jueves, 21 de abril de 2011

Capítulo XII

-¡Siguiente!
Volvió la vista hacia sus papeles para tachar, una vez más aquella tarde, otro nombre en la lista de los candidatos al papel de don Juan. Cuando dirigió la mirada al escenario, vio que lo ocupaba un chico de aspecto enclenque al que los nervios traicionaban.
-¿Su nombre?-preguntó el profesor.
-Pedro Montero.
-Señor Montero, adelante.
La boca del joven comenzó a moverse, pero ningún sonido salía de ella.
-Tranquilícese, puede hacerlo-el chico respiró hondo y apretó los puños, aún temblorosos- No, vos debéis empezar-le dio Álvaro pie recitando los versos anteriores.
-Co-como gustéis, igual es… eh… que nunca me hago espe-esperar. Pues, señor, desde… No… yo desde aquí…
-Está bien, señor Montero. Gracias por su participación.
El chico bajó del escenario, que enseguida fue ocupado de nuevo por un chico algo corpulento de pelo rizado.
-Jaime Roldán, señor.
-Muy bien, señor Roldán. “No, vos debéis empezar”.
-”Como gustéis, igual es, que nunca me hago esperar, pues, señor, yo desde aquí... desde aquí... -el chico alzó la mirada varias veces en un claro intento de recordar las palabras que tenía que decir, pero no pasó mucho tiempo hasta que bajó los hombros como signo de derrota-. Lo siento, señor, no recuerdo el texto.
Álvaro respiró hondo, notando que su paciencia se desvanecía.
-¡Hay que traer el texto aprendido, señores! ¿Quieres el libreto? Toma-se levantó y se acercó al escenario, tendiéndoselo.
-No... ya da igual, gracias-respondió el chico, rehuyendo la mirada de Álvaro mientras bajaba del escenario con las orejas encendidas.
Álvaro, que aún tenía el brazo extendido con el libreto en el aire, se volvió a su asiento, dejando el texto de mala manera en la silla de al lado, apretando los dientes con fuerza.
-¡Siguiente!
Un muchacho de unos veinticuatro años se levantó de las butacas. Era alto, esbelto y de rasgos bien proporcionados: nariz aguileña, sonrisa generosa, ojos claros y el cabello ligeramente más largo de lo habitual, castaño, brillante y con un ligero rizo en las puntas.
Los cuatro jóvenes que lo acompañaban lo vitorearon y éste, recibiendo las alabanzas, les animó gesticulando exageradamente con los brazos para que continuaran.
-¿Va a salir ya o tenemos que esperar mucho más a que su ego siga creciendo?-inquirió Álvaro con una voz que sonó más mordaz de que lo que había pretendido.
El grupo, cortado ante aquellas tajantes palabras, cesó los vítores de golpe. El chico dudó unos segundos, pero enseguida se repuso, volviendo a mostrar una actitud prepotente.
-¿Cómo se llama?
-Pablo Fernández-respondió el chico proyectando la voz con ayuda de su presuntuosidad.
-Está bien, señor Fernández. Proceda.
Álvaro se recostó en su asiento y se cruzó de brazos. Bajo aquel semblante serio y la mirada crítica ante aquel esperpento, las ideas pasaban a toda velocidad por su cabeza. Este chico tiene cualidades para ser don Juan... pero no tiene su seguridad, pensaba. Para seguridad... para seguridad la de Ángel, ayer, en la cafetería. ¡Y parecía tímido! Pero, en realidad, ¿a ti qué más te da? Tanto trabajo va a acabar contigo. Y ahora vas y te metes en la obra. Siempre igual.
Miró un momento de reojo y vio a Ángel, mirándolo y apartando la vista cuando lo vio. ¿Y éste, ahora? Será todo un halago, sí... pero detrás de mí durante tanto tiempo, a casi todas horas, por los pasillos, en la biblioteca...
Cuando volvió a la realidad, oyó cómo el chico, al igual que los anteriores, titubeaba y trataba de encontrar el texto.
-... Fijé, entre... entre hostil, sí, y amatorio este cartel.... digo, en mi puerta este cartel...
-¡Aquí está don Juan Tenorio para quien quiera algo de él!-terminó Álvaro, gritando, creando el silencio en el Paraninfo, solamente roto por el eco.
Helena, que entraba en ese momento, se extrañó al ver así a su profesor, al que consideraba el paradigma de la paciencia. Entre las butacas, vio que alguien la saludada con la mano. Correspondió con una sonrisa y se acercó adonde estaba Ángel.
-¿Qué ha pasado?- preguntó la chica.
-Creo que ha perdido la paciencia. Normal, no has visto qué gente hay...
-Vaya, pobre. Supongo que significará mucho para él, siendo su versión.
Enfrascados en la conversación, no se percataron de cómo Álvaro se había girado y los había observado durante unos segundos.
-Te importa mucho cómo esté, ¿no?-inquirió Ángel.
-Simplemente aprecio su trabajo. Ha debido de pasar mucho tiempo preparándolo.
Ángel pareció querer decir algo más, pero tan solo apretó los labios y le dirigió una breve sonrisa a Helena antes de volver a prestarle atención a las audiciones. Álvaro, que se había quedado callado durante unos instantes mirando un punto inconcreto de su mano tan solo por no mirarlos a ellos, desfrunció el ceño, borró su mirada amarga y, tras un suspiro, tomó la lista de los candidatos mientras Pablo Fernández bajaba del escenario visiblemente avergonzado.
-Chicos... Tenéis que traer el papel preparado-dijo dirigiéndose al Paraninfo- Es algo serio, no podéis llegar aquí e improvisar... Veamos-murmuró para sí-. El siguiente es...-cuando vio el nombre, se quedó helado y su lengua se negó a pronunciarlo. Alzó la mirada y vio a aquella especie de discípulo suyo, levantándose de su butaca, dejándole a Helena su carpeta, quien la recibió con una sonrisa-: Ángel Hurtado.
-Sí, señor-dijo el joven con alegría, subiendo al escenario como si aquello fuese lo más natural para él.
-Pero...
-¿Ocurre algo, don Álvaro?-preguntó Ángel.
-¿Cuándo has incluido tu nombre?
-Antes de darle la lista.
-Pero... ¿pero desde cuándo te gusta actuar?
-Desde siempre, señor. Pertenecía a un grupo de teatro en mi universidad. Hice de don Juan en A secreto agravio, secreta venganza. De don Álvaro en Don Álvaro o la fuerza del sino. De...
