, entrando en la habitación de ésta.
Las dos chicas habían salido pronto de la Facultad y se habían dirigido a casa de Helena para estudiar, pues Victoria no llevaba muy bien la Gramática.
-Nada, mamá-respondió Helena, levantándose y dejando un par de libros sobre su escritorio.
-¿Entonces a qué vienen esos gritos? ¿Y quién es ese tal Marcial?
Helena se agachó para sacar unos folios del escritorio y que así su madre no se diese cuenta de su cara de frustración. Probablemente llevase todo el rato escuchando detrás de la puerta, pensando de qué manera podría averiguar más cosas de Marcial, así que lo de los gritos le había resultado tremendamente oportuno.
Victoria carraspeó y al final se vio obligada a contestar, ya que Helena no parecía dispuesta a ello.
-Es un chico de la universidad... Está estudiando filología.
-¿Es tu novio?-preguntó la madre con voz escandalizada.
-¡No!-exclamó Victoria, y Helena tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano por no reír-. Tan solo me acompañó el otro día desde el autobús hasta la facultad. Es muy gentil...
-Ten cuidado, Victoria-la avisó su madre-. Aunque parezca educado, puede intentar cosas deshonestas.
A Helena siempre le había desagradado que su madre fuese tan extremista, pero en aquella ocasión se alegró de que tratase de hacer que Victoria olvidara al chico.
-No lo creo, doña Remedios... Parece de buena familia.
-¿Cómo se apellida?-preguntó Remedios, que siempre se había ablandado ante las mágicas palabras que había pronunciado Victoria.
-Ramos Sanz.
-Marcial Ramos Sanz...-Remedios se llevó una mano a la barbilla. Después abrió mucho los ojos, habiendo, evidentemente, recordado algo-. ¡El pequeño Marcial! No puede ser...
-¿Lo conoce?-preguntó Victoria, entusiasmada.
-¿Que si lo conozco? Ay, Victorita, en menudo galán te has ido a fijar...
Helena se volvió, boquiabierta, y vio cómo su madre y su amiga se habían cogido de las manos, ambas sentadas en la cama de Helena.
-¿Cómo? ¿Lo conoces, madre?
-¡Claro que sí! ¡Es el hijo del jefe de tu padre, Helenita! ¡El señor Ramos!
-¡Ay! ¿En serio?-preguntó Victoria completamente emocionada.
-Sí. Es un chico guapísimo. ¡Es un caballero de tomo y lomo!
-Lo es...
-En la mili fue uno de los mejores quintos. ¡Todos lo alabaron! ¿No recuerdas tú al pequeño Marcial?-se dirigió a Helena.
Ésta, que estaba perpleja, se limitó a encogerse de hombros.
-Vino hace cuatro años a cenar con sus padres. Preparé un pavo asado con la receta familiar... ¡riquísimo!
Remedios y Victoria rieron, pero Helena estaba tratando de recordar. Al fin creyó recordar a un chico con cara de cerdo y cerebro de mosquito que rondaba la veintena y que no cesaba de tratar provocarla con palabras estúpidas.
-Ah... ¿Ése es Marcial?-preguntó al borde del vómito.
-Sí, hija, ése es-respondió su madre, orgullosa de poseer tanta información.
-¡Ay, Helena! Has cenado con él...
-Sí-masculló ésta, sin compartir ni una pizca de la alegría de su amiga-. El mundo es un pañuelo...
-Entonces, doña Remedios, si acepto ir con él este sábado al Retiro, ¿no será un error?
-¿Te ha invitado a ir al Retiro?-preguntó Remedios, con un tono que, aunque era más confiado que el anterior, todavía sonaba preventivo.
-Sí, pero me ha dicho que me lleve a una amiga, para evitar malentendidos-se apresuró a añadir Victoria-. Dice que no le importa lo que piensen de él, pero que jamás se perdonaría que por su culpa mi honor se viese afectado.
-Pero qué chico tan encantador.
“Tanto como un sapo” pensó Helena.
-¿A que sí?-repuso Victoria- Lo malo es que quería pedirle a Helena que nos acompañase, pero claro... Se ha reído de mí en cuanto hemos hablado de Marcial.
-¿Que me querías pedir qué?-preguntó Helena, anonadada.
-¡Hija! Qué insensible eres a veces...
“Ya estamos” masculló interiormente “¿Es insensible, acaso, la palabra del día?”
-Victoria, yo... no creo que pueda. Tengo mucho que estudiar.
-¿No puedes estudiar el domingo?
-Pero es que son demasiadas cosas.
Su amiga frunció el ceño.
-Llevas todo mejor que yo y no estoy tan preocupada como tú por la universidad.
“Pero yo me tomo más en serio mis estudios” pensó Helena.
-Pero aún así...
-Hija, deja de estudiar tanto, que te va a dar algo de no salir de casa. Así que nada, el sábado acompañas a Victorita al Retiro y así le pides a Marcial que le dé recuerdos a su madre de mi parte.
-¿Que qué...?
-¡Gracias, doña Remedios!-dijo Victoria abrazando a la madre de Helena.
Ésta última se quedó mirando a ambas mujeres, boquiabierta, y sin poder creer todavía su mala suerte. Su madre se comportaba siempre de manera desconfiada respecto a los hombres, pero como aquel era de “buena familia”, Helena tendría que aguantarle durante toda la tarde aunque eso fuese lo último que le apeteciese.
Remedios y Victoria comenzaron a hablar de la ropa que se pondría la chica para la “cita” del sábado y Helena alzó una mano para alcanzar el libro de Bécquer, que había dejado sobre la estantería. Acarició su lomo y sonrió tristemente, pensando en que se lo llevaría el sábado y así podría recordar la maravillosa tarde que pasó con su profesor de literatura cuando la charla entre Marcial, Victoria y ella se hiciese insoportable.
-Eh...
Victoria se llevó la pluma estilográfica a los labios y frunció el ceño como si le costase estructurar tanta información. Helena la observó, perpleja, después de su tercera explicación de las oraciones adverbiales.
-¿Me sigues?-preguntó.
Victoria se echó hacia atrás en la silla, dejando la pluma sobre la mesa y se frotó los ojos con cansancio.
-No, lo cierto es que no-respondió.
Helena abrió mucho los ojos, sorprendidísima, y se llevó una mano al pecho.
-¡No me digas!-exclamó, evidentemente afectada- ¿Qué es lo que no has entendido?
Victoria rio.
-Mujer, no te lo tomes tan a la tremenda...
-¡Pero es muy importante que entiendas la gramática!
-Ya tendré tiempo para entenderla...
-Los exámenes están a la vuelta de la esquina.
-¡Pero si quedan meses y meses!
-¡Pero no es bueno dejar las cosas para el último momento!
-Ay, Helena... En serio, a veces eres fácil de odiar.
-En fin... Yo sólo quería ayudarte-repuso Helena, guardando los apuntes que tenía sobre la mesa y sacando una lista de frases y una hoja llena de análisis sintácticos.
-Y lo agradezco-respondió Victoria, sinceramente-. Pero es que no me entra.
-Tampoco es tan complicado...
-Ya... Si tienes razón... Pero...
-¿Pero qué?
La chica suspiró y miró por la ventana con ojos soñadores. Helena arrugó la frente cuando una ligera pero incómoda idea entró en su mente.
-Vico... No me digas que has estado todo el rato pensando en ese chico de tercero.
-Marcial, se llama Marcial.
-Como si se llama Pepe. Victoria...
La aludida sonrió y se puso ligeramente colorada.
-Quizás-dijo, y acto seguido se le escapó una aguda risilla.
Helena suspiró y llevó las manos al cielo en un silencioso grito desesperado.
-Eres increíble...
-¡Es que tú no lo entiendes!-dijo Victoria, cogiendo a su amiga del brazo-. ¡Me estoy enamorando, Helena!
-¡Pero si solo le conoces de dos días!
-¿Y qué? El amor no entiende del tiempo...
-Bah... Parece la típica frase de una novela rosa barata.
Victoria se alejó de ella con gesto ofendido.
-¿Cómo puedes ser tan insensible?
-No lo soy.
-¿Cómo que no? Nunca te fijas en ningún chico... ¡Y encima te burlas cuando yo lo hago!
-Mira, Victoria. No me burlo de ti por que te guste una persona. Es tan solo que te emocionas demasiado con un chico al que acabas de conocer, ¿no crees? Sólo le has visto un día y ya no puedes dejar de pensar en él. Y para terminar, ¿qué más te da a ti que yo me fije o me deje de fijar en los chicos?
-Es raro, Helena.
-¿Pero por qué? ¡No lo entiendo!-exclamó Helena, desesperada.
-¿Qué pasa, chicas?-preguntó la madre de Helena, entrando en la habitación de ésta.
Las dos chicas habían salido pronto de la Facultad y se habían dirigido a casa de Helena para estudiar, pues Victoria no llevaba muy bien la Gramática.
-Nada, mamá-respondió Helena, levantándose y dejando un par de libros sobre su escritorio.
-¿Entonces a qué vienen esos gritos? ¿Y quién es ese tal Marcial?
Helena se agachó para sacar unos folios del escritorio y que así su madre no se diese cuenta de su cara de frustración. Probablemente llevase todo el rato escuchando detrás de la puerta, pensando de qué manera podría averiguar más cosas de Marcial, así que lo de los gritos le había resultado tremendamente oportuno.
Victoria carraspeó y al final se vio obligada a contestar, ya que Helena no parecía dispuesta a ello.
-Es un chico de la universidad... Está estudiando filología.
-¿Es tu novio?-preguntó la madre con voz escandalizada.
-¡No!-exclamó Victoria, y Helena tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano por no reír-. Tan solo me acompañó el otro día desde el autobús hasta la facultad. Es muy gentil...
-Ten cuidado, Victoria-la avisó su madre-. Aunque parezca educado, puede intentar cosas deshonestas.
A Helena siempre le había desagradado que su madre fuese tan extremista, pero en aquella ocasión se alegró de que tratase de hacer que Victoria olvidara al chico.
-No lo creo, doña Remedios... Parece de buena familia.
-¿Cómo se apellida?-preguntó Remedios, que siempre se había ablandado ante las mágicas palabras que había pronunciado Victoria.
-Ramos Sanz.
-Marcial Ramos Sanz...-Remedios se llevó una mano a la barbilla. Después abrió mucho los ojos, habiendo, evidentemente, recordado algo-. ¡El pequeño Marcial! No puede ser...
-¿Lo conoce?-preguntó Victoria, entusiasmada.
-¿Que si lo conozco? Ay, Victorita, en menudo galán te has ido a fijar...
