domingo, 20 de febrero de 2011

Capítulo VIII

Los pasillos del ministerio estaban cubiertos de mármol, y el ambiente estaba impregnado de una vieja gloria pasada y el fuerte olor de un Farias. José Palacios, cartera en mano, saludó a los guardias al pasar.
-Buenos días, señor Palacios-dijo uno de ellos.
-Buenos días, Manuel. ¿Qué tal tu mujer?
-Ya está en casa, señor.
-¿Y el niño?
-Sano y fuerte. Ya pesa casi cinco kilos.
-¿Cómo le llamasteis al final?
-Francisco, en honor al Excelentísimo.
-Como mi nieto-agregó José-. Mi hija se lo puso también por eso.
José se despidió cortesmente de los guardias y prosiguió hasta su despacho. Una vez allí saludó a su secretaria y cerró la puerta. Gasto parte de la mañana buscando unos documentos que habría de entregar a la semana siguiente, sin embargo, la mayor parte del tiempo la empleó leyendo el periódico. A eso de las doce y media, llamaron a su puerta.
-¡Adelante!-exclamó José.
La puerta se abrió y Marcial Ramos, director del gabinete del ministerio de educación, entró.
-¡Palacios! ¿Qué tal está?
José se levantó de la silla y estrechó la mano que Ramos le ofrecía.
-¡Hombre! Buenos días. Aquí andaba, leyendo la prensa.
-¿Algo interesante?
-Nada. Algo sobre el atentado a... al chino ese. A Sato. ¿O era japonés?
-¡Vaya usted a saber!
-Estos asiáticos son todos iguales...
-Pero siéntese usted-lo invitó José.
-Mire lo que le traigo-dijo Ramos tendiéndole un puro.
-Vaya. ¿A qué se debe tanto honor?
-A que me los ha mandado el mismísimo caudillo.
-¡Un Márquez! De los más caros del mercado. Pensé que solo se venían en Sudamérica.
-El propio Márquez le ha enviado un cargamento de su mejores puros como obsequio.
-Ese tal Márquez debe de ser uno de los tipos más ricos de Sudamérica.
-¡Y de España!-exclamó Ramos levantando el índice para enfatizar.
Ambos hombres pelaron el puro y lo encendieron. Dieron varias caladas y alabaron su fuerte sabor. Después, Ramos se volvió hacia José y le dijo:
-Ayer me comentaron mi hijo y mi sobrino que fueron a comer al Retiro con Helenita y una amiga suya.
-Sí, Victorita.
-Me alegro mucho de que nuestros hijos se lleven tan bien. ¡Y además por casualidades de la vida!
-Sí, ¡es que este mundo es un pañuelo! Mi mujer y yo estamos muy orgullosos de que Marcial y Helenita sean amigos, ya que su hijo es un hombre de tomo y lomo. Cortés, caballero y respetuoso.
-Ya está hecho todo un hombre. Desde que volvió de la mili ya no es aquel niño infantil de antes.
-Pero su hijo siempre ha tenido los pies en la tierra.
-Eso sí.
-No como mi Helenita. ¡Estudiar filología! ¡Vaya idea! Ya me dirá usted para qué le sirve eso a una mujer, si lo que tendría que estar haciendo es aprender a ser una buena ama de casa y esposa.
-Ya, si es que la filología no sirve para nada. De hecho, yo he dejado que mi Marcial estudie esa carrera porque le voy a meter en el Ministerio. Si al menos se hubiese metido en derecho como Ernesto, mi sobrino...
-¿Qué tal está, por cierto, su hermana?
-¡Ay, la pobre Férula! Cada día está más débil. La pobre se ha tenido que ir a vivir con nuestra madre y nos ha dejado a Ernesto para que cuidemos de él mientras el chico estudia.
-¡Ya ve usted! ¿Qué va a hacer un joven de su edad en un pueblo?
-Exacto. Además, mi mujer y yo estamos muy contentos de tenerle con nosotros, ya que para mí, desde que Gonzalo, su padre, murió, siempre ha sido como un hijo. Y se lleva muy bien con Marcial, son como hermanos.
-Ah... ¡la familia!
-Por cierto, hablando de Ernesto. Cuando volvió a casa el sábado, no paró de hablar de Helenita.
-¿En serio?
-Sí. Al parecer, el que sea una mujercita de armas tomar le ha cautivado, ¿los imagina usted casados?
A José no le agradó demasiado la idea de ver a su pequeña casada, pero en su fuero interno tuvo que reconocer que Ernesto realmente le gustaría como yerno.
-Lo cierto es que harían buena pareja.
-Oiga, le propongo una cosa. ¿Por qué no vienen a cenar el viernes a casa? Mercedes hará algo rico de comer. Y tráigase también a la amiga de Helenita, que tengo ganas de conocerla.
-Claro que sí. Allí estaremos.
-Pásense sobre las ocho.
La conversación se desvió a otros temas y los hombres siguieron fumando y riendo y, por qué no, organizando la vida de sus hijos.