-Vale, vale-lo cortó Álvaro, sintiéndose irritado de manera inexplicable-. Tienes experiencia. Bien... Adelante-acabó sentándose en su asiento y cruzándose de brazos con una expresión que se volvía más adusta por momentos. Por el rabillo del ojo vio cómo Helena le dedicaba un gesto de ánimo a Ángel. A mí no me trata con tanta confianza, pensó, ¿por qué a este sí? ¡Por dios, Álvaro! ¡Es tu alumna! Si te tratase como a un compañero, te molestaría, ¿no?
Sus pensamientos acabaron con una vaga incertidumbre, pero no pudo meditar sobre ello durante mucho tiempo, ya que el chico tímido al que estaba acostumbrado a ver, se había desvanecido entre palabras gallardas, allí, sobre el escenario, y su voz, a veces aguda, otras demasiado grave, ahora se proyectaba a la perfección por el Paraninfo, suave pero firme, aterciopelada pero fuerte. En fin... la voz de todo un caballero.
Álvaro asistió maravillado a aquella representación, repitiendo para sí de manera inconsciente los versos que en boca de Ángel hacían que don Juan cobrase vida.
-Por dondequiera que fui / la razón atropellé, / la virtud escarnecí, / a la justicia burlé, / y a las mujeres vendí-decía Ángel con una voz cargada de grandeza, potencia y un atractivo deje socarrón-. Yo a las cabañas bajé, / a los palacios subí, / yo los claustros escalé / y en todas partes dejé / memoria amarga de mí.
¿Era posible que aquel hombre aniñado, inseguro, tímido hasta el extremo, pudiese estar interpretando a don Juan de manera tan convincente? ¡Don Juan! Ni más ni menos que un burlador, asesino y conquistador.
Ángel ya estaba acabando el monólogo y no se había trabado ni una sola vez. Se sabía el papel a la perfección.
-A esto don Juan se arrojó, / y lo que él aquí escribió / está mantenido por él.
El Paraninfo se llenó de un silencio vacío, pesado, casi doloroso cuando Ángel terminó. Después prorrumpió en entusiastas aplausos por parte de los buenos perdedores y aquellos que no optaban al papel de don Juan. Estaba claro, todo el mundo lo sabía: Ángel era el candidato idóneo para hacer de don Juan. Sin embargo, el orgullo de Álvaro se resistía fieramente a dejar en sus manos al protagonista de la obra.
-Bueno, bueno-dijo levantándose y alzando las manos para cesar el aplauso-. Veo que te sabes bien el papel.
-Sí, señor. Me gusta mucho el Tenorio.
-Ya... Mas se acercan. ¿Quién va allá?
Ángel se quedó callado un momento, sorprendido por la prueba que le ponía, pero después esbozó una media sonrisa que le hizo adoptar un gesto más propio de don Juan que de él.
-Quien va-respondió con seguridad.
-De quien va así, ¿qué se infiere?
-Que quiere.
-¿Ver si la lengua le arranco?
-El paso franco.
-Guardado está.
-¿Y soy yo manco?
-Pidiéraislo en cortesía-esta frase la pronunció Álvaro con un disgusto que pareció trascender del papel.
-¿Y a quién?
-A don Luis Mejía.
-Quien va quiere el paso franco.
Álvaro frunció el entrecejo. No necesitaba más. Era obvio que Ángel había estudiado el papel con detenimiento. Y no sabía por qué, el que el chico no fallara ni una sola frase le desagradaba.
-¿Alguna vez has hecho el papel?
-No, hice de Mejía, pero me aprendí también el papel de don Juan. Pensé en presentarme al papel de don Luis, pero creí que era bueno cambiar.
El profesor asintió y bajó la mirada al papel, casi con disgusto. Ángel volvió a su asiento y Álvaro aprovechó para masajearse las sienes. Aquella tarde estaba siendo insospechadamente dura. Así que Ángel sabía actuar... Era toda una caja de sorpresas aquel chico. Una incómoda y enervante caja de sorpresas, pensó Álvaro mientras miraba discretamente hacia el asiento de su ayudante y veía cómo Helena lo felicitaba de manera entusiasta.
Estaba siendo injusto con el chico. Era muy servicial y lo había ayudado muchísimo en las dos últimas semanas, primero con sus investigaciones y luego con el trabajo de la obra. Hacía varios días, incluso, se había ofrecido a ayudarle a ordenar su despacho, ayuda que Álvaro no desechó, teniendo en cuenta la enorme cantidad de papeles que tenía desordenados sobre la mesa porque no le cabían en ningún otro sitio.
Debería sentirse aliviado porque un actor como Ángel se fuese a ocupar de su protagonista. Con Ángel haciendo de don Juan, don Pedro Grandes, profesor de literatura en la Complutense y un gran colega suyo, haciendo de comendador, y quizás metiendo en cintura a Pablo Fernández y dándole el papel de Mejía... solo le faltaba una doña Inés competente para salvar su obra.
Pero esa era otra... doña Inés. Era el último papel por dar, y el más complicado, sin duda. No porque la actriz en cuestión tuviese un texto más largo o más difícil de memorizar, ni porque el papel requiriese de unas dotes interpretativas mayores, no. Era tan solo que la actriz que hiciese de doña Inés, además de actuar, había de saber cantar.
Se le había ocurrido la idea de eliminar el primer soliloquio de Inés y representarlo por medio de una canción que ésta le cantaría a una paloma que tendría encerrada en una bella jaula, en su habitación. Para Álvaro, la música estaba a la par que la literatura en lo que a artes se refiere. A veces, incluso, se sorprendía pensando que la primera era muy superior a la otra. Si no había consagrado su vida a la música, era por el sencillo motivo de que pensaba que la música no lo había elegido a él. Siempre decía que la vida le había dado manos torpes y un oído no del todo ágil, así que, como mucho, podía llamarse pianista impostor. Aun así, disfrutaba sobremanera gastando sus tardes frente a las teclas de su viejo y poderoso instrumento, rememorando viejas melodías y armonías, y viendo nacer otras nuevas.