Helena se volvió, boquiabierta, y vio cómo su madre y su amiga se habían cogido de las manos, ambas sentadas en la cama de Helena.
-¿Cómo? ¿Lo conoces, madre?
-¡Claro que sí! ¡Es el hijo del jefe de tu padre, Helenita! ¡El señor Ramos!
-¡Ay! ¿En serio?-preguntó Victoria completamente emocionada.
-Sí. Es un chico guapísimo. ¡Es un caballero de tomo y lomo!
-Lo es...
-En la mili fue uno de los mejores quintos. ¡Todos lo alabaron! ¿No recuerdas tú al pequeño Marcial?-se dirigió a Helena.
Ésta, que estaba perpleja, se limitó a encogerse de hombros.
-Vino hace cuatro años a cenar con sus padres. Preparé un pavo asado con la receta familiar... ¡riquísimo!
Remedios y Victoria rieron, pero Helena estaba tratando de recordar. Al fin creyó recordar a un chico con cara de cerdo y cerebro de mosquito que rondaba la veintena y que no cesaba de tratar provocarla con palabras estúpidas.
-Ah... ¿Ése es Marcial?-preguntó al borde del vómito.
-Sí, hija, ése es-respondió su madre, orgullosa de poseer tanta información.
-¡Ay, Helena! Has cenado con él...
-Sí-masculló ésta, sin compartir ni una pizca de la alegría de su amiga-. El mundo es un pañuelo...
-Entonces, doña Remedios, si acepto ir con él este sábado al Retiro, ¿no será un error?
-¿Te ha invitado a ir al Retiro?-preguntó Remedios, con un tono que, aunque era más confiado que el anterior, todavía sonaba preventivo.
-Sí, pero me ha dicho que me lleve a una amiga, para evitar malentendidos-se apresuró a añadir Victoria-. Dice que no le importa lo que piensen de él, pero que jamás se perdonaría que por su culpa mi honor se viese afectado.
-Pero qué chico tan encantador.
“Tanto como un sapo” pensó Helena.
-¿A que sí?-repuso Victoria- Lo malo es que quería pedirle a Helena que nos acompañase, pero claro... Se ha reído de mí en cuanto hemos hablado de Marcial.
-¿Que me querías pedir qué?-preguntó Helena, anonadada.
-¡Hija! Qué insensible eres a veces...
“Ya estamos” masculló interiormente “¿Es insensible, acaso, la palabra del día?”
-Victoria, yo... no creo que pueda. Tengo mucho que estudiar.
-¿No puedes estudiar el domingo?
-Pero es que son demasiadas cosas.
Su amiga frunció el ceño.
-Llevas todo mejor que yo y no estoy tan preocupada como tú por la universidad.
“Pero yo me tomo más en serio mis estudios” pensó Helena.
-Pero aún así...
-Hija, deja de estudiar tanto, que te va a dar algo de no salir de casa. Así que nada, el sábado acompañas a Victorita al Retiro y así le pides a Marcial que le dé recuerdos a su madre de mi parte.
-¿Que qué...?
-¡Gracias, doña Remedios!-dijo Victoria abrazando a la madre de Helena.
Ésta última se quedó mirando a ambas mujeres, boquiabierta, y sin poder creer todavía su mala suerte. Su madre se comportaba siempre de manera desconfiada respecto a los hombres, pero como aquel era de “buena familia”, Helena tendría que aguantarle durante toda la tarde aunque eso fuese lo último que le apeteciese.
Remedios y Victoria comenzaron a hablar de la ropa que se pondría la chica para la “cita” del sábado y Helena alzó una mano para alcanzar el libro de Bécquer, que había dejado sobre la estantería. Acarició su lomo y sonrió tristemente, pensando en que se lo llevaría el sábado y así podría recordar la maravillosa tarde que pasó con su profesor de literatura cuando la charla entre Marcial, Victoria y ella se hiciese insoportable.
miércoles, 15 de diciembre de 2010
Capítulo V
-Helena, ¿me estás escuchando?
-¿Eh?
Helena alzó la cabeza y se encontró con la expectante mirada de su amiga Victoria. Fue entonces cuando se dio cuenta de que ésta llevaba hablándole un buen rato y ella no le había prestado atención. Llevaba toda la mañana dándole vueltas al hecho de que no había podido terminar los deberes que su profesor de Gramática les había mandado el día anterior: un total de veinte frases para analizar. Había conseguido a duras penas terminar seis en el trayecto de su casa a la Facultad, mientras iba sentada en el metro, pero finalmente se había dado por vencida al llegar a la universidad con tan solo cuarto de hora de antelación y al haberse encontrado con su dicharachera amiga Victoria. Podría haberle dicho que estaba ocupada y que tenía que acabar los deberes, pero sabía más que de sobra que ésta habría empezado a hacer preguntas, tremendamente sorprendida. Y lo cierto es que no le apetecía en absoluto intentar explicarle por qué no había tenido tiempo el día anterior, ya que, en ciertos temas, Victoria era demasiado tradicional.
Su amiga frunció el ceño con enfado.
-¿No has oído nada de lo que te he dicho?
-Claro que sí-replicó Helena, pero lo cierto es que tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para rescatar alguna información de la cháchara que sólo recordaba a medias-. Me estabas hablando del chico de tercero.
-¿Y qué pasa con él?-preguntó Victoria, inquisitiva.
-Pues... pues no sé-tuvo que admitir al fin Helena.
Victoria puso los ojos en blanco.
-O sea, ¿que yo te cuento que he encontrado al hombre de mi vida y ese es el caso que me haces?
-Bueno, Vico, si me estuvieses contando que vas a recibir el premio Nobel, probablemente te prestaría más atención.
Victoria abrió la boca para contestar, pero pareció no encontrar palabras. Frunció el entrecejo formando un exagerado gesto de ofensa y le dio la espalda a Helena, cruzándose de brazos frente a la cerrada puerta del aula de Gramática.
-Está bien-masculló secamente.
Durante un momento, Helena se sintió aliviada porque su amiga hubiese cesado la charla que había apresado su mente en un runrún permanente, sin embargo, la culpabilidad se hizo pronto presa de ella.
-Vico...-dijo con voz conciliadora- Perdóname, anda. No he tenido una buena mañana. Lo siento.
Victoria no se volvió, tan solo se limitó a murmurar:
-Aún así no te parece interesante lo que te cuento.
-¡Claro que sí!-exclamó Helena con fingido entusiasmo- ¿Cómo no me va a interesar ese chico? Cuéntame, anda.
Victoria se volvió con una sonrisa que iluminó su mirada, pero trató de parecer afectada.
-Pero no me vuelvas a ignorar, ¿eh?-dijo, y Helena asintió con la cabeza-. Bueno, pues lo que te decía era que iba en el autobús leyendo La malquerida, cuando he oído una voz preciosa de chico que me decía: “Vaya, ¿te gusta Jacinto Benavente?”. Ay... era tan guapo-añadió la chica con una sonrisa embelesada-. Luego me preguntó que adónde iba, y me dijo que él también estudiaba Filología y que estaba en tercero... Y me recomendó una obra de Eduardo Marquina: En Flandes se ha puesto el sol.
En cuanto oyó aquello, Helena catalogó a aquel chico como el interlocutor perfecto para su padre o José María. Victoria suspiró.
-Ojalá vuelva a verle...
-Es muy probable-dijo Helena-. Este edificio es pequeño.
-Ay... Marcial... Es tan apuesto...
Helena esbozó una media sonrisa socarrona.
-Acabas de conocerle, Vico. No empieces con la lista de bodas todavía.
Victoria la fulminó con la mirada.
-Eso lo dices porque todavía no has encontrado al hombre ideal para ti.
Helena rio pero no contestó. Esas eran la clase de cosas en las que no cuadraba con Victoria. A veces le molestaba que las mayores preocupaciones de su amiga fuesen la ropa que se pondría al día siguiente o el sitio en el que celebraría el banquete de su boda. Pero lo cierto es que Victoria la comprendía más que cualquier persona que ella conociese, y por ello la apreciaba. Después pensó que quizás su amiga no era la persona que mejor la comprendía, y la imagen de su profesor de Gramática hablando con ella de literatura volvió a su mente. Entonces no pudo evitar esbozar una pequeña sonrisa.
Al cabo de un rato se dio cuenta de que había dejado de prestar atención a Victoria de nuevo, así que trató de volver a la conversación.
-Ya verás cuando te enamores... No vas a dejar de darme la lata en todo el día.
Helena arqueó una ceja con escepticismo, pero no respondió nada, ya que en ese preciso instante se abrió la puerta del aula y comenzó a salir un tropel de estudiantes. Cuando la sala se vació, la clase de Helena comenzó a entrar. Victoria y ella se unieron a sus compañeros y tomaron asiento en sus sitios de siempre.
Helena sacó sus hojas y trató de terminar una frase más, pero el barullo la desconcentraba y tuvo que tachar varias veces. Intentó recordar cómo había de marcar los cuantificadores léxicos, pero se vio obligada a echar mano de sus apuntes, por lo que perdió más tiempo del que había previsto. En ese momento, el ruido de la clase comenzó a extinguirse y la puerta se cerró. Alzó la cabeza desesperada y vio cómo su profesor de Gramática cruzaba la tarima hasta dirigirse hacia su mesa.
-Buenos días-dijo.
-Buenos días, profesor-respondieron los alumnos, todos a una.
Helena dejó a un lado su pluma, rindiéndose al fin, y miró a su profesor, buscando inconscientemente que sus miradas se cruzasen, pero no ocurrió.
-Ayer les mandé que analizaran unas frases. Mi deseo era corregirlas hoy aquí, pero andamos algo apretados con el temario, así que prefiero que me las entreguen y así ver personalmente cómo les va. Por lo que hoy continuaremos con las clases de manera normal.
Hubo un murmullo de asentimiento y Helena sintió que se le caía el alma a los pies. Miró sus hojas y vio que sus deberes, además de incompletos, estaban sucios y llenos de numerosos tachones y borrones, además de que su caligrafía, temblorosa por los vaivenes del metro, dejaba mucho que desear.
A su lado, Victoria le estaba poniendo el nombre a los suyos, pero ella, con la pluma alzada, no se atrevía a entregar aquello.
-Vamos, Helena-la apremió su amiga con el taco de folios de las filas de detrás en una mano, esperando a que Helena le entregase los suyos.
Helena dejó caer la pluma y trazó su nombre como si se tratase de la firma de su propia sentencia de muerte y, junto a éste, la fecha: 2 de octubre de 1971. Tras esto, entregó las hojas a Victoria. Después enterró la cara en las manos sintiendo cómo las mejillas se le teñían por la vergüenza.