Por aquel sentimiento de amor desmedido hacia la música, había decidido Álvaro incluir aquella canción en su obra. Había querido crear una doña Inés bella, mucho más bella que la de Zorrilla. Una doña Inés que fuese algo tan cercano a un ángel que el espectador se enamorase de ella nada más verla y oírla. Y si para él la música era tanto, la pulsión que lograba que su cuerpo anhelase la vida, los instrumentos constituían entonces los objetos materiales más bellos y necesarios de este mundo. Por lo tanto, ¿qué mujer podría haber más hermosa que la que es un instrumento en sí?
Al cabo de estas vacilaciones, se dio cuenta de que había pasado un tiempo considerable desde que Ángel había bajado del escenario, así que, tras un breve masaje de sienes más, tomó la lista que su ayudante le había pasado antes de las candidatas al papel de doña Inés y le echó un vistazo sin leerlo. Se sorprendió al ver tanto nombre apuntado, y a pesar de que tardarían una eternidad en acabar, se animó, pues tendría más posibilidades de encontrar a su Inés.
-Ana Martín-llamó.
Una chica mona y desenvuelta se subió al escenario de una manera que dejó claro que ya lo había hecho otras veces. Saludó con una graciosa genuflexión, en imitación a las formas que habían de representarse en la época del marco de la obra. Álvaro sonrió y dijo:
-Adelante.
El semblante de la chica cambió de inmediato. Se tornó triste y casi pareció adquirir un color desvaído.
-Ya se fue. / No sé qué tengo, ¡ay de mí!, / que en tumultuoso tropel / mil encontradas ideas / me combaten a la vez.
Su voz comenzó en un susurro tan bien proyectado que se oyó hasta la última fila. No equivocó ni una sola vez el texto del soliloquio, y lo cierto es que estuvo brillante. Sin embargo, Álvaro no pudo cantar victoria tan pronto, ya que, tras acabar el recital, Álvaro le pidió que cantase algo y así descubrió que su oído era duro como una piedra.
Una pena, una auténtica pena, pero si no encontraba a una doña Inés mejor, con todo el pesar de su alma, recortaría la canción y le daría el papel a aquella chica.
-¡Siguiente!
Las aspirantes a doña Inés se fueron sucediendo, pero ninguna era capaz de superar el listón que había puesto la primera. O actuaban bien pero cantaban mal, o actuaban mal pero cantaban bien, o hacían las dos cosas de manera pasable o no sabían hacer nada.
Al final, Álvaro tenía claro que tendría que eliminar la canción. Le desagradaba la idea, pero si lo hacía, sus preocupaciones respecto a los papeles se acabarían, ya que tenía todos los papeles femeninos adjudicados.
La penúltima chica no lo había hecho mal, aunque no tenía una voz bonita. Bajó del escenario mientras Álvaro pensaba que le daría el papel de Lucía. Tomó la hoja una vez más y buscó el último nombre, deseoso de acabar ya con todo aquello.
Si cuando había visto el nombre de su ayudante se había sorprendido, en ese momento se sumió en una especie de parálisis mental. Se volvió lentamente, ya que sintió aquel par de ojos marrones, enormes, clavados en su espalda, y así era. Ambos se quedaron callados, mirándose fijamente, y no supo si era un efecto de la escasa luz del paraninfo sumado a la distancia, pero hubiese jurado que las mejillas de la chica se coloreaban.
-María Helena-dijo Álvaro-. Es usted la última.
La chica se levantó y dejó su bolso al cuidado de Ángel. Éste le acarició la mano para infundirle ánimos de una forma que, según Álvaro, daba lugar a malas interpretaciones. Observó cómo la joven bajaba las escaleras cabizbaja, sin mirar a ninguna de las personas que ahora estaban pendientes de ella. Sin embargo, al pasar al lado de Álvaro, éste la llamó con un susurro.
-¿Desde cuándo sabe lo de la obra?-inquirió.
-Desde ayer-respondió su alumna-. Me lo dijo Ángel, y pensé que estaría bien participar-dijo como excusándose.
Álvaro seguía perplejo, pero le indicó que subiese al escenario. Una vez lo hubo hecho, la chica miró a uno y otro lados y carraspeó débilmente, aunque pareció reprenderse mentalmente por ello, lo que hizo que Álvaro sonriese interiormente, aunque no supo con seguridad si su alumna se amonestaba por haber hecho algo malo para la voz o por algún otro motivo.
-Adelante-le dijo con una voz inconscientemente más cálida que la que había empleado con el resto de los participantes.
Helena asintió, respiró profundamente, movió ligeramente los hombros y comenzó a recitar. Álvaro se dio cuenta a la perfección de que aquella era la primera vez que Helena subía a un escenario, ya que comenzó su recitación de manera nerviosa e insegura, y en algunas ocasiones no entonaba el texto como debía. Álvaro fue imaginando cómo se vería Helena vestida con un hábito de novicia, y aquello, unido al pequeño deje de inseguridad, hizo que su alumna se le representase como el mayor ejemplo de dulzura. No supo cómo, pero en un determinado momento de la recitación, Álvaro sintió que Helena no había conseguido convertirse en Inés, como el resto de candidatas, sino que había hecho que Inés se convirtiese en ella, lo que de pronto se le presentó como una posibilidad muy interesante.
-Y hoy la echo de menos... acaso / porque la voy a perder-recitaba Helena. En ese momento miró a Álvaro, quien la observaba fijamente, sin perderse detalle de sus gestos y palabras. Éste no pudo evitar acompañar con el movimiento de sus labios las palabras que dijo ella a continuación-: que en profesando es preciso / renunciar a cuanto amé...
Helena se quedó callada, y Álvaro sintió cómo el momento se suspendía durante instantes... durante eternidades. Pero la chica desvió la mirada, rompiendo aquel extraño momento y acabó el soliloquio en tres versos más.
Álvaro respiró hondo mientras Helena volvía a recuperar su expresión habitual, aunque parecía incapaz de desprenderse de aquel halo de ángel o, al menos, eso le pareció a él. Tragó saliva y tosió levemente, aunque solo para ganar tiempo.
-Muy bien-dijo con voz débil- ¿Podría cantar ahora?
Helena asintió lentamente con al cabeza, cerró los ojos durante un instante y cogió aire profundamente un par de veces. Después se vació al completo y tomó solo el que le hacía falta. A estos breves preparativos asistió Álvaro lleno de curiosidad. Jamás habría pensado que algún día oiría cantar a su alumna. Si bien es cierto que se había fijado en que tenía una voz dulce, ni demasiado grave ni demasiado aguda. Entonces, tras escasos segundos, Helena comenzó a cantar.
Fue algo que Álvaro no había esperado. Recordó a su alumna, analizando frases como una profesional con soltura, cuando estaban en clase, y no pudo encontrarla en la joven que estaba sobre el escenario. La vio bella, poderosa y, a la vez, frágil, como su voz. No pudo entender cómo algo así había pasado desapercibido ante sus ojos durante tanto tiempo. Ella era... era Inés, se dijo. Estaba tan sumamente sorprendido y extasiado porque había encontrado a la persona para la que había escrito el papel, sí.
Había encontrado a su Inés.

domingo, 10 de abril de 2011

Capítulo XI

Las navidades se acercaban y, aunque en su casa se respiraba un marcado ambiente festivo, ella se sentía cada vez más agobiada. No sabía por qué, pero repentinamente le parecía que los profesores impartían demasiado contenido en cada clase y que mandaban ejercicios en exceso. En literatura, el profesor les mandaba leer cada día libros más extensos en menos tiempo, y aunque Helena había dejado a un lado la lectura crítica para dar paso al devorar insensato de cientos y cientos de páginas, no podía abarcar con tanto. Era incapaz de comprender cómo sus compañeros podían seguir tranquilos, como Victoria, que hacía dos semanas que no abría un libro.
Si bien ella misma ya se exigía demasiado a la hora de estudiar, los comentarios que escuchaba continuamente en la universidad y en su casa no hacían sino desbordarla. “Helena, por favor, deja los libros un rato y sal conmigo a dar una vuelta”, “¿no crees que estudias demasiado? Si vas a aprobar de todas formas…”, “Helena, un manual no es la extensión de tu cuerpo, ¿por qué no lo dejas un rato?”, “¿No crees que te estás obsesionando?” No había día que no se librara de aquellas sentencias por cortesía de su amiga Victoria. Por otro lado, lo que más hacía que colapsara, se enfadara por el bloqueo y, por ello, volviera a colapsar, eran los comentarios caseros:
-Helena, hija, no sé qué es lo que tienes que hacer tanto. Si, total, tienes todas las navidades.
Y, efectivamente, tenía las navidades. Pero las tenía para amargarse, no para estudiar. Ya lo estaba viendo. Siempre fue así, estudiara lo que estudiase, y la universidad no iba a ser menos. “Helenita, tráeme las granadas”, “Helena, los pimientos”, “Helenita, baja a comprar musgo para el Belén”, “¿Por qué no estás ayudando a Anita a colocar el Nacimiento?”, “¡María Helena! ¡Déjate de tanto estudio y tanta tontería, que van a venir los invitados!”. Y así se resumían sus días de vacaciones, de la mañana a la noche... Odiaba tener que ir a comprar los regalos aquellas tardes que se hacían eternas a causa de la indecisión de su madre, soportando frases como “¿no es muy atrevido? Casi se le ve la rodilla”, ¿por qué no te pruebas esto? ¿Y eso otro?”, “con ese estarías guapísima para la próxima vez que quedaras con Ernesto”, “María Helena, por dios, quita esa cara, que parece que te están matando”. Si su amiga Victoria le pedía que la acompañara, muy a su pesar no podía negarse. A Victoria le gustaba tanto ir de compras como a Helena leer, por lo que sabía que, si quedaba con su amiga, perdería toda la tarde. A pesar de todo aquello, lo peor sin duda era tener que ir a los ritos religiosos propios de las fechas. Además, como siempre, a la salida de la iglesia tenía que soportar los comentarios de las señoras mayores que se acercaban a charlar con sus padres. ¿Y los villancicos? Eso era superior a ella. “¡Pues que beban los peces en el río, a ver si se ahogan este año!”, pensaba estando ya saturada de tanto espíritu navideño.
Quizá era por su madre. Era una fanática de toda fiesta que conllevase reuniones familiares. Ya fuesen cumpleaños, funerales o santos, todo lo aprovechaba la buena señora para desempolvar su viejo y enorme puchero y cocinar unas gachas que hubieran resucitado a un muerto. ¡Sí! Porque Remedios no era una de esas señoras de hoy en día que se pasaban el día en la peluquería, cotilleando sobre las nuevas minifaldas que venían de París. ¡No! Remedios era una mujer de las de antes. ¡Mujer! Y con todas las letras: buena madre, fiel esposa e infatigable ama de casa, ¡ea! Que tal y como estaban los tiempos, había que demostrarle a las generaciones venideras que un hogar solo se levantaba bajo la firme mano del padre y el amor desmedido de la madre.
El caso era, que las navidades eran un duro trago para Helena, desde siempre. Bueno, al menos desde que los regalos que le hacían le dejaron de hacer ilusión. ¿Para qué quería ella tanta ropa? Le gustaba ir bien vestida, sí, era algo que su madre había logrado inculcarle. Pero el hecho de tener que dejar siete pares de zapatos debajo de la cama porque en el armario ya no cabía ni un clavel, le parecía excesivo. ¿Por qué no le regalaban libros? Ella era feliz con el olor del papel recién impreso, con los lomos duros que necesitaban ser domados con el paso del tiempo. Incluso un libro ajado, viejo, pero lleno de historia, le hubiese resultado el regalo más magnífico. Sin embargo, parecía ser que un libro no era lo suficientemente digno como para ser regalado el día de Reyes.
Y además de los regalos, la familia... En navidades, Teresa y el estúpido de su maridito iban a comer todos los días a casa de los padres de Helena. Después se quedaban allí toda la tarde y, por supuesto, también cenaban con ellos. Metían un barullo insoportable, o eso era lo que le parecía a Helena. No sabía por qué, pero el tonito de rata que se gastaba José María se hacía más chillón después de las comidas. Quizá fuese por los Riojas.
Aquellas navidades, además, se presentaban especialmente desagradables. Había un factor con el que no había contado: los Ramos. ¿En qué hora había accedido ella a acompañar a Victoria en su cita con Marcial? Ahora, los tíos de Ernesto y sus propios padres parecían locos por emparejarla con tan abominable ser. ¿Es que no se daban cuenta de que no lo soportaba? Cierto era que trataba de no ser descortés delante de todo el mundo, pero las miradas que le dirigía a Ernesto no pecaban, precisamente, de calidez. Aunque el muy gañán no colaboraba y, a pesar de que cuando estaban a solas Helena no se molestaba por ocultar su profunda aversión, Ernesto la trataba con unas confianzas desmedidas.