La clase se pasó tal y como les había dicho su profesor antes, con la explicación del temario, pero en un determinado momento, Álvaro les mandó analizar sintácticamente una frase. Se pusieron manos a la obra mientras él, sentado en la butaca del profesor, ordenaba las hojas de los deberes que le habían dado.
Helena terminó pronto la frase, ya que, hasta la tarde anterior, había llevado siempre al día la Gramática. Así que repasó lo que había puesto y luego levantó la mirada. Observó cómo Álvaro pasaba las hojas una a una, pero sin detenerse en ninguna, hasta que, con el ceño levemente fruncido, pareció interesarse por una hoja en concreto. La alzó ligeramente y Helena pudo ver con desolación su espantosa caligrafía. En ese momento, el joven profesor apartó los ojos del folio y miró hacia el frente, encontrándose con la mirada de la joven.
Ésta se sonrojó instantáneamente y redirigió su atención hacia el pupitre de nuevo. Cogió su pluma y comenzó a darle vueltas nerviosamente, consciente de que la mirada de su profesor seguía clavada en ella.
Álvaro no tardó en corregir la frase que había mandado y volvió a reanudar su explicación.
Cuando la clase terminó, Helena trató de darse prisa en recoger sus cosas para no tener que quedarse a solas con Álvaro, sin embargo, la voz de este se alzó por encima del barullo de la gente al recoger.
-Señorita Palacios, quédese un momento, por favor.
Helena miró a Álvaro, y vio que éste le dedicaba una mirada inescrutable. Intercambió unas rápidas palabras con Victoria, quien estaba desconcertada, y se dirigió hacia la mesa del profesor, preguntándose qué querría decirle y cómo podría excusarse.
-¿Ocurre algo?-preguntó Helena al llegar a ésta.
Álvaro no respondió inmediatamente, sino que comenzó a recoger su material, al parecer dispuesto a dejar que el aula se vaciara. Cuando la última persona se hubo ido, clavó los ojos en Helena y la habló con voz suave.
-He visto sus deberes.
Helena tragó saliva.
-¿Sí?
-Sí. No me parecen propios de usted.
-Ya... Bueno... Es que no pude terminarlos ayer y los he tenido que hacer hoy en malas condiciones-alegó la muchacha con los nervios encogiéndole el estómago.
-¿Le pasó algo?-preguntó Álvaro.
Helena analizó su mirada y se sorprendió al ver preocupación.
-No... eh... bueno, sí... Tan solo... No pude terminarlos y... Pero no pasó nada. No es que no quisiese hacerlos, de verdad. Me siento muy culpable por no haberlos traído hoy. Es la primera vez que me pasa, se lo aseguro. Yo...
-Tranquilícese. No es obligatorio hacer los deberes, tan solo es una guía para saber qué tal van con mi asignatura-dijo Álvaro cálidamente.
-Ya, pero... Lo siento mucho.
-No se disculpe más, no hay nada por lo que deba preocuparse-Álvaro la escrutó con la mirada durante unos instantes y luego añadió-: Dígame, ¿su familia apoya el que venga a la universidad?
Helena parpadeó, perpleja, atónita porque el profesor hubiese acertado a la primera.
-Mmm... Bueno... Digamos que... lo ven como una especie de pasatiempo.
Le costó sobremanera decir estas palabras, pero una vez dichas se sintió sumamente aliviada. Álvaro se acarició la perilla en gesto pensativo, después tomó una hoja que tenía sobre la mesa y se la tendió a Helena, quien la cogió dándose cuenta de que se trataba de sus deberes.
-Tome. Estaré en la biblioteca a eso de las cinco... Si quiere hablar sobre Bécquer, o Molière, o cualquier otra cosa y entregarme las frases, analizadas como sólo usted sabe hacer, pásese por allí.
Helena se quedó boquiabierta un instante, tratando de expresar su gratitud. Al fin las palabras volvieron a su boca.
-Gracias... Muchísimas gracias-dijo, presa de la alegría.
-No tiene por qué dármelas-respondió Álvaro con una sonrisa-. Dese prisa-añadió-, o llegará tarde a su próxima clase.
Helena volvió a su pupitre y guardó todas sus cosas. Se colgó el bolso en el hombro, cogió el abrigo y se dirigió a la puerta. Una vez allí se volvió de nuevo hacia su profesor.
-Muchas gracias-volvió a decir-. Le veo a las cinco.
Álvaro asintió sonriendo sinceramente. Helena salió del aula y se dirigió a su siguiente clase con una sonrisa que nada hubiese tenido que envidiar a la de Victoria.
-¿Eh?
Helena alzó la cabeza y se encontró con la expectante mirada de su amiga Victoria. Fue entonces cuando se dio cuenta de que ésta llevaba hablándole un buen rato y ella no le había prestado atención. Llevaba toda la mañana dándole vueltas al hecho de que no había podido terminar los deberes que su profesor de Gramática les había mandado el día anterior: un total de veinte frases para analizar. Había conseguido a duras penas terminar seis en el trayecto de su casa a la Facultad, mientras iba sentada en el metro, pero finalmente se había dado por vencida al llegar a la universidad con tan solo cuarto de hora de antelación y al haberse encontrado con su dicharachera amiga Victoria. Podría haberle dicho que estaba ocupada y que tenía que acabar los deberes, pero sabía más que de sobra que ésta habría empezado a hacer preguntas, tremendamente sorprendida. Y lo cierto es que no le apetecía en absoluto intentar explicarle por qué no había tenido tiempo el día anterior, ya que, en ciertos temas, Victoria era demasiado tradicional.
Su amiga frunció el ceño con enfado.
-¿No has oído nada de lo que te he dicho?
-Claro que sí-replicó Helena, pero lo cierto es que tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para rescatar alguna información de la cháchara que sólo recordaba a medias-. Me estabas hablando del chico de tercero.
-¿Y qué pasa con él?-preguntó Victoria, inquisitiva.
-Pues... pues no sé-tuvo que admitir al fin Helena.
Victoria puso los ojos en blanco.
-O sea, ¿que yo te cuento que he encontrado al hombre de mi vida y ese es el caso que me haces?
-Bueno, Vico, si me estuvieses contando que vas a recibir el premio Nobel, probablemente te prestaría más atención.
Victoria abrió la boca para contestar, pero pareció no encontrar palabras. Frunció el entrecejo formando un exagerado gesto de ofensa y le dio la espalda a Helena, cruzándose de brazos frente a la cerrada puerta del aula de Gramática.
-Está bien-masculló secamente.
Durante un momento, Helena se sintió aliviada porque su amiga hubiese cesado la charla que había apresado su mente en un runrún permanente, sin embargo, la culpabilidad se hizo pronto presa de ella.
-Vico...-dijo con voz conciliadora- Perdóname, anda. No he tenido una buena mañana. Lo siento.
Victoria no se volvió, tan solo se limitó a murmurar:
-Aún así no te parece interesante lo que te cuento.
-¡Claro que sí!-exclamó Helena con fingido entusiasmo- ¿Cómo no me va a interesar ese chico? Cuéntame, anda.
Victoria se volvió con una sonrisa que iluminó su mirada, pero trató de parecer afectada.
-Pero no me vuelvas a ignorar, ¿eh?-dijo, y Helena asintió con la cabeza-. Bueno, pues lo que te decía era que iba en el autobús leyendo La malquerida, cuando he oído una voz preciosa de chico que me decía: “Vaya, ¿te gusta Jacinto Benavente?”. Ay... era tan guapo-añadió la chica con una sonrisa embelesada-. Luego me preguntó que adónde iba, y me dijo que él también estudiaba Filología y que estaba en tercero... Y me recomendó una obra de Eduardo Marquina: En Flandes se ha puesto el sol.
En cuanto oyó aquello, Helena catalogó a aquel chico como el interlocutor perfecto para su padre o José María. Victoria suspiró.
-Ojalá vuelva a verle...
-Es muy probable-dijo Helena-. Este edificio es pequeño.
-Ay... Marcial... Es tan apuesto...
Helena esbozó una media sonrisa socarrona.
-Acabas de conocerle, Vico. No empieces con la lista de bodas todavía.
Victoria la fulminó con la mirada.
-Eso lo dices porque todavía no has encontrado al hombre ideal para ti.
Helena rio pero no contestó. Esas eran la clase de cosas en las que no cuadraba con Victoria. A veces le molestaba que las mayores preocupaciones de su amiga fuesen la ropa que se pondría al día siguiente o el sitio en el que celebraría el banquete de su boda. Pero lo cierto es que Victoria la comprendía más que cualquier persona que ella conociese, y por ello la apreciaba. Después pensó que quizás su amiga no era la persona que mejor la comprendía, y la imagen de su profesor de Gramática hablando con ella de literatura volvió a su mente. Entonces no pudo evitar esbozar una pequeña sonrisa.
Al cabo de un rato se dio cuenta de que había dejado de prestar atención a Victoria de nuevo, así que trató de volver a la conversación.
-Ya verás cuando te enamores... No vas a dejar de darme la lata en todo el día.
Helena arqueó una ceja con escepticismo, pero no respondió nada, ya que en ese preciso instante se abrió la puerta del aula y comenzó a salir un tropel de estudiantes. Cuando la sala se vació, la clase de Helena comenzó a entrar. Victoria y ella se unieron a sus compañeros y tomaron asiento en sus sitios de siempre.
Helena sacó sus hojas y trató de terminar una frase más, pero el barullo la desconcentraba y tuvo que tachar varias veces. Intentó recordar cómo había de marcar los cuantificadores léxicos, pero se vio obligada a echar mano de sus apuntes, por lo que perdió más tiempo del que había previsto. En ese momento, el ruido de la clase comenzó a extinguirse y la puerta se cerró. Alzó la cabeza desesperada y vio cómo su profesor de Gramática cruzaba la tarima hasta dirigirse hacia su mesa.
-Buenos días-dijo.
-Buenos días, profesor-respondieron los alumnos, todos a una.
Helena dejó a un lado su pluma, rindiéndose al fin, y miró a su profesor, buscando inconscientemente que sus miradas se cruzasen, pero no ocurrió.
-Ayer les mandé que analizaran unas frases. Mi deseo era corregirlas hoy aquí, pero andamos algo apretados con el temario, así que prefiero que me las entreguen y así ver personalmente cómo les va. Por lo que hoy continuaremos con las clases de manera normal.
Hubo un murmullo de asentimiento y Helena sintió que se le caía el alma a los pies. Miró sus hojas y vio que sus deberes, además de incompletos, estaban sucios y llenos de numerosos tachones y borrones, además de que su caligrafía, temblorosa por los vaivenes del metro, dejaba mucho que desear.