En todo esto estaba meditando Helena, frente a unos apuntes del Cid, cuando una sombra tapó la luz que provenía de las lámparas de la biblioteca. Alzó la mirada pensando inconscientemente que se encontraría a Álvaro, mirándola con una sonrisa enorme, sincera, y que haría desaparecer todas sus preocupaciones, por lo que sintió una ligera decepción al encontrarse con aquel chico alto, espigado, con pantalones de pana y camisa, esta vez, de rayas.
-Oh... Hola-murmuró la chica, sorprendida.
El joven abrió la boca y trató de decir algo, pero las palabras parecieron trabársele en el último momento. Helena dirigió una discreta mirada a sus manos justo en el momento en el que se las metía dentro de los bolsillos del pantalón marrón con gesto nervioso.
-Buenas tardes, María Helena-consiguió articular.
-Buenas tardes, Ángel-correspondió Helena al educado saludo tras recordar, no sin un pequeño esfuerzo, el nombre de su interlocutor.
Aunque al principio se había sentido decepcionada porque no hubiese sido su profesor quien estuviese estado esperando allí, de pie, en esos momentos sentía una ligera curiosidad ante aquella extraña figura.
Ángel volvió a abrir la boca, aunque pareció volver a arrepentirse. Lo cierto era que a Helena todo aquel vaivén de de labios le hacía imaginarse a un besugo tratando de chapotear en la arena de la playa. Al final, el chico pareció fijarse en los apuntes de Helena y, con evidente alivio, explotó esa salida.
-Vaya... Veo que te gusta la navidad.
-¿Cómo?-preguntó Helena sumamente desconcertada.
Volvió la mirada hacia la mesa y se sorprendió al encontrarse un Belén dibujado en una hoja en sucio. Lo tachó rápidamente con dos furiosos trazos de su pluma y murmuró:
-Ah... No, en absoluto.
Esta reacción pareció acabar con todos los recursos que Ángel había elaborado para entablar conversación, así que se quedó allí plantado, sin saber qué decir, con las manos en los bolsillos y el cuello de la camisa descolocado.
-Bueno... ¿qué tal va el trabajo de investigación?-inquirió Helena con cortesía.
-Viento en popa-respondió Ángel, al parecer contento porque fuese la propia Helena quien iniciase la conversación-. Don Álvaro estuvo el otro día desembalando viejas tesis de él y alguno de sus colegas, y me presentó a los bibliotecarios. Así que ahora puedo acceder a la mayor parte de los libros en poco tiempo.
-Me alegro-sonrió Helena.
-Don Álvaro es muy amable, y muy sabio-continuó Ángel-. Debe de ser toda una suerte asistir a sus clases.
-Suerte es poco. Es un honor-replicó Helena con vehemencia. Después sintió cómo las orejas comenzaban a arderle ante la perpleja mirada de Ángel-. Es un magnífico profesor, ya sabe...-acabó como queriéndose disculpar.
Ángel sonrió tímidamente.
-Sí, al menos eso parece. ¿Puedo sentarme aquí contigo?
-Por supuesto.
Helena apartó sus libros y las mil hojas de papel que había desperdigado en la mesa, para hacerle un hueco a Ángel. Este se sentó a su lado y, ocupando un espacio mínimo, abrió un pesado libro y comenzó a leer tras dirigirle una breve y azorada sonrisa a Helena.
Ambos estuvieron así, callados, estudiando cada uno lo suyo durante al menos tres horas. Al final, Helena arrojó un par de hojas sobre la mesa, se recostó en su respaldo, se llevó las manos a los ojos y suspiró con un cansancio extremo. Para Ángel, estos gestos no pasaron desapercibidos, y se volvió hacia Helena con mirada amable.
-¿Estás cansada?
-Muchísimo-murmuró la chica con agotamiento.
-Vaya... Veo que os mandan mucho trabajo-comentó Ángel observando el grueso taco de folios que componían los apuntes de literatura de Helena.
-Sí... Bueno, o quizás soy yo, que he estado añadiendo cosas de diversos manuales...
Ángel pareció sorprendido.
-¿En serio?
-Sí... ¿es muy raro?
-No... Simplemente, yo era uno de los pocos que lo hacían.
Helena lo evaluó con la mirada, pues no sabía muy bien si se estaba riendo de ella.
-¿Tú también completabas tus apuntes?
-¡Claro! No mucha gente lo hacía. Se conformaban con lo que nos decía el profesor en clase o, como mucho, se compraban el manual que recomendaba. Pero nunca investigaban y corroboraban que lo que decía uno venía en otro...
-¿Es que cómo vamos a aprender si no?
-Exacto. El deber del estudiante es el de investigar y profundizar por su cuenta en el temario que se le da en clase, ¿no crees?
-¡Claro! Los conocimientos que un profesor es capaz de abarcar en clase son insuficientes. Creo que jamás dejaré de estudiar...
Ángel sonrió, por primera vez con completa sinceridad y tranquilidad.
-No, no lo harás. Te lo aseguro-miró su reloj al darse cuenta de que comenzaba a anochecer y después se volvió de nuevo hacia Helena-. Oye, ¿te apetece que vayamos a tomar algo a la cafetería?
-¿Tú y yo?-inquirió Helena con enorme sorpresa.
-Eh... Sí-asintió Ángel, cohibido ante la evidente extrañeza de Helena-. Has estudiado mucho esta tarde. Deberías tomarte un descanso... un café. Y charlar con alguien que pueda entenderte-terminó con una sonrisa que no le salió del todo bien por la turbación.
Helena lo miró durante unos instantes, perpleja, mientras meditaba la propuesta. Aquel chico le parecía sumamente raro. Era tan vergonzoso... y, sin embargo, le había propuesto ir a tomar un café. Una curiosa contradicción que despertó en la chica una sana curiosidad. Al final sonrió y dijo:
-Está bien. Iré a tomar un café contigo.
Bajaron hasta la cafetería charlando animadamente sobre literatura. Ángel hablaba sin parar, evidentemente alentado por que Helena no hubiese rechazado su invitación. Una vez allí tomaron asiento en una apartada mesa y pidieron ambos un café bien caliente.
Ángel le contó que estudió Filología Hispánica en la universidad de Salamanca y que se licenció cum laude varios años atrás. Desde entonces, había estado impartiendo clases de lengua en colegios privados hasta que había decidido comenzar el doctorado, por lo que había venido a la Universidad Complutense, ya que su doctorado versaba sobre varios temas que había tratado Álvaro en sus trabajos de investigación.