A su lado, Victoria le estaba poniendo el nombre a los suyos, pero ella, con la pluma alzada, no se atrevía a entregar aquello.
-Vamos, Helena-la apremió su amiga con el taco de folios de las filas de detrás en una mano, esperando a que Helena le entregase los suyos.
Helena dejó caer la pluma y trazó su nombre como si se tratase de la firma de su propia sentencia de muerte y, junto a éste, la fecha: 2 de octubre de 1971. Tras esto, entregó las hojas a Victoria. Después enterró la cara en las manos sintiendo cómo las mejillas se le teñían por la vergüenza.
La clase se pasó tal y como les había dicho su profesor antes, con la explicación del temario, pero en un determinado momento, Álvaro les mandó analizar sintácticamente una frase. Se pusieron manos a la obra mientras él, sentado en la butaca del profesor, ordenaba las hojas de los deberes que le habían dado.
Helena terminó pronto la frase, ya que, hasta la tarde anterior, había llevado siempre al día la Gramática. Así que repasó lo que había puesto y luego levantó la mirada. Observó cómo Álvaro pasaba las hojas una a una, pero sin detenerse en ninguna, hasta que, con el ceño levemente fruncido, pareció interesarse por una hoja en concreto. La alzó ligeramente y Helena pudo ver con desolación su espantosa caligrafía. En ese momento, el joven profesor apartó los ojos del folio y miró hacia el frente, encontrándose con la mirada de la joven.
Ésta se sonrojó instantáneamente y redirigió su atención hacia el pupitre de nuevo. Cogió su pluma y comenzó a darle vueltas nerviosamente, consciente de que la mirada de su profesor seguía clavada en ella.
Álvaro no tardó en corregir la frase que había mandado y volvió a reanudar su explicación.
Cuando la clase terminó, Helena trató de darse prisa en recoger sus cosas para no tener que quedarse a solas con Álvaro, sin embargo, la voz de este se alzó por encima del barullo de la gente al recoger.
-Señorita Palacios, quédese un momento, por favor.
Helena miró a Álvaro, y vio que éste le dedicaba una mirada inescrutable. Intercambió unas rápidas palabras con Victoria, quien estaba desconcertada, y se dirigió hacia la mesa del profesor, preguntándose qué querría decirle y cómo podría excusarse.
-¿Ocurre algo?-preguntó Helena al llegar a ésta.
Álvaro no respondió inmediatamente, sino que comenzó a recoger su material, al parecer dispuesto a dejar que el aula se vaciara. Cuando la última persona se hubo ido, clavó los ojos en Helena y la habló con voz suave.
-He visto sus deberes.
Helena tragó saliva.
-¿Sí?
-Sí. No me parecen propios de usted.
-Ya... Bueno... Es que no pude terminarlos ayer y los he tenido que hacer hoy en malas condiciones-alegó la muchacha con los nervios encogiéndole el estómago.
-¿Le pasó algo?-preguntó Álvaro.
Helena analizó su mirada y se sorprendió al ver preocupación.
-No... eh... bueno, sí... Tan solo... No pude terminarlos y... Pero no pasó nada. No es que no quisiese hacerlos, de verdad. Me siento muy culpable por no haberlos traído hoy. Es la primera vez que me pasa, se lo aseguro. Yo...
-Tranquilícese. No es obligatorio hacer los deberes, tan solo es una guía para saber qué tal van con mi asignatura-dijo Álvaro cálidamente.
-Ya, pero... Lo siento mucho.
-No se disculpe más, no hay nada por lo que deba preocuparse-Álvaro la escrutó con la mirada durante unos instantes y luego añadió-: Dígame, ¿su familia apoya el que venga a la universidad?
Helena parpadeó, perpleja, atónita porque el profesor hubiese acertado a la primera.
-Mmm... Bueno... Digamos que... lo ven como una especie de pasatiempo.
Le costó sobremanera decir estas palabras, pero una vez dichas se sintió sumamente aliviada. Álvaro se acarició la perilla en gesto pensativo, después tomó una hoja que tenía sobre la mesa y se la tendió a Helena, quien la cogió dándose cuenta de que se trataba de sus deberes.
-Tome. Estaré en la biblioteca a eso de las cinco... Si quiere hablar sobre Bécquer, o Molière, o cualquier otra cosa y entregarme las frases, analizadas como sólo usted sabe hacer, pásese por allí.
Helena se quedó boquiabierta un instante, tratando de expresar su gratitud. Al fin las palabras volvieron a su boca.
-Gracias... Muchísimas gracias-dijo, presa de la alegría.
-No tiene por qué dármelas-respondió Álvaro con una sonrisa-. Dese prisa-añadió-, o llegará tarde a su próxima clase.
Helena volvió a su pupitre y guardó todas sus cosas. Se colgó el bolso en el hombro, cogió el abrigo y se dirigió a la puerta. Una vez allí se volvió de nuevo hacia su profesor.
-Muchas gracias-volvió a decir-. Le veo a las cinco.
Álvaro asintió sonriendo sinceramente. Helena salió del aula y se dirigió a su siguiente clase con una sonrisa que nada hubiese tenido que envidiar a la de Victoria.
Capítulo IV
Álvaro salió de la biblioteca esbozando una pequeña sonrisa al pensar en la conversación literaria que acababa de tener. Le llenaba enormemente de alegría que a alguien le fascinara la literatura tanto como a él. Sobre todo si era de aquella manera tan especial que tenía Helena de quererla.
Anduvo por el pasillo, mirando al suelo, reflexionando sobre lo que tenía que hacer por la tarde cuando, de repente, alguien se detuvo delante de él, impidiéndole el paso. Álvaro levantó la vista, saliendo de sus pensamientos, y dijo con sorpresa:
-Hombre, don Sabino.
Un hombre de unos sesenta y cinco años, vestido con un traje de aparente tela buena pero bastante usado, se encontraba de pie ante él. Tenía el pelo completamente blanco y la frente, ampliamente despejada, poblada de arrugas. Un fino bigote rubio se curvaba en una sonrisa.El rector le tendió la mano y Álvaro se la estrechó.
-¿Cómo le va?
-No puedo quejarme, supongo. ¿Qué tal usted?
-Disfrutando del curso, ya me conoce.
-No ha cambiado nada... ya tenía ese buen humor cuando me daba clase.. ¡Illo tempore! y aún hoy lo mantiene.
-¡Es lo que hace falta en estos tiempos, Álvaro! Ya me entiende.
-Qué remedio.
-Y dígame, ¿sigue metido en todas aquellas cosas? ¿Qué tiene entre manos?
Álvaro rio ante la pregunta
-Sólo literatura, señor. Literatura y las clases.
-Eso espero, Álvaro. Los tiempos andan revueltos. Parece que la tempestad se ha sosegado-le puso una mano en el hombro y se acercó a él, hablándole en un tono más confidente-, pero en las tormentas llueve hasta el mismo momento en el que asoma un rayo de sol.
Álvaro sonrió y le dio un suave apretón en el codo al rector.
-Lo sé, Sabino. Por desgracia, lo sé.
El rector y Álvaro se despidieron, y éste último siguió su camino en dirección a la parada del autobús. Saludó a aquellos jóvenes a los que reconoció como sus alumnos, y también a las personas que lo saludaron, a pesar de no tener ni la más remota idea de quiénes podrían ser.
Entró en el autobús y en la segunda parada cedió su asiento a una anciana que se lo agradeció efusivamente con unas palmadas en la mejilla y un: “Gracias, jovencito”.
Álvaro se esforzó por no reír cuando la mujer le preguntó que si estudiaba en la universidad y él le respondió que estudiar, estudiaba, pero que su verdadera profesión era la de profesor. La mujer quedó tan asombrada que dejó de intentar mantener una conversación con él. Álvaro pasó el resto del viaje agarrado a una barra con una mano y sujetando su libro -Luces de bohemia- en la otra, e intentando adivinar su reflejo en los cristales del autobús.
Él se sentía joven, pero sabía que ya tenía una edad. Había cumplido los treinta aquel año, aún así, era el profesor más joven de la Universidad Complutense. A menudo pensaba en cómo debían de verlo sus alumnos. Algunos tenían casi su misma edad. Incluso un par la rebasaban. Pero otros alumnos, como aquella joven a la que acababa de conocer, Helena, tenían bastantes menos años que él. Pensó en el respeto con el que lo trataba aquella chica. Era normal, pues él era su profesor, ¿pero pensaría que era viejo? Reflexionaba sobre aquello hasta que, casi de forma inesperada, llegó a su parada.
Bajó del autobús y tomó el metro, llegando por fin a su destino: Sol. Caminó por la calle Arenal hasta llegar a un pequeño callejón, en cuya esquina había una pequeña y pintoresca librería. Saludó al librero con bastante familiaridad y se dirigió a un portal de aquel pasadizo. Era un edificio de pisos viejo, pero a él le parecía que tenía mucho encanto. Subió hasta el cuarto piso por las escaleras y entró en su casa, deseando volver a oler de nuevo el inconfundible aroma de los libros.
Dejó caer el chaquetón sobre un antiguo sofá, como si desfalleciera. Hizo lo mismo con la cartera. En cambio, dejó acomodados sobre el respaldo la bufanda y el sombrero. No hubo estado unos minutos en su casa, cuando el teléfono comenzó a sonar.
-¿Diga?
-Bonjour, Álvaro. Soy Jaqueline.
-Hola, Jaqueline.
-Ça va?
-Hasta ahora, bastante bien. Dime, ¿qué quieres?
-¿Es que tengo que llamarte por alguna cosa? Vaya fama me has creado, mon beau.
-Jaqueline, creo que después de tanto tiempo nos conocemos lo suficiente.
-D’accord, d’accord. Entonces, tout va bien?
-Sí, todo bien –contestó exasperado.
-Et alors?!–dijo cambiando el tono suave a uno más violento, lo que hacía que se le acentuara el acento galo- ¡Te he estado llamando toda la mañana!
-Claro, y yo he estado toda la mañana en la Universidad- añadió con tranquilidad.
-Honte à toi, Álvaro, honte à toi!
El hombre se apartó el teléfono de la oreja para no escuchar los improperios y expresiones malsonantes francesas que gritaba la mujer al otro lado del aparato.
-¿Has terminado ya?
-Mais non! A pesar de todo, ya que sé cómo eres en realidad, te perdono–Álvaro puso cara de sorpresa-. Dime, ¿tienes un hueco para mí esta semana?