-Vaya... Tienes una carrera impecable.
-Bueno... No tanto... Ojalá no hubiese perdido el tiempo dando clases en colegios privados. Si lo hubiese empezado nada más acabar la carrera, ya tendría mi doctorado.
-Pero siempre es experiencia.
-Sí, sí... Eso no me lo quita nadie.
Los minutos se pasaron tan rápido como Helena solo había conocido en compañía de Álvaro. Aquel joven tenía un raro magnetismo que en un principio podía repeler pero que, tras algo de trato, acababa atrayendo con fuerza. Era inteligente y sabía infinidad de cosas de diversos temas, ya estuviesen hablando de literatura, de historia, de filosofía o incluso de ciencia. Además, cuando cogía algo de confianza, sus ademanes torpes y excesivamente vergonzosos iban desapareciendo, dejando paso a un chico de mirada clara, segura y magnética. En un momento de la conversación, Helena se sorprendió pensando que tal vez aquel era la clase de chico que su madre querría para ella. Estuvo a punto de abrir los ojos con desmesura, pero se contuvo, y trató de apartar aquellos pensamientos incoherentes de su cabeza y retomar el hilo de lo que el joven estaba contando.
-Oye, María Helena, don Álvaro y tú os lleváis muy bien, ¿no?
-Bueno, Ángel… tenemos una buena relación de profesor y alumna. Además, esa impresión tuya es solo porque me intereso por su asignatura.
-No lo pongo en duda-concedió Ángel, aunque no pareció rendirse-. Sin embargo, don Álvaro no se lleva igual de bien con todos sus alumnos como contigo. Tú eres... como una especie de alumna predilecta.
-No diría tanto-murmuró Helena con un contradictorio sentimiento de ilusión e incomodidad.
-¿Cómo que no? Os veo muchas veces hablando en la biblioteca, comentando libros. Muchísimas.
-Tampoco estamos tanto en la biblioteca...
-Casi todas las tardes.
Helena frunció el entrecejo y bajó la mirada hacia su café, sintiendo una profunda desazón. No sabía por qué, pero que alguien supiese cuánto conversaban Álvaro y ella, hacía que se sintiese inquieta. A veces tenía la sensación -aunque le parecía estúpida- de que aquellas largas tardes en la biblioteca con su profesor no eran lo correcto.
Ángel pareció notar la incomodidad de Helena, así que se apresuró por arreglarlo.
-Sin duda, si yo fuese tu profesor, también serías mi favorita. Y lo que me extraña es que no lo seas de todos tus profesores. Eres muy madura y te interesas realmente por la filología. Esto es tu vida.
Helena alzó la cabeza y miró a Ángel con sorpresa ante sus palabras, recordando, sobre todo, la última frase. Su vida... Sí, estaba segura de que aquel era su lugar.
Sonrió sin saber muy bien qué decir.
-Ángel... No hagas que me sonroje, anda. Además, ¡yo no soy una cum laude como tú!
Ángel rio.
-Algún día lo serás, lo sé.
En ese momento, el joven miró hacia algún punto detrás de Helena y alzó una mano, como para llamar a alguien, pero se detuvo a medio camino. La chica se volvió y vio la espalda de Álvaro, con la bufanda colgando despreocupadamente sobre sus hombros, desapareciendo por la puerta de la cafetería.
-Vaya...-murmuró Ángel-. No me ha visto.
-Oh...
Helena no despegó la mirada de la figura de Álvaro hasta que la última punta de su bufanda quedó oculta tras la pared, y luego una pesada losa se instaló en su pecho. Lo estaba pasando bien con Ángel, pero no sabía por qué, necesitaba conversar con su profesor. Tenía una manera de hablarla que la tranquilizaba.
-Pobre-oyó que decía Ángel. Se volvió hacia él-. Últimamente trabaja en exceso.
-Sí... Lo cierto es que se le nota cansado. En clase, digo-se apresuró a añadir Helena.
-Lo cierto es que lo que ha hecho, merece una ovación.
-¿Qué ha hecho?-preguntó la chica con una repentina e impetuosa curiosidad.
-Ha hecho una versión del Tenorio en menos de cuatro días y ha movido la creación de un nuevo grupo de teatro que él mismo dirigirá.
Helena se quedó boquiabierta.
-¿¡En serio!?
-Sí, sí.
-¿Un grupo de teatro? ¿Aquí, en la facultad?
-Sí. Su idea es representar clásicos versionados por él mismo. He leído algunas páginas del manuscrito, y puedo decirte que es muy bueno.
-Vaya...
-Ahora está algo irritable porque las audiciones para los papeles son mañana.
-¿Todavía no tiene actores?
-No... A mí me gustaría presentarme para hacer de don Juan. Siempre me pareció un personaje magnífico.
La sorpresa de Helena aumentó.
-¿Vas a actuar?
Ángel sonrió modestamente.
-Sí. En Salamanca pertenecía a un grupo de teatro y... bueno... Siempre hacía el papel protagonista.
-Vaya... De qué cosas se entera una-rio Helena, casi sin poder creer que aquel tímido chico fuese capaz de ponerse ante un público para representar una obra.
-¿Sabes? El gran problema a la hora de elegir a los actores va a ser doña Inés.
-¿Doña Inés? Pues, precisamente, no es un personaje muy complicado.
-¿Tú crees?
-No podría ser más plano.
-Sí... Tienes razón. El problema es que Álvaro ha incluido una pieza musical que él mismo ha compuesto, y la tiene que cantar la actriz que haga de doña Inés. Así que hay que buscar chicas jóvenes, que actúen bien y que encima sepan cantar.
-Vaya...-murmuró Helena- Sí, lo cierto es que va a ser complicado.
Ángel comenzó a hablarle de los pormenores de la obra y de los problemas que habían tenido para conseguir que les dejasen usar el Paraninfo para los ensayos. También le contó que Álvaro lo había nombrado su ayudante. Sin embargo, Helena ya no le prestaba toda su atención, puesto que una vaga idea comenzaba a tomar forma en su mente.