-Lo cierto es que estoy sumamente liado, Jaqueline. Trabajos, ponencias, preparar clases...
-¿Es que ya no quieres verme?
-Tienes claro que lo nuestro se acabó, ¿no? O como dirías tú, c’est fini.
Hubo un silencio al otro lado.
-D’accord, mon gars. Esperaré tu llamada. Au revoir, mon amour.
Álvaro colgó el teléfono asqueado y algo enervado. Se dirigió a una vieja mesa cubierta de papeles casi en su totalidad, de papeles entremezclados, de diferente índole, que descansaban sobre aquella superficie de madera agrietada y oscura. Cogió un taco de folios tamaño cuartilla que rezaban nombres de personajes relevantes de diferentes campos, a saber Riego, Lorca, Torrijos... y decorados con un membrete del color republicano; los ordenó y cambió de sitio. Hizo lo mismo con otras hojas semejantes y algunas otras en las que había escritos poemas con tachones, flechas y demás correcciones. Pasaba las hojas, distraído, hasta que se paró en una con la que no pudo evitar mostrar una pequeña sonrisa. En aquel papel amarillento se leía:
Cuando se impone el silencio
y se llevan nuestra voz
yo quisiera que tus labios
me invitaran a su ardor.
Decir lo que está prohibido,
escrutarlo en tu mirada,
hablarnos sin los sonidos
que vetar otros osaran.
Tras pararse a pensar unos segundos, recordó el momento en el que escribió aquellos versos: casi no había cumplido los veinte años cuando la creación salió de su pluma como dirigida por una musa invisible. Aún con una tímida sonrisa, guardó el papel aparte de los otros.
Más tarde, el timbre le recordó que había quedado con su hermano mayor. Cogió sus pertenencias y bajó a la calle. Allí, apoyado en el portal, lo esperaba un hombre de su misma estatura, más corpulento y vestido con un traje.
-¡Hola, Juan!
Álvaro abrazó a aquel hombre de pelo castaño casi rubio y perfectamente engominado hacia detrás.
-¿Cómo está mi querido hermano?–preguntó Juan con voz tierna, clavando sus ojos azules en los de Álvaro y asiéndole por los brazos.
-No sabes cuánto me alegro de verte.
Los dos hermanos siempre habían estado muy unidos en su infancia en Francia y luego cuando se marcharon a España. Su madre, de origen galo, les había enseñado la importancia de la unión familiar así como de la cultura, amabilidad, honradez y demás, aunque ésta última a veces se le olvidaba a Juan. Cuando Álvaro consiguió formar parte del profesorado de la Universidad Complutense, su hermano decidió ir a América para tratar de obtener ganancias a través de diversas plantaciones. A pesar de que no habían perdido el contacto gracias a las cartas, hacía ya varios años que no se veían. Aquel reencuentro fue chocante para ambos al verse tan cambiados, pero aún así no pudieron evitar ser presas de la felicidad, la nostalgia y los recuerdos.
-¡Vaya, vaya, estás hecho todo un hombre de negocios!
-Ya ves, uno, que tiene que hacerse una imagen. Siento decírtelo, Álvaro, pero te veo algo desmejorado. No estarás dejando de comer por ocuparte de tu literatura y esas cosas, ¿no?
-No te preocupes, Juan. Es solo que no tengo tanto tiempo como para pararme a pensar en eso. Hago lo que puedo, ya sabes.
-Ya sé, ya sé–contestó su hermano meneando la cabeza- ¿Has probado a encontrar alguna mujer? Ya me entiendes–le dijo guiñando un ojo-. Igual te haría estar mejor.
Álvaro rio y entró en la chocolatería San Ginés, que no estaba nada lejos de su casa, seguido por su hermano.
Los dos hombres se acomodaron en una mesa apartada.
-Hay que ver... ¿cuántos años hacía que no nos veíamos?
-Qué sé yo-respondió el hermano menor- lo importante es que ahora estamos juntos. Dime, ¿Durante cuánto tiempo te vas a quedar?
-No lo sé. Supongo que iré improvisando. Son... como unas vacaciones –añadió con una sonrisa.
-¿Dónde te alojas?
-En un hotelito que hay por aquí. No está nada mal.
-¡Habérmelo dicho y te hacía hueco en casa!
-¿En ese piso de mala muerte con olor a libro viejo? Descuida, me las apañaré como pueda en el hotel- bromeó–. Dime, ¿en qué andas? En ocasiones eras muy escueto en las cartas.
-Hay que tener cuidado en este país de locos –dijo bajando la voz.
-¿País de locos? Pues a mí me encanta. ¡Compran puros que da gusto!–exclamó a la vez que reía- Sin ir más lejos, hace unas semanas hice un envío especial para ya sabes quién... ¡el Caudillo fumando mis puros! ¿Tú sabes la publicidad que va a dar eso a mi negocio?
-¿Que le mandas puros a quién?–preguntó Álvaro, sorprendido.
-Ya sabes...–levantó el brazo como los falangistas.
-¡Shh! –le mandó parar, irritado-ya sé a quién dices. ¿No había nadie mejor?
-Vamos, Alvarito. El negocio es el negocio... A mí, mientras me paguen, ya puede venir del bolsillo de la derecha o de la izquierda, que ya le daré yo la mercancía–Álvaro resopló, exasperado–. No me digas que sigues en esas cosas.
-¿En esas cosas?
-¡Álvaro, por favor! Que nos conocemos. No está el horno para bollos. ¿Cuándo vas a dejar esas tonterías?
-Juan, tranquilo, no va a pasarme nada. Sólo tengo unos panfletos arriba que...
El hermano mayor dio un golpe en la mesa, causando un gran estruendo que hizo que la gente de las mesas contiguas se giraran.
-¡¿Panfletos?! –exclamó en un susurro- ¿por qué no te deshaces de eso?
-¡Porque son importantes! Quizá tú no lo entiendas.
-Será eso, que no lo entiendo. Vamos a ver, Álvaro, que si te pillan con eso, como poco te encierran.
-Pero Juan, que...
-¿Estás tonto o qué? Que ya sabemos cómo acaban esas cosas, Alvarito, que ya lo sabemos... a pesar de estar lejos, tengo por aquí contactos que me informan. ¿Sabes a quién cogieron el otro día los grises? ¿Recuerdas a Alfonso, el que nos dejaba tantos libros al venir a Madrid?
-¡¿A él?! ¿Pero cómo...?
-Por unos panfletitos. ¡Anda! Como los que tienes tú. Lo cogieron y no han vuelto a verlo. Sé que tienes cabeza, al menos en parte, pero es peligroso, ya lo sabes.
-Sí, sí, lo sé...
-Es imposible razonar contigo. ¡Vas a ser el siguiente! Con el historial que tienes... ¿qué va a ser lo próximo? ¿Ser el amante de una menor?
Los dos se quedaron unos segundos en silencio, mirándose, y estallaron por fin a reír.
-Sí que vienes intersado tú en las mujeres. Qué, ¿hay alguna especial por América? Siempre fuiste un ligón.
Pasaron el resto de la tarde en amenas y compenetradas conversaciones hasta que oscureció y decidieron separarse con el fin de que Juan descansara del viaje. Álvaro, por su parte, volvió a su piso para preparar las clases del día siguiente y, por qué no, evadirse con alguna creación literaria.
Anduvo por el pasillo, mirando al suelo, reflexionando sobre lo que tenía que hacer por la tarde cuando, de repente, alguien se detuvo delante de él, impidiéndole el paso. Álvaro levantó la vista, saliendo de sus pensamientos, y dijo con sorpresa:
-Hombre, don Sabino.
Un hombre de unos sesenta y cinco años, vestido con un traje de aparente tela buena pero bastante usado, se encontraba de pie ante él. Tenía el pelo completamente blanco y la frente, ampliamente despejada, poblada de arrugas. Un fino bigote rubio se curvaba en una sonrisa.El rector le tendió la mano y Álvaro se la estrechó.
-¿Cómo le va?
-No puedo quejarme, supongo. ¿Qué tal usted?
-Disfrutando del curso, ya me conoce.
-No ha cambiado nada... ya tenía ese buen humor cuando me daba clase.. ¡Illo tempore! y aún hoy lo mantiene.
-¡Es lo que hace falta en estos tiempos, Álvaro! Ya me entiende.
-Qué remedio.
-Y dígame, ¿sigue metido en todas aquellas cosas? ¿Qué tiene entre manos?
Álvaro rio ante la pregunta
-Sólo literatura, señor. Literatura y las clases.
-Eso espero, Álvaro. Los tiempos andan revueltos. Parece que la tempestad se ha sosegado-le puso una mano en el hombro y se acercó a él, hablándole en un tono más confidente-, pero en las tormentas llueve hasta el mismo momento en el que asoma un rayo de sol.
Álvaro sonrió y le dio un suave apretón en el codo al rector.
-Lo sé, Sabino. Por desgracia, lo sé.
El rector y Álvaro se despidieron, y éste último siguió su camino en dirección a la parada del autobús. Saludó a aquellos jóvenes a los que reconoció como sus alumnos, y también a las personas que lo saludaron, a pesar de no tener ni la más remota idea de quiénes podrían ser.
Entró en el autobús y en la segunda parada cedió su asiento a una anciana que se lo agradeció efusivamente con unas palmadas en la mejilla y un: “Gracias, jovencito”.
Álvaro se esforzó por no reír cuando la mujer le preguntó que si estudiaba en la universidad y él le respondió que estudiar, estudiaba, pero que su verdadera profesión era la de profesor. La mujer quedó tan asombrada que dejó de intentar mantener una conversación con él. Álvaro pasó el resto del viaje agarrado a una barra con una mano y sujetando su libro -Luces de bohemia- en la otra, e intentando adivinar su reflejo en los cristales del autobús.
Él se sentía joven, pero sabía que ya tenía una edad. Había cumplido los treinta aquel año, aún así, era el profesor más joven de la Universidad Complutense. A menudo pensaba en cómo debían de verlo sus alumnos. Algunos tenían casi su misma edad. Incluso un par la rebasaban. Pero otros alumnos, como aquella joven a la que acababa de conocer, Helena, tenían bastantes menos años que él. Pensó en el respeto con el que lo trataba aquella chica. Era normal, pues él era su profesor, ¿pero pensaría que era viejo? Reflexionaba sobre aquello hasta que, casi de forma inesperada, llegó a su parada.
Bajó del autobús y tomó el metro, llegando por fin a su destino: Sol. Caminó por la calle Arenal hasta llegar a un pequeño callejón, en cuya esquina había una pequeña y pintoresca librería. Saludó al librero con bastante familiaridad y se dirigió a un portal de aquel pasadizo. Era un edificio de pisos viejo, pero a él le parecía que tenía mucho encanto. Subió hasta el cuarto piso por las escaleras y entró en su casa, deseando volver a oler de nuevo el inconfundible aroma de los libros.
Dejó caer el chaquetón sobre un antiguo sofá, como si desfalleciera. Hizo lo mismo con la cartera. En cambio, dejó acomodados sobre el respaldo la bufanda y el sombrero. No hubo estado unos minutos en su casa, cuando el teléfono comenzó a sonar.
-¿Diga?
-Bonjour, Álvaro. Soy Jaqueline.
-Hola, Jaqueline.
-Ça va?
-Hasta ahora, bastante bien. Dime, ¿qué quieres?
-¿Es que tengo que llamarte por alguna cosa? Vaya fama me has creado, mon beau.
-Jaqueline, creo que después de tanto tiempo nos conocemos lo suficiente.
-D’accord, d’accord. Entonces, tout va bien?
-Sí, todo bien –contestó exasperado.
-Et alors?!–dijo cambiando el tono suave a uno más violento, lo que hacía que se le acentuara el acento galo- ¡Te he estado llamando toda la mañana!
-Claro, y yo he estado toda la mañana en la Universidad- añadió con tranquilidad.
-Honte à toi, Álvaro, honte à toi!
El hombre se apartó el teléfono de la oreja para no escuchar los improperios y expresiones malsonantes francesas que gritaba la mujer al otro lado del aparato.
-¿Has terminado ya?
-Mais non! A pesar de todo, ya que sé cómo eres en realidad, te perdono–Álvaro puso cara de sorpresa-. Dime, ¿tienes un hueco para mí esta semana?
-Lo cierto es que estoy sumamente liado, Jaqueline. Trabajos, ponencias, preparar clases...
-¿Es que ya no quieres verme?
-Tienes claro que lo nuestro se acabó, ¿no? O como dirías tú, c’est fini.
Hubo un silencio al otro lado.
-D’accord, mon gars. Esperaré tu llamada. Au revoir, mon amour.
Álvaro colgó el teléfono asqueado y algo enervado. Se dirigió a una vieja mesa cubierta de papeles casi en su totalidad, de papeles entremezclados, de diferente índole, que descansaban sobre aquella superficie de madera agrietada y oscura. Cogió un taco de folios tamaño cuartilla que rezaban nombres de personajes relevantes de diferentes campos, a saber Riego, Lorca, Torrijos... y decorados con un membrete del color republicano; los ordenó y cambió de sitio. Hizo lo mismo con otras hojas semejantes y algunas otras en las que había escritos poemas con tachones, flechas y demás correcciones. Pasaba las hojas, distraído, hasta que se paró en una con la que no pudo evitar mostrar una pequeña sonrisa. En aquel papel amarillento se leía:
Cuando se impone el silencio
y se llevan nuestra voz
yo quisiera que tus labios
me invitaran a su ardor.
Decir lo que está prohibido,
escrutarlo en tu mirada,
hablarnos sin los sonidos
que vetar otros osaran.
Tras pararse a pensar unos segundos, recordó el momento en el que escribió aquellos versos: casi no había cumplido los veinte años cuando la creación salió de su pluma como dirigida por una musa invisible. Aún con una tímida sonrisa, guardó el papel aparte de los otros.
Más tarde, el timbre le recordó que había quedado con su hermano mayor. Cogió sus pertenencias y bajó a la calle. Allí, apoyado en el portal, lo esperaba un hombre de su misma estatura, más corpulento y vestido con un traje.
-¡Hola, Juan!
Álvaro abrazó a aquel hombre de pelo castaño casi rubio y perfectamente engominado hacia detrás.
-¿Cómo está mi querido hermano?–preguntó Juan con voz tierna, clavando sus ojos azules en los de Álvaro y asiéndole por los brazos.
-No sabes cuánto me alegro de verte.
Los dos hermanos siempre habían estado muy unidos en su infancia en Francia y luego cuando se marcharon a España. Su madre, de origen galo, les había enseñado la importancia de la unión familiar así como de la cultura, amabilidad, honradez y demás, aunque ésta última a veces se le olvidaba a Juan. Cuando Álvaro consiguió formar parte del profesorado de la Universidad Complutense, su hermano decidió ir a América para tratar de obtener ganancias a través de diversas plantaciones. A pesar de que no habían perdido el contacto gracias a las cartas, hacía ya varios años que no se veían. Aquel reencuentro fue chocante para ambos al verse tan cambiados, pero aún así no pudieron evitar ser presas de la felicidad, la nostalgia y los recuerdos.
-¡Vaya, vaya, estás hecho todo un hombre de negocios!
-Ya ves, uno, que tiene que hacerse una imagen. Siento decírtelo, Álvaro, pero te veo algo desmejorado. No estarás dejando de comer por ocuparte de tu literatura y esas cosas, ¿no?
-No te preocupes, Juan. Es solo que no tengo tanto tiempo como para pararme a pensar en eso. Hago lo que puedo, ya sabes.
-Ya sé, ya sé–contestó su hermano meneando la cabeza- ¿Has probado a encontrar alguna mujer? Ya me entiendes–le dijo guiñando un ojo-. Igual te haría estar mejor.
Álvaro rio y entró en la chocolatería San Ginés, que no estaba nada lejos de su casa, seguido por su hermano.
Los dos hombres se acomodaron en una mesa apartada.
-Hay que ver... ¿cuántos años hacía que no nos veíamos?
-Qué sé yo-respondió el hermano menor- lo importante es que ahora estamos juntos. Dime, ¿Durante cuánto tiempo te vas a quedar?
-No lo sé. Supongo que iré improvisando. Son... como unas vacaciones –añadió con una sonrisa.
-¿Dónde te alojas?
-En un hotelito que hay por aquí. No está nada mal.
-¡Habérmelo dicho y te hacía hueco en casa!
-¿En ese piso de mala muerte con olor a libro viejo? Descuida, me las apañaré como pueda en el hotel- bromeó–. Dime, ¿en qué andas? En ocasiones eras muy escueto en las cartas.
-Hay que tener cuidado en este país de locos –dijo bajando la voz.
-¿País de locos? Pues a mí me encanta. ¡Compran puros que da gusto!–exclamó a la vez que reía- Sin ir más lejos, hace unas semanas hice un envío especial para ya sabes quién... ¡el Caudillo fumando mis puros! ¿Tú sabes la publicidad que va a dar eso a mi negocio?
-¿Que le mandas puros a quién?–preguntó Álvaro, sorprendido.
-Ya sabes...–levantó el brazo como los falangistas.
-¡Shh! –le mandó parar, irritado-ya sé a quién dices. ¿No había nadie mejor?
-Vamos, Alvarito. El negocio es el negocio... A mí, mientras me paguen, ya puede venir del bolsillo de la derecha o de la izquierda, que ya le daré yo la mercancía–Álvaro resopló, exasperado–. No me digas que sigues en esas cosas.
-¿En esas cosas?
-¡Álvaro, por favor! Que nos conocemos. No está el horno para bollos. ¿Cuándo vas a dejar esas tonterías?
-Juan, tranquilo, no va a pasarme nada. Sólo tengo unos panfletos arriba que...
El hermano mayor dio un golpe en la mesa, causando un gran estruendo que hizo que la gente de las mesas contiguas se giraran.
-¡¿Panfletos?! –exclamó en un susurro- ¿por qué no te deshaces de eso?
-¡Porque son importantes! Quizá tú no lo entiendas.
-Será eso, que no lo entiendo. Vamos a ver, Álvaro, que si te pillan con eso, como poco te encierran.
-Pero Juan, que...
-¿Estás tonto o qué? Que ya sabemos cómo acaban esas cosas, Alvarito, que ya lo sabemos... a pesar de estar lejos, tengo por aquí contactos que me informan. ¿Sabes a quién cogieron el otro día los grises? ¿Recuerdas a Alfonso, el que nos dejaba tantos libros al venir a Madrid?
-¡¿A él?! ¿Pero cómo...?
-Por unos panfletitos. ¡Anda! Como los que tienes tú. Lo cogieron y no han vuelto a verlo. Sé que tienes cabeza, al menos en parte, pero es peligroso, ya lo sabes.
-Sí, sí, lo sé...
-Es imposible razonar contigo. ¡Vas a ser el siguiente! Con el historial que tienes... ¿qué va a ser lo próximo? ¿Ser el amante de una menor?
Los dos se quedaron unos segundos en silencio, mirándose, y estallaron por fin a reír.
-Sí que vienes intersado tú en las mujeres. Qué, ¿hay alguna especial por América? Siempre fuiste un ligón.
Pasaron el resto de la tarde en amenas y compenetradas conversaciones hasta que oscureció y decidieron separarse con el fin de que Juan descansara del viaje. Álvaro, por su parte, volvió a su piso para preparar las clases del día siguiente y, por qué no, evadirse con alguna creación literaria.
domingo, 12 de diciembre de 2010
Capítulo III
Tras el pertinente viaje en metro y autobús, llegó por fin a su barrio: Serrano. Aquel lugar se consideraba un “barrio de bien”. Estaba frecuentado por parejas cogidas del brazo, familias con niños y ocupados hombres trabajadores. Anduvo por la calle hasta detenerse para buscar las llaves en su bolso ante un gran bloque de pisos de apariencia tan magna e ilustre que se podría tachar de palacete.
Buscando las llaves cada vez con más insistencia, rozando el pensamiento de haberlas perdido, dejó que cayera el libro de Bécquer. Casi no se había dado cuenta, cuando una mano conocida lo cogió del suelo.
-Hola, padre-dijo levantando la vista.
-Gustavo Adolfo Bécquer. ¿Ahora os hacen leer esta porquería en la universidad?-dijo con desdén, enarcando una ceja. Helena lo cogió sin decir nada-. Aún no entiendo qué haces estudiando-Helena se encogió de hombros-. ¿Tienes llaves?
-Creo que me las he dejado en casa...
-Con tanto Bécquer y con tanta tontería te vas a dejar la cabeza por ahí.
-¿Tiene usted o llamo a la portera?
-Calla, calla, no armes jaleo-respondió su padre abriendo la puerta y dejándola pasar en primer lugar.
Aquel sitio poseía no pocos vestigios del carácter adinerado de sus habitantes. Las puertas de roble perfectamente barnizadas se situaban de dos en dos las unas frente a las otras, de modo que había cuatro en cada planta. El pasillo, por ser uno de los mejores bloques de la zona, no solo poseía escaleras sino también un ascensor con las últimas tecnologías. Las letras que indicaban cada casa habían sido cuidadosamente talladas en mármol y colocadas sobre los marcos de todas las puertas. Finalmente, llegaron al tercer piso. Abrieron una de las puertas y en seguida el olor a deliciosa comida invadió el rellano.