martes, 5 de abril de 2011

Capítulo X

Helena salió a la débil luz de la mañana invernal tras poco más de media hora de viaje en las profundidades madrileñas. A su lado, varios grupos de estudiantes, algunos más alegres que otros, tomaban el camino hacia su facultad. Iba leyendo, absorta, Fortunata y Jacinta. No podía comprender cómo había gente que no había abierto más libro en su vida que uno de recetas de cocina. Ella, a pesar de ir caminando por la calle, había sido incapaz de apartar la mirada de las ajadas páginas de su libro, y casi podía notar el sonido de las monedas cayendo en bandejas metálicas al son de unos agudos cánticos de niñas diciendo: “¡Un cuartito para la Cruz de Mayo!”. Tan embebida estaba en la historia de Barbarita, que llegó a su facultad, subió las escaleras de piedra y entró al recibidor como una verdadera autómata, todo ello sin despegar la ávida mirada lectora de su libro. Se sabía los pasos de memoria. Un, dos, tres, cuatro, cinco hacia el frente. Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis hacia la derecha y... no había contado con que alguien estaría esperándola, por lo que se chocó contra un torso y el pesado volumen se le cayó al suelo. -Oh, discul... ah, eres tú -dijo al levantar la vista y ver que era Ernesto quien obstaculizaba su camino. -Hola, Helena. Yo también me alegro de verte. Helena refunfuñó y se agachó para recoger el libro, pero el joven se adelantó a ella y, con ademanes caballerescos que nada hubiesen tenido que envidiar a los de Amadís, recogió el libro del suelo. La chica lo tomó de las serviles manos de Ernesto y carraspeó con desagrado. -Ya... bueno-murmuró-, tengo algo de prisa. Ya nos vemos. ¡Hasta luego!-acabó con una entusiasta despedida cargada de sarcasmo que no dejaba lugar a más conversación. -No, no, espera, no tan rápido. Venía a hablar contigo. -¿Si? -dijo sin hacerle caso, haciendo ademán de irse, pero Ernesto la cogió del brazo. -Te estoy diciendo que tengo que hablar contigo-dijo con un semblante repentinamente serio. -Y yo te digo que tengo prisa-intentó desasirse, pero el chico no le dejó. -Creo que me debes una disculpa. -¿Una qué...? -Ya lo has oído. Debes disculparte por lo del otro día. -¿Qué del otro día? -¡Deja de hacerte la idiota! ¡Sabes perfectamente que me refiero a lo del vaso de agua! -Ah, eso. Ya, bueno, yo creo que no te debo nada. -Eres tú muy lista, ¿no crees? Helena le sonrió de forma cínica. Tan solo le faltó sacarle la lengua y estirarse el párpado inferior de un ojo para completar la estampa. Ernesto frunció el entrecejo con furia, pero tras unos instantes pareció tranquilizarse. Suspiró y alzó la cabeza con una media sonrisa que inquietó a Helena. -Casi me gusta que seas así. -¿Cómo?-inquirió Helena, desconcertada ante el repentino cambio de humor de Ernesto. -Te hace más... no sé. El chico comenzó a acercarse más. La joven, que quería apartarse, se vio acorralada entre la pared y Ernesto. -¿Por qué no me dejas en paz? -Vamos, no te asustes, nena -dijo jugando con su pelo-. Si no me pides disculpas, tendré que perdonarte de otra forma... ¿no crees? Helena, con los ojos desmesuradamente abiertos, trató de empujarlo para que se apartara, pero el chico insistía -¡Ernesto, por favor! El joven deslizó una mano por la mejilla de Helena y la tomó de la nuca, acercando la boca de ésta a sus labios con fuerza. -Creo que no es el lugar más adecuado para hacer este tipo de cosas-dijo una voz firme detrás de ellos. Ambos se volvieron rápidamente, Helena azorada y Ernesto con una expresión cargada de furia, hacia el lugar del que había salido la voz, y se encontraron con Álvaro, cruzado de brazos frente a ellos. Ernesto soltó una risotada irónica. -Buenos días, profesor-saludó con media sonrisa burlona. -Buenos días, señor Castillo. Álvaro miró a Helena, pero ésta agachó la cabeza rápidamente sin poder evitar un calor inmenso ante el profundo sonrojo que se había apoderado de sus mejillas. -Quería advertirles que es mejor que hagan esas cosas en privado, señores. Yo no diré nada, pero estoy seguro de que otros profesores no harían lo mismo. -Estoy seguro, señor. Es una suerte que haya sido usted-dijo Ernesto con voz socarrona. -Sí, claro -afirmó Álvaro sin hacerle mucho caso-. Será mejor que se vayan ya. -Tiene razón. Será lo mejor. Ya nos vemos, Helena- la chica, que seguía con la cabeza gacha, levantó un segundo la mirada, sentenciándolo, pero no dijo nada-. Gracias otra vez, “profesor”. Cuando Ernesto se hubo marchado, Helena se agachó a recoger Fortunata y Jacinta de nuevo, pues se le había vuelto a caer cuando Ernesto la había acercado a él, pero Álvaro, con una pose que no pretendía caballerosidad sino amabilidad, se adelantó, recogió el tomo y se lo tendió a Helena, incorporándose. -Yo no quería, señor- le dijo a Álvaro con voz suplicante, cogiendo el libro. -No se preocupe, todos hemos sido jóvenes. -Pero... -De verdad, tranquilícese. No voy a ser yo quien diga nada. -En serio, es que yo no... -No insista, María Helena, no pasa nada- Álvaro cambió de tema al ver que la joven denotaba incomodidad- Pasaba por aquí... ¿quiere acompañarme? -después de lo acontecido, la chica se mostraba dudosa-. No sea tímida. -De acuerdo... Echaron a andar, en silencio, hasta que Álvaro lo cortó. -Dígame, ¿qué tal lo pasaron en la cena? -Bien... estuvo bien. -No ha quedado muy convincente. Puede sincerarse, si así lo desea. -Terrible -se apresuró a decir la joven- fue terrible. Toda la noche soportando impertinencias y comentarios fuera de lugar... ¡son una panda de machistas retrógrados! Que si menos estudiar y más limpiar, que si buena esposa, buena madre, Helenita esto, Helenita lo otro. -Vaya, jamás imaginé verla así. Sí que lo pasó bien, sí- dijo, irónico a la par que divertido ante el evidente mal humor de Helena. -Disculpe si he perdido las formas... ¡es que me encienden todas estas cosas! -Está bien ese feminismo tan marcado, María Helena-dijo Álvaro, sonriendo, aunque