-Tu hermana se queda a comer, ¿qué apuestas?-comentó su padre.
-Seguro...-Helena ya veía venir las comparaciones odiosas que habría de soportar horas más tarde. En ese momento apareció su madre en el vestíbulo de entrada, con un delantal puesto, para darles la bienvenida-Hola, madre-la saludó Helena dándole un beso en la mejilla.
-¡María Helena! Qué bien que hayas llegado. Ven, hija, que te voy a enseñar a hacer carne guisada, que ya es hora de que aprendas.
-Ya, bueno... Es que tengo bastante que hacer, madre. Tengo que acabar unos ejercicios de Gramática para mañana y...
Entonecs, el padre de Helena, que había entrado en una habitación contigua al vestíbulo para dejar su maletín, apareció por el marco de la puerta y miró a la muchacha con el ceño fruncido.
-Siempre te será más útil aprender cocina que eso que aprendes en la Gramática esa. Vamos, ve a ayudar a tu madre.
Helena caminó con la cabeza gacha hasta la cocina, se puso un mandil, se lavó las manos y se unió a su madre. No es que Helena no apreciara el campo culinario, ya que no solía rechazar ningún tipo de cultura, pero no podía evitar pensar en todo lo que tenía que hacer en cuanto a la facultad.
Tras un par de horas de trucos de cocina, recetas y cazuelas, sonó el timbre. Unos cortos y rápidos pasos se oyeron cada vez con más intensidad, hasta que se detuvieron cerca de la cocina y sonó el crujido que emitía la puerta principal al abrirse. Varias voces saludaron: una de niña, otra de mujer y la última de hombre; y en la lejanía, desde la parte más profunda de la casa, se elevó la voz del padre. En ese momento, la hermana mayor de Helena entró en la cocina con su hijo en brazos.
-¡Pero si Helena está cocinando!-exclamó con sorpresa-José María, ¡ven a verlo!
Su marido entró en la cocina y miró a Helena, y, acariciándose el bigote, esbozó una sonrisa maliciosa.
-Hombre, Helenita, ¿por fin decidiste centrarte en lo que debes y dejar tantos estudios y bobadas?
-No, sigo en la universidad y me va muy bien, gracias-contestó Helena con un tono helado. En ese momento entró en la cocina una niña de unos trece años, de rasgos muy parecidos a los de Helena y su hermana mayor-. Aunque supongo que como a ti, ¿no? Que te colocó mi padre pero que muy bien colocado.
-¡María Helena! ¡Por favor!-su madre se situó frente a ella, quedando en medio de los dos- ¡No se te ocurra contestar de esa forma!
-Menuda niña más desvergonzada-murmuró la hermana mayor.
-No se preocupe, Doña Remedios-repuso José María con una sonrisa despreocupada-, es lo que le enseñan en la universidad. No es más que un coladero de rojos.
-¡No es verdad!-exclamó Helena, furibunda.
-¡María Helena! Ve a poner la mesa. Anita, ve a ayudar a tu hermana.
La niña que acababa de entrar en la cocina cogió los platos que le tendían y siguió a Helena, quien salió de la cocina dando muestras de enojo y furor ante la socarrona mirada de su cuñado.
-A mí tampoco me cae bien José María-murmuró Anita.
-Ya... Ahora entiendo por qué no hay gente así en la Universidad-masculló Helena.
Entraron en el comedor, donde su padre, sentado ante su lujosa televisión en blanco y negro, leía el ABC.
-Y Helena, ¿qué son exactamente los rojos?-preguntó la niña- Porque he oído hablar de ellos pero en realidad...
-¿Rojos?-preguntó su padre apartando la mirada del periódico, sin dar tiempo a que Anita terminase de formular su pregunta ni a que Helena respondiese-¡Los rojos! ¡Una panda de sucios cerdos! Vagos, maleantes, homosexuales, ¡comunistas rastreros!
Ante tal alboroto, los que estaban en la cocina se unieron.
-¿Qué pasa, señor Palacios?-cuestionó José María.
-¡Preguntaba Anita que qué son los rojos!-respondió el padre con la cara encendida por la ira.
-¡Ja! Unos retrasados que creen que votando todos podríamos seguir adelante. ¡Libertades!
-Tanto libertinaje no acabaría nada bien, nada bien... Además, ¡van por ahí quemando conventos!-añadió María Teresa, la hermana mayor de Helena, apoyando a su marido.
José cogió a su nieto en brazos y lo acercó a una foto de Franco que tenían colgada en el salón.
-Paquito, fijate en este hombre por quien ahora estamos tan bien. Mira, hay que hacer así-levantó el brazo derecho con la palma de la mano abierta mirando hacia abajo. El pequeño lo imitó, cosa que todos aplaudieron, menos Helena y Anita, quien miraba a la primera, esperando una reacción. Sin embargo, Helena no dijo nada. Nunca había estado en contra de la forma de pensar de su padre, en cambio, estaba aprendiendo a no ser tan extremista.
Cuando todos los varones hubieron estado acomodados en la mesa, las mujeres terminaron de servir el resto de la cena y se sentaron a comer.
-Teresa-dijo la madre tendiéndole un plato de sopa a José-, te mandé el otro día una carta con unas recetas familiares, ¿la has recibido?
-No, aún no. En cualquier caso, la veré el domingo en la iglesia, madre, y le diré si la he recibido.
-¿Ves? Eso es ser una buena mujer-felicitó José a su hija.
-Gracias, padre.
-Además, esta sopa está exquisita, Remedios. ¿Has visto, María Helena? No es tan difícil ser una buena mujer, esposa responsable...
-¿Serías capaz, Helenita?-dijo el cuñado, con retintín.
Helena se mordió la lengua para no ser soez con su cuñado, pero después dijo:
-Prefiero intentar llegar a ser algo en la vida.
Sus palabras hicieron que estallase una risa generalizada.
-¿Llegar a ser algo?-se burló su hermana-. Esfuérzate por limpiar y cocinar bien y date con un canto en los dientes.
-Eso lo decís ahora, pero ya veréis cómo...
-¿Cómo qué? ¿No ves que..?-siguió Teresa, pero el padre las interrumpió.
-¡Vale ya! Que parecéis un gallinero, por dios. Teresa, deja a tu hermana que sueñe con lo que quiera. Ya se dará el golpe ella sola, ¿verdad, María Helena?
Ésta bajó la mirada hacia su plato de sopa y no dijo nada.
-Bueno, no va por mal camino-intervino la madre para suavizar la situación-. Seguro que haría las delicias de su marido con las clases de canto que recibe.
-Algo femenino, al menos-saltó su padre.
-¡Esta navidad podrás cantar villancicos!-propuso su hermana en la misma línea burlona.
-¡O en el coro de la iglesia!-añadió Anita, con inocente y sincero entusiasmo.
Helena la miró de reojo, ordenando que se callara, apretando los labios. La pequeña se encogió en su sitio, sin comprender muy bien por qué sus palabras habían herido la sensibilidad de su hermana. Acto seguido, Helena se sintió mal por haber reprendido gestualmente a Anita, pues pensaba que era su único apoyo en aquella familia de retrógrados.
-Helenita, cántanos algo-pidió su cuñado, con una sonrisa burlona.
Helena lo fulminó con la mirada.
-No, lo siento. Y preferiría que me llamases María Helena, si no te importa.
Su cuñado resopló al borde de la risa.
-¡Bueno, bueno!-exclamó-¡Cómo están los humos hoy! ¿Qué te han hecho en ese hervidero de comunistas al que llamas facultad?
-¡María Helena!-la reprendió su madre con las mejillas encendidas por el enfado- ¿Cuántas veces voy a tener que repetírtelo? ¡José María es un cabeza de familia y merece respeto!
-Yo también merezco respeto, madre-replicó Helena.
-¿Qué vas a merecer tú?-dijo el padre levantando su atronadora voz por encima de todas las demás-. Eres una niña todavía, y como tal, tienes que aprender a cerrar la boca y a hacer lo que te piden tus mayores. Así que cántanos algo ahora mismo.
Helena sintió cómo las lágrimas de frustración subían a sus ojos, pero trató de impedirlo con todas sus fuerzas. Lo último que le faltaba era ponerse a llorar delante de todos ellos.
-No puedo-murmuró.
-¿Y por qué, a ver?
-Porque me duele un poco la garganta.
-¡Pero si no estás afónica!
-Pero...
-Es verdad-dijo entonces Anita. Todos los comensales se volvieron hacia ella con sorpresa, desacostumbrados a que la pequeña hablase dirigiéndose a todo el mundo a menos que se lo pidiesen, debido a su carácter vergonzoso. Anita miró a todos nerviosamente, pero añadió-: Esta mañana se levantó diciendo que tenía carraspera.
Helena se sintió sumamente agradecida con su hermana, y estuvo a punto de darle un beso, pero se contuvo. Su hermana nunca mentía, pero lo había hecho por ella.
-En fin... Pues nada, nos quedamos sin oír al prodigio-masculló el padre.
Siguieron cenando tranquilamente, Remedios y Teresa intercambiando consejos de cocina y José y José María hablando de política, mientras que Helena y Anita terminaban su sopa sin levantar la vista del plato. Helena trató de prestar atención a aquello que decían su padre y su cuñado, pero al cabo de un rato no pudo evitar enervarse por ciertos comentarios machistas, así que prestó oídos a la conversación de su madre y su hermana. Al oír la vacua charla de ambas mujeres, Helena no pudo evitar recordar la maravillosa tarde que había pasado hablando de literatura con su profesor de gramática, y deseó fervientemente que alguien de su familia fuese como él. Entonces recordó que no podría tener los deberes hechos para el día siguiente, y la invadió la furia.
“Tenga una buena tarde” le había dicho su profesor.
“Ojalá” se dijo Helena con tristeza para sí.
Buscando las llaves cada vez con más insistencia, rozando el pensamiento de haberlas perdido, dejó que cayera el libro de Bécquer. Casi no se había dado cuenta, cuando una mano conocida lo cogió del suelo.
-Hola, padre-dijo levantando la vista.
-Gustavo Adolfo Bécquer. ¿Ahora os hacen leer esta porquería en la universidad?-dijo con desdén, enarcando una ceja. Helena lo cogió sin decir nada-. Aún no entiendo qué haces estudiando-Helena se encogió de hombros-. ¿Tienes llaves?
-Creo que me las he dejado en casa...