bajó el tono-, pero creo que en algún momento podría traerle problemas. Ya sabe el complejo de rebaño que tiene este país... todos a una. -Me da la sensación, si me permite decirlo, de que usted lo sabe bien-comentó Helena con aire confidente, sintiendo que repentinamente estaba adentrándose en un terreno demasiado escabroso. Álvaro siguió caminando, meditabundo, pero al final esbozó una sonrisa triste y dijo: -Digamos que me es cercano. Plantéeselo así: del mismo modo que a usted le enciende la causa feminista, a mí me produce cierto resquemor que la gente no pueda manifestarse libremente, que a un alzamiento de brazo acudan como borregos... mire, estando en Sudamérica, visitando a mi hermano, me presentó a un hombre muy interesante con el que aún mantengo el contacto. Pues bien, Mario, que así se llama, hablando una tarde de la situación en España, me dijo lo siguiente: "obedecer a ciegas deja / ciego, crecemos / solamente en la osadía". ¿No le parece muy cierto? En cualquier caso, María Helena, no deberíamos hablar de estas cosas muy alto. Volvemos a lo mismo... Helena, que ya sospechaba el bando político de su profesor, supo que estaba en lo cierto, así que no insistió. Sin embargo, una cálida sensación anidó en su pecho, al darse cuenta del tremendo acto de confianza que acaba de llevar a cabo Álvaro con ella. -¡Señor Márquez! ¡Álvaro! -una voz llamó al profesor tras ellos. Se giraron y vieron al decano, sacando la cabeza por una puerta. Los dos se acercaron, quedándose Helena un poco más atrás, por cortesía y timidez. -Señor dos Santos, siempre es una alegría verle. -¿Todo bien? -Sí, todo bien. Señor, ella es María Helena Palacios, una de mis alumnas más brillantes de Gramática de Primero. María Helena, te presento a don Sabino dos Santos, decano y antiguo profesor mío. -Encantada, señor. -El placer es mío, señorita. De modo que usted es alumna de Álvaro... ¡vaya elemento fue en su tiempo! Por lo que sé, no ha cambiado demasiado, ¿eh? -dijo en tono jocoso, codeando a Álvaro de forma amistosa. -Me mantengo en mi línea, señor-respondió Álvaro con una sonrisa mientras le lanzaba una divertida mirada a Helena. Un carraspeo hizo que se giraran hacia el interior del despacho. Allí estaba, sentado y vuelto hacia la puerta, un joven de pelo oscuro, ojos claros y expresión aniñada. El pelo engominado hacia atrás lo hacía parecer algo mayor. Vestía con un jersey marrón de rombos más claros y unos pantalones de pana marrones. -¡Disculpen mi despiste! Siempre se me va el santo al cielo rememorando tiempos de otrora. Pasen, pasen, por favor -invitó a pasar a Álvaro y a Helena- Este es Ángel Hurtado. Ellos son don Álvaro Márquez Cortázar, profesor titular -le estrechó la mano- y la joven es María Helena, una futura gramática -la muchacha, sonrojada, dejó que Ángel le besara la mano, extrañada por tanta caballerosidad anticuada. El decano siguió con su parrafada- Justo de usted estábamos hablando, Álvaro. Ángel estudia sus investigaciones y sigue muy de cerca su trabajo. -Soy todo un admirador suyo, señor Márquez. Para mí, es un auténtico honor estar hablando con usted aquí. -Le ruego que no continúe así; de otra forma, acabaré por creérmelo-todos rieron. -El señor Hurtado viene para formar parte del personal investigador-dijo el decano. -Sí, bueno. De hecho, me resultará mucho más fácil seguir mi línea de estudio teniéndolo cerca a usted, señor Márquez. -Álvaro es muy generoso y un gran profesional... quizá hasta podría asistir a alguna de sus clases.-intervino el decano. -Vaya, ¿en serio? -preguntó el chico, emocionado. -Por qué no-dijo Álvaro con una cordial sonrisa. -Será todo un honor para mí. Fuera, en el pasillo, se empezó a escuchar el ruido de la gente que lo transitaba: voces y pasos llenaban con el eco cada espacio del corredor. Álvaro miró su viejo reloj y se dirigió a Helena. -María Helena, ¿no tiene clase? -Oh, sí, sí que tengo. De hecho, se me hace ya tarde. -Yo también he de marcharme. Ya nos vemos, Ángel. -No lo dude, señor Márquez-después, el chico se volvió hacia Helena y le dirigió una mirada profunda con la cabeza un poco agachada, casi con vergüenza-. María Helena, ha sido todo un placer. -Lo mismo digo, señor-respondió Helena sintiéndose algo azorada. Álvaro arqueó una ceja discretamente ante el extraño gesto, pero no dijo nada, así que, tras una última despedida, Helena y él salieron y atravesaron el pasillo juntos. -Vaya adulador, ¿eh?-comentó el profesor, intentando sonar casual, mientras examinaba el rostro de Helena de reojo. -Sí, qué señor tan raro... -¿Porque siga mis investigaciones?-preguntó fingiendo ofensa y sorpresa. -¡No, por favor! ¡No me malinterprete! -No se preocupe, María Helena, que sólo bromeaba. -Oh, lo siento... Álvaro rio casi con ternura. -Ande... Vaya a clase, que se le hace tarde. La hora siguiente es la mía, ¿no es así? -Sí, eso. -En ese caso, luego la veo. -Hasta luego, profesor. -Hasta luego, María Helena. El uno bajó por las escaleras y la otra entró en el aula trescientos treinta y tres. Al otro lado del pasillo, Ángel seguía con la mirada los movimientos de Álvaro hasta que éste desapareció. Una media sonrisa maliciosa deformó su rostro infantil, desproveyendo a su expresión de todo rastro de inocencia. Habría reído de alivio, de incredulidad. Qué fácil había sido... Bajó por las escaleras cuando supo que Álvaro estaría lo suficientemente lejos para no volvérselo a encontrar. Tendría que ir con cuidado, pues la mínima sospecha por parte de cualquiera podría ser fatal. Salió por el hall hacia la brillante luz de la mañana, y saludó al sol con una perversa sonrisa de profunda satisfacción mientras sacaba un paquete de Marlboro y se llevaba un cigarro a la boca. Lo encendió con marcada parsimonia y soltó una gran bocanada de humo que solo un fumador experto podría haber contenido en sus pulmones. Después, una profunda y suave risa salió de su pecho. -Márquez... Qué fácil me lo estás poniendo.