-Con tanto Bécquer y con tanta tontería te vas a dejar la cabeza por ahí.
-¿Tiene usted o llamo a la portera?
-Calla, calla, no armes jaleo-respondió su padre abriendo la puerta y dejándola pasar en primer lugar.
Aquel sitio poseía no pocos vestigios del carácter adinerado de sus habitantes. Las puertas de roble perfectamente barnizadas se situaban de dos en dos las unas frente a las otras, de modo que había cuatro en cada planta. El pasillo, por ser uno de los mejores bloques de la zona, no solo poseía escaleras sino también un ascensor con las últimas tecnologías. Las letras que indicaban cada casa habían sido cuidadosamente talladas en mármol y colocadas sobre los marcos de todas las puertas. Finalmente, llegaron al tercer piso. Abrieron una de las puertas y en seguida el olor a deliciosa comida invadió el rellano.
-Tu hermana se queda a comer, ¿qué apuestas?-comentó su padre.
-Seguro...-Helena ya veía venir las comparaciones odiosas que habría de soportar horas más tarde. En ese momento apareció su madre en el vestíbulo de entrada, con un delantal puesto, para darles la bienvenida-Hola, madre-la saludó Helena dándole un beso en la mejilla.
-¡María Helena! Qué bien que hayas llegado. Ven, hija, que te voy a enseñar a hacer carne guisada, que ya es hora de que aprendas.
-Ya, bueno... Es que tengo bastante que hacer, madre. Tengo que acabar unos ejercicios de Gramática para mañana y...
Entonecs, el padre de Helena, que había entrado en una habitación contigua al vestíbulo para dejar su maletín, apareció por el marco de la puerta y miró a la muchacha con el ceño fruncido.
-Siempre te será más útil aprender cocina que eso que aprendes en la Gramática esa. Vamos, ve a ayudar a tu madre.
Helena caminó con la cabeza gacha hasta la cocina, se puso un mandil, se lavó las manos y se unió a su madre. No es que Helena no apreciara el campo culinario, ya que no solía rechazar ningún tipo de cultura, pero no podía evitar pensar en todo lo que tenía que hacer en cuanto a la facultad.
Tras un par de horas de trucos de cocina, recetas y cazuelas, sonó el timbre. Unos cortos y rápidos pasos se oyeron cada vez con más intensidad, hasta que se detuvieron cerca de la cocina y sonó el crujido que emitía la puerta principal al abrirse. Varias voces saludaron: una de niña, otra de mujer y la última de hombre; y en la lejanía, desde la parte más profunda de la casa, se elevó la voz del padre. En ese momento, la hermana mayor de Helena entró en la cocina con su hijo en brazos.
-¡Pero si Helena está cocinando!-exclamó con sorpresa-José María, ¡ven a verlo!
Su marido entró en la cocina y miró a Helena, y, acariciándose el bigote, esbozó una sonrisa maliciosa.
-Hombre, Helenita, ¿por fin decidiste centrarte en lo que debes y dejar tantos estudios y bobadas?
-No, sigo en la universidad y me va muy bien, gracias-contestó Helena con un tono helado. En ese momento entró en la cocina una niña de unos trece años, de rasgos muy parecidos a los de Helena y su hermana mayor-. Aunque supongo que como a ti, ¿no? Que te colocó mi padre pero que muy bien colocado.
-¡María Helena! ¡Por favor!-su madre se situó frente a ella, quedando en medio de los dos- ¡No se te ocurra contestar de esa forma!
-Menuda niña más desvergonzada-murmuró la hermana mayor.
-No se preocupe, Doña Remedios-repuso José María con una sonrisa despreocupada-, es lo que le enseñan en la universidad. No es más que un coladero de rojos.
-¡No es verdad!-exclamó Helena, furibunda.
-¡María Helena! Ve a poner la mesa. Anita, ve a ayudar a tu hermana.
La niña que acababa de entrar en la cocina cogió los platos que le tendían y siguió a Helena, quien salió de la cocina dando muestras de enojo y furor ante la socarrona mirada de su cuñado.
-A mí tampoco me cae bien José María-murmuró Anita.
-Ya... Ahora entiendo por qué no hay gente así en la Universidad-masculló Helena.
Entraron en el comedor, donde su padre, sentado ante su lujosa televisión en blanco y negro, leía el ABC.
-Y Helena, ¿qué son exactamente los rojos?-preguntó la niña- Porque he oído hablar de ellos pero en realidad...
-¿Rojos?-preguntó su padre apartando la mirada del periódico, sin dar tiempo a que Anita terminase de formular su pregunta ni a que Helena respondiese-¡Los rojos! ¡Una panda de sucios cerdos! Vagos, maleantes, homosexuales, ¡comunistas rastreros!
Ante tal alboroto, los que estaban en la cocina se unieron.
-¿Qué pasa, señor Palacios?-cuestionó José María.
-¡Preguntaba Anita que qué son los rojos!-respondió el padre con la cara encendida por la ira.
-¡Ja! Unos retrasados que creen que votando todos podríamos seguir adelante. ¡Libertades!
-Tanto libertinaje no acabaría nada bien, nada bien... Además, ¡van por ahí quemando conventos!-añadió María Teresa, la hermana mayor de Helena, apoyando a su marido.
José cogió a su nieto en brazos y lo acercó a una foto de Franco que tenían colgada en el salón.
-Paquito, fijate en este hombre por quien ahora estamos tan bien. Mira, hay que hacer así-levantó el brazo derecho con la palma de la mano abierta mirando hacia abajo. El pequeño lo imitó, cosa que todos aplaudieron, menos Helena y Anita, quien miraba a la primera, esperando una reacción. Sin embargo, Helena no dijo nada. Nunca había estado en contra de la forma de pensar de su padre, en cambio, estaba aprendiendo a no ser tan extremista.
Cuando todos los varones hubieron estado acomodados en la mesa, las mujeres terminaron de servir el resto de la cena y se sentaron a comer.
-Teresa-dijo la madre tendiéndole un plato de sopa a José-, te mandé el otro día una carta con unas recetas familiares, ¿la has recibido?
-No, aún no. En cualquier caso, la veré el domingo en la iglesia, madre, y le diré si la he recibido.
-¿Ves? Eso es ser una buena mujer-felicitó José a su hija.
-Gracias, padre.
-Además, esta sopa está exquisita, Remedios. ¿Has visto, María Helena? No es tan difícil ser una buena mujer, esposa responsable...
-¿Serías capaz, Helenita?-dijo el cuñado, con retintín.
Helena se mordió la lengua para no ser soez con su cuñado, pero después dijo:
-Prefiero intentar llegar a ser algo en la vida.
Sus palabras hicieron que estallase una risa generalizada.
-¿Llegar a ser algo?-se burló su hermana-. Esfuérzate por limpiar y cocinar bien y date con un canto en los dientes.
-Eso lo decís ahora, pero ya veréis cómo...
-¿Cómo qué? ¿No ves que..?-siguió Teresa, pero el padre las interrumpió.
-¡Vale ya! Que parecéis un gallinero, por dios. Teresa, deja a tu hermana que sueñe con lo que quiera. Ya se dará el golpe ella sola, ¿verdad, María Helena?
Ésta bajó la mirada hacia su plato de sopa y no dijo nada.
-Bueno, no va por mal camino-intervino la madre para suavizar la situación-. Seguro que haría las delicias de su marido con las clases de canto que recibe.
-Algo femenino, al menos-saltó su padre.
-¡Esta navidad podrás cantar villancicos!-propuso su hermana en la misma línea burlona.
-¡O en el coro de la iglesia!-añadió Anita, con inocente y sincero entusiasmo.
Helena la miró de reojo, ordenando que se callara, apretando los labios. La pequeña se encogió en su sitio, sin comprender muy bien por qué sus palabras habían herido la sensibilidad de su hermana. Acto seguido, Helena se sintió mal por haber reprendido gestualmente a Anita, pues pensaba que era su único apoyo en aquella familia de retrógrados.
-Helenita, cántanos algo-pidió su cuñado, con una sonrisa burlona.
Helena lo fulminó con la mirada.
-No, lo siento. Y preferiría que me llamases María Helena, si no te importa.
Su cuñado resopló al borde de la risa.
-¡Bueno, bueno!-exclamó-¡Cómo están los humos hoy! ¿Qué te han hecho en ese hervidero de comunistas al que llamas facultad?
-¡María Helena!-la reprendió su madre con las mejillas encendidas por el enfado- ¿Cuántas veces voy a tener que repetírtelo? ¡José María es un cabeza de familia y merece respeto!
-Yo también merezco respeto, madre-replicó Helena.
-¿Qué vas a merecer tú?-dijo el padre levantando su atronadora voz por encima de todas las demás-. Eres una niña todavía, y como tal, tienes que aprender a cerrar la boca y a hacer lo que te piden tus mayores. Así que cántanos algo ahora mismo.
Helena sintió cómo las lágrimas de frustración subían a sus ojos, pero trató de impedirlo con todas sus fuerzas. Lo último que le faltaba era ponerse a llorar delante de todos ellos.
-No puedo-murmuró.
-¿Y por qué, a ver?
-Porque me duele un poco la garganta.
-¡Pero si no estás afónica!
-Pero...
-Es verdad-dijo entonces Anita. Todos los comensales se volvieron hacia ella con sorpresa, desacostumbrados a que la pequeña hablase dirigiéndose a todo el mundo a menos que se lo pidiesen, debido a su carácter vergonzoso. Anita miró a todos nerviosamente, pero añadió-: Esta mañana se levantó diciendo que tenía carraspera.
Helena se sintió sumamente agradecida con su hermana, y estuvo a punto de darle un beso, pero se contuvo. Su hermana nunca mentía, pero lo había hecho por ella.
-En fin... Pues nada, nos quedamos sin oír al prodigio-masculló el padre.
Siguieron cenando tranquilamente, Remedios y Teresa intercambiando consejos de cocina y José y José María hablando de política, mientras que Helena y Anita terminaban su sopa sin levantar la vista del plato. Helena trató de prestar atención a aquello que decían su padre y su cuñado, pero al cabo de un rato no pudo evitar enervarse por ciertos comentarios machistas, así que prestó oídos a la conversación de su madre y su hermana. Al oír la vacua charla de ambas mujeres, Helena no pudo evitar recordar la maravillosa tarde que había pasado hablando de literatura con su profesor de gramática, y deseó fervientemente que alguien de su familia fuese como él. Entonces recordó que no podría tener los deberes hechos para el día siguiente, y la invadió la furia.
“Tenga una buena tarde” le había dicho su profesor.
“Ojalá” se dijo Helena con tristeza para sí